El futuro de la Iglesia



Hemos de ser realistas y mirar la vida de la Iglesia, discerniendo los signos. La secularización de la cultura y la secularización interna de la Iglesia ha planteado problemas y retos, poniendo de relieve la necesidad de un laicado formado y maduro, de unas parroquias y comunidades mucho más compactas. Desde luego ni la mayoría de la sociedad es católica, ni vive como tal, aunque permanezcan en las estadísticas bodas, bautizos y primeras comuniones en gran número. Ni nos podemos engañar pensando que esas estadísticas muestran la vitalidad del catolicismo hoy. Los caminos van por otro lado.


Tampoco las tradiciones vinculadas al catolicismo como las procesiones y romerías, que tantísimas personas convocan, son un signo de vida católica, sino que hoy se viven de manera secularizada, como productos culturales sin vinculación real con lo celebrado. Salvadas las excepciones de las personas, pocas, que todo esto lo viven cristianamente y con fe católica.


Hay un ropaje externo, católico, que envuelve la nada, el vacío. Esto cuestiona (debe cuestionar) la acción pastoral y el impulso de la nueva evangelización, conscientes de que no estamos en tiempos de una Iglesia de mayorías, socialmente bien considerada, sino de minorías, más activas, conscientes y formadas. Contentarse con que el ropaje externo se mantiene, es vivir de ilusiones, pues su incidencia real es mínima.


¿Por dónde va el futuro del catolicismo? ¿Cómo vamos a ser y qué hemos de emprender?


Un texto clarividente de Ratzinger, en 1969, puede ser muy revelador y llevarnos a tomar posturas claras.


"Permanecerá la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia que cree en el Dios que se ha hecho hombre y que nos promete la vida más allá de la muerte... Seguirá siendo necesario el sacerdote que no es especialista, el sacerdote que aconseja... que en nombre de Dios se pone a disposición de los demás y se entrega a ellos en sus tristezas, en sus alegrías, su esperanza y su angustia.


Demos un paso más. Con ocasión de la crisis actual surgirá mañana una Iglesia purificada. Se hará pequeña. Tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en otras coyunturas más favorables. Perderá adeptos y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad a la que sólo se puede tener acceso por medio de una decisión personal. Como pequeña comunidad reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros. Ciertamente conocerá también nuevas formas ministeriales y ordenará sacerdotes a cristianos probados que sigan ejerciendo su profesión. En muchas comunidades pequeñas y en grupos cristianos homogéneos la pastoral se ejercerá normalmente de este modo. Junto a estas formas seguirá siendo indispensable el sacerdote dedicado por entero al ejercicio del ministerio como hasta ahora. Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como problema de estructura litúrgica.







Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su poder político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. Le resultará muy difícil. En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. El proceso resultará aún más difícil porque habrá que eliminar tanto la estrechez de miras sectaria como la voluntariedad envalentonada. Se puede prever que todo esto requerirá tiempo. El proceso será largo y laborioso, al igual que también fue muy largo el camino que llevó de los falsos progresismos, en vísperas de la Revolución francesa, ... hasta la renovación del siglo XIX. Pero tras las pruebas de estas divisiones, surgirá de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos se sentirán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, experimentarán su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo toalmente nuevo, como una esperanza importante para ellos que siempre han buscado a tientas.


A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero también estoy completamente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, que fracasó en Gobel, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los hombres como la patria que les ofrece la vida y la esperanza más allá de la muerte"


(RATZINGER, J., Fe y futuro, Bilbao 2007, pp. 104-106).



¿Vamos ya por esos caminos?


Esta Iglesia de minorías, interiorizada, con católicos frutos de una decisión personal, ¿crece, está viva? ¿Qué imagen da la Iglesia? ¿Proyectamos el rostro humano de la Iglesia, reflejando a Cristo? Y sobre todo, ¿hay un laicado sólido, doctrinalmente bien formado, con vida interior, que sea germen de esperanza para los hombres hoy o sólo una masa informe que asiste a actos de culto pero viven al margen de Cristo, de la fe, esperanza y caridad?


Son retos y caminos nuevos. La crisis la tenemos encima desde hace años, pero será una crisis de purificación para el crecimiento de la Iglesia.


Pensémoslo detenidamente.



01:28

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