–Yo diría que está usted empeñado en que nos enteremos de lo que es la santa Misa.
–Pues dígalo usted con toda convicción, porque ésa es la verdad.
Con el favor de Dios, vamos a considerar en cada una de sus partes la Eucaristía, que con tantos nombres es o ha sido designada: la santa Misa, la cena del Señor, el sacrificio de la Nueva Alianza, el memorial de la Pascua, los sagrados misterios, o antiguamente, la synaxis, la anáfora, el sacrum, y especialmente la fracción del pan (Hch 2,42).
El lugar de la celebración
–El templo. La Eucaristía se celebra normalmente en el templo, lugar de sacralidad muy intensa y patente. Es verdad que todo el mundo y todos sus lugares son de Dios, pero precisamente por eso los cristianos –coincidiendo una vez más con casi todas las religiones naturales– le consagramos públicamente a Él algunos lugares, los templos, que están edificados como Casa de Dios, como lugares privilegiados para orar, glorificar a Dios y santificar a los hombres. En la Iglesia católica, el Ritual de la dedicación de iglesias y de altares, renovado después del Vaticano II (1977), expresa estas realidades de la fe con magníficas lecturas y oraciones.
«Para celebrar la Eucaristía el pueblo de Dios se congrega generalmente en la iglesia, o cuando no la hay o es muy pequeña, en otro lugar apropiado que, de todas maneras, sea digno de tan gran misterio… Los mismos edificios sagrados y los objetos dedicados al culto divino sean, en verdad, dignos y bellos, signos y símbolos de las realidades celestiales» (Ordenación gral. del Misal Romano 2000,288). Ésta es la tradición y la norma de la Iglesia. A veces, por tanto, la celebración de la Eucaristía fuera de los templos es abusiva, si no se da para ello razón suficiente.
Tres lugares fundamentales hay en el presbiterio de la iglesia cuya significación en la celebración de la Eucaristía hemos de conocer bien: el altar, la sede y el ambón.
–El presbiterio es el lugar donde se concentra la realización sagrada de la Eucaristía.
«Es el lugar en el que sobresale el altar, se proclama la Palabra de Dios, y el sacerdote, el diácono y los demás ministros ejercen su ministerio. Debe distinguirse adecuadamente de la nave de la iglesia, bien sea por estar más elevado o por su peculiar estructura y ornato» (OGMR 295). En el presbiterio hay tres lugares, altar, ambón y sede, que significan cada uno en su modalidad propia la presencia del Cristo glorioso en la celebración eucarística.
–El altar es el lugar de Cristo-Víctima sacrificada. Su forma ha ido variando al paso de los siglos, conservando siempre como referencia fundamental el ara en la que se actualiza el Sacrificio del Calvario, y también significa la mesa del Señor, en la que cena con sus discípulos. En todo caso, todo el presbiterio y todo el templo deben quedar centrados en el altar (OGMR 296-308). Ya tratamos detenidamente sobre el altar anteriormente (266-267).
–El ambón es el lugar propio de Cristo-Palabra divina. La Palabra que desde él es proclamada es recibida por los fieles congregados «no como palabra humana, sino como lo que es realmente, como palabra divina» (1Tes 2,13). Ha de dársele, pues, una importancia semejante a la del altar.
«La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un lugar conveniente desde el que se proclame… Conviene que por lo general este sitio sea un ambón estable, no un simple atril portátil… Desde el ambón se proclaman únicamente las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual. También puede tenerse la homilía y proponer las intenciones de la Oración universal. La dignidad del ambón exige que a él sólo suba el ministro de la Palabra. Es conveniente que el nuevo ambón se bendiga antes de destinarlo al uso litúrgico, según el rito descrito en el Ritual Romano [1984, 900-918]» (OGMR 309). Sería, pues, un uso inconveniente del ambón emplearlo para dirigir desde él los cantos del pueblo o usarlo para otras funciones.
–La sede es el lugar de Cristo, Señor y Maestro, que está sentado a la derecha del Padre, y que preside la asamblea eucarística, haciéndose visible, en la fe, por el sacerdote. Cristo, en efecto, «está presente en la persona del ministro» (Vat. II, SC 7a). Por eso, el lugar propio del sacerdote, pre-sedente de la asamblea eclesial, es la sede, o si se quiere, la cátedra –de ahí viene el nombre de las catedrales–, desde la cual, en el nombre de Cristo, el obispo o el presbítero preside y predica, ora y bendice al pueblo. También la sede debe recibir un Rito de bendición propio (OGMR 310).
Una silla normal o una banqueta no son, ciertamente, un objeto adecuado para una significación tan noble. Por otra parte, sería en general un craso error pretender que la liturgia de la Iglesia exprese la pobreza de Cristo en Nazaret o en su ministerio público. Entonces sí, la sede sería una banqueta, el ambón un atril cualquiera, el altar y los manteles una mesa común de familia, etc. En este sentido, como el Vaticano II enseña, fiel a la tradición unánime de Oriente y Occidente, «la santa madre Iglesia siempre fue amiga de las bellas artes, y buscó constantemente su noble servicio y apoyó a los artistas, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de la realidades celestiales» (SC 122b).
* * *
Estructura fundamental de la Misa
La estructura fundamental de la Eucaristía, desde el principio de la Iglesia, ha sido siempre la misma, como podremos comprobar más adelante en un artículo sobre los Textos eucarísticos primitivos. Partiendo del modelo supremo de la última Cena, siempre la Eucaristía ha celebrado primero una liturgia de la Palabra, a la que ha seguido una liturgia sacrificial, en la que el cuerpo de Cristo se entrega y su sangre se derrama. Y siempre esta actualización sagrada de la Cena y del Calvario se ha consumado con la comunión.
Pues bien, aquí nosotros analizaremos la celebración eucarística en su forma actual, que ya halla antecedentes muy directos en la segunda mitad del siglo IV, cuando la Iglesia –tras la conversión de Constantino, obtenida ya la libertad cívica–, va dando a su liturgia, como a tantas otras cosas, formas comunitarias y públicas más perfectas. Examinaremos, pues, en la Misa -I. Ritos iniciales. -II. Liturgia de la Palabra. -III. Liturgia del Sacrificio: preparación de los dones; plegaria eucarística; y comunión. -IV. Rito de conclusión.
I.– Los Ritos iniciales
–Canto de entrada
Ya en el siglo V, en Roma, se inicia la Eucaristía con una procesión de entrada, acompañada por un canto. Hoy, como entonces, «la finalidad de este canto es abrir la celebración, promover la unión de quienes se han congregado, e introducir su espíritu en el misterio del tiempo litúrgico o de la festividad, así como acompñar la procesión del sacerdote y los ministros» (OGMR 47).
Nótese que en las celebraciones solemnes de la Eucaristía puede haber tres procesiones hacia el altar: ésta, en la entrada; la que se realiza al ir a presentar los dones en el ofertorio; y la de la comunión.
–Veneración del altar
El altar es, durante la celebración eucarística, el símbolo principal de Cristo. La liturgia de la Iglesia nos dice que Cristo es «sacerdote, víctima y altar» (Pref. pascual V). Y ese altar es almismo tiempo «la mesa del Señor» (1Cor 10,21).
Por eso, ya desde el inicio de la Misa, el altar es honrado con signos de suma veneración: «el sacerdote, el diácono y los ministros, cuando llegan al presbiterio, saludan al altar con una inclinación profunda… besan el altar; y el sacerdote, según las circunstancias, inciensa la cruz y el altar» (OGMR 49).
El pueblo cristiano debe unirse espiritualmente a éstos y a todos los gestos y acciones que el sacerdote, como presidente de la comunidad, realiza a lo largo de la Misa. En ningún momento de la Misa deben los fieles quedarse como espectadores distantes, no comprometidos con lo que el sacerdote dice o hace. El sacerdote, «obrando como en persona de Cristo cabeza» (PO 2c), en-cabeza en la Eucaristía las acciones del Cuerpo de Cristo; pero el pueblo congregado, el Cuerpo, en todo momento ha de unirse a las acciones de la cabeza. A todas.
–La Trinidad y la Cruz
«En el nombre del Padre, + y del Hijo, y del Espíritu Santo». En el Nombre santísimo por el que fue creado el mundo, y por el que nosotros nacimos en el bautismo a la vida divina, en ese Nombre se inicia la celebración eucarística. Los cristianos somos los que «invocamos el nombre del Señor» (Gén 4,26; Mc 9,3). Y lo hacemos ahora, trazando sobre nosotros el signo de la Cruz, de esa Cruz que va a actualizarse en la Misa. No se puede empezar mejor.
El pueblo responde: «Amén». Y Dios quiera que esta respuesta –y todas las propias de la comunidad eclesial congregada– no sea un murmullo tímido, apenas formulado con la mente ausente, sino una voz firme y clara, que expresa con fuerza un espíritu unánime. Pero veamos el significado de esta palabra.
–Amén
La palabra Amén es quizá la aclamación litúrgica principal de la liturgia cristiana. El término Amén procede de la Antiguo Alianza: «Los levitas alzarán la voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel… Y todo el pueblo responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; cf. 1Crón 16,36; Neh 8,6). Según los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la verdad, así sea». Es significativo que las cuatro primeras partes del salterio terminan con esa expresión: «Bendito el Señor, Dios de Israel: Amén, amén» (Sal 40,14; 71,19; 88,53; 105,48).
Pues bien, en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la aclamación característica de la liturgia celestial (Ap 3,14; 5,14; 7,11-12; 19,4), y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor expresivo (1Cor 14,16; 2Cor 1,20). En efecto, el pueblo cristiano culmina también la recitación del Credo o del Gloria con el término Amén, y con él responde también a las tres oraciones presidenciales que en la Misa recita el sacerdote –colecta, ofertorio y postcomunión–, y el Amén, con especial solemnidad, viene a cerrar la doxología final con la que se concluye la gran Plegaria eucarística. Recordemos también que, cuando el sacerdote en la comunión presenta la sagrada hostia, diciendo «El cuerpo de Cristo», el fiel responde Amén: «Sí, ésa es la verdad, ésa es la fe de la Iglesia».
–Saludo
El Señor nos lo aseguró: «donde dos o tres están congregados en mi Nombre, allí estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 18,19). Y esta presencia misteriosa del Resucitado entre los suyos se cumple especialmente en la Eucaristía. Por eso el saludo inicial del sacerdote, en sus diversas fórmulas, afirma y expresa esa maravillosa realidad:
–«El Señor esté con vosotros» (Rut 2,4; 2Tes 3,16)… «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2Cor 13,13)…
–«Y con tu espíritu».
«Con este saludo y con la respuesta del pueblo se manifiesta el misterio de la Iglesia congregada. Terminado el saludo del pueblo, el sacerdote o el diácono o un ministro laico puede introducir a los fieles en la Misa del día con brevísimas palabras» (OGMR 50).
–Acto penitencial
Moisés, antes de acercarse a la zarza ardiente, antes de entrar en la Presencia divina, ha de descalzarse, porque entra en una tierra sagrada (Ex 3,5). Y nosotros, los cristianos, antes que nada, «para celebrar dignamente estos sagrados misterios», debemos primero de todo solicitar de Dios el perdón de nuestras culpas. Hemos de tener clara conciencia de que, cuando vamos a entrar en la Presencia divina, cuando llevamos la ofrenda ante el altar (Mt 5,23-25), debemos examinar previamente nuestra conciencia ante el Señor (1Cor 11,28), y pedir su perdón. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8).
Este acto penitencial, que puede realizarse según diversas fórmulas, ya estaba en uso a fines del siglo I, según el relato de la Didaqué: «Reunidos cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro» (14,1). Antiguamente, el acto penitencial era realizado solamente por los ministros celebrantes. Y por primera vez este acto se hace comunitario en el Misal de Pablo VI. En las Misas dominicales, especialmente en el tiempo pascual, puede convenir que la aspersión del agua bendita, evocando el bautismo, dé especial solemnidad a este rito penitencial (OGMR 51).
–«Yo confieso, ante Dios todopoderoso»… A veces, con malevolencia, se acusa de pecadores a los cristianos piadosos, «a pesar de ir tanto a Misa»… Pues bien, los que frecuentamos la Eucaristía hemos de ser los más convencidos de esa condición nuestra de pecadores, que en la Misa precisamente confesamos: «por mi gran culpa». Y por eso justamente, porque nos sabemos pecadores, por eso frecuentamos la Eucaristía, y comenzamos su celebración con la más humilde petición de perdón a Dios, el único que puede quitarnos de la conciencia la mancha indeleble y tantas veces horrible de nuestros pecados. Y para recibir ese perdón, pedimos también «a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos», que intercedan por nosotros.
–«Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Esta hermosa fórmula litúrgica, que dice el sacerdote, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex opere operato propia del sacramento de la Penitencia. Tiene más bien un sentido deprecativo, de tal modo que, por la mediación suplicante de la Iglesia y por los actos personales de quienes asisten a la Eucaristía, perdona los pecados leves de cada día, guardando así a los fieles de caer en culpas más graves. Por lo demás, en otros momentos de la Misa –el Gloria, el Padrenuestro, el No soy digno– se suplica también, y se obtiene, el perdón de Dios.
El Catecismo enseña que «la Eucaristía no puede unirnos [más] a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados» (1393). «Como el alimento corporal sirve para restaurar la pérdida de fuerzas, la Eucaristía fortelece la caridad que, en la vida cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados veniales (cf. Conc. Trento). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de arraigarnos en Él» (1394). Así pues, «por la misma caridad que enciende en nosotros, la Eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más dificil se nos hará romper con él por el pecado mortal. La Eucaristía [sin embargo] no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia» (1395).
En este sentido, «nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se crea, se acerque a la sagrada Eucaristía, sin que haya precedido la confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay suficientes confesores, emita primero [antes de recibir el Pan de vida] un acto de contrición perfecta» (Eucharisticum mysterium 35).
–Señor, ten piedad
Con frecuencia vemos en los Evangelios personas que invocan a Cristo, como Señor, solicitando su piedad. Así la cananea, «Señor, Hijo de David, ten compasión de mí» (Mt 15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión de nosotros» (20,30-31) o aquellos diez leprosos (Lc 17,13).
En este sentido, los Kyrie eleison (Señor, ten piedad), pidiendo seis veces la piedad de Cristo, en cuanto Señor, son por una parte prolongación del acto penitencial precedente; pero por otra, son también proclamación gozosa de Cristo, como Señor del universo, y en este sentido vienen a ser prólogo del Gloria que sigue luego. En efecto, Cristo, por nosotros, se anonadó, obediente hasta la muerte de cruz, y ahora, después de su resurrección, «toda lengua ha de confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,3-11).
Es muy antigua la inserción, en una u otra forma, de los Kyrie en la liturgia. Hacia el 390, la peregrina gallega Egeria, en su Diario de peregrinación, describe estas aclamaciones en la iglesia de la Resurrección, en Jerusalén, durante el oficio lucernario: «un diácono va leyendo las intenciones, y los niños que están allí, muy numerosos, responden siempre Kyrie eleison. Sus voces forman un eco interminable» (XXIV,4).
–Gloria a Dios
El Gloria, la grandiosa doxología trinitaria, es un himno bellísimo de origen griego, que ya en el siglo IV pasó a Occidente. Constituye, sin duda, una de las composiciones líricas más hermosas de la liturgia cristiana.
«Es un antiquísimo y venerable himno con que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y le suplica al Corderoplicas… Se canta o se recita en voz alta los domingos, fuera de los tiempos de Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas, y en algunas peculiares celebraciones más solemenes» (OGMR 53).
Esta gran oración es rezada o cantada juntamente por el sacerdote y el pueblo. Su inspiración primera viene dada por el canto de los ángeles sobre el portal de Belén: Gloria a Dios, y paz a los hombres (Lc 2,14). Comienza este himno, claramente trinitario, por cantar con entusiasmo al Padre, «por tu inmensa gloria», acumulando reiterativamente fórmulas de extrema reverencia y devoción. Sigue cantando a Jesucristo, «Cordero de Dios, Hijo del Padre», de quien suplica tres veces piedad y misericordia. Y concluye invocando al Espíritu Santo, que vive «en la gloria de Dios Padre»… ¿Podrá resignarse un cristiano a recitar este himno tan grandioso con la mente ausente?…
–Oración colecta
Para participar bien en la Misa es fundamental que esté viva la convicción de que es Cristo glorioso el protagonista principal de las oraciones litúrgicas de la Iglesia. El sacerdote es en la Misa quien pronuncia las oraciones, pero el orante principal, invisible y quizá inadvertido para tantos, «¡es el Señor!» (Jn 21,7). En efecto, la oración de la Iglesia en la Eucaristía, lo mismo que en las Horas litúrgicas, es sin duda «la oración de Cristo con su cuerpo al Padre» (SC 84). Dichosos, pues, nosotros, que en la liturgia de la Iglesia podemos orar al Padre encabezados por el mismo Cristo. Así se cumple aquello de San Pablo: «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Él mismo ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).
De las tres oraciones variables de la Misa –colecta, ofertorio, postcomunión–, la colecta es la más solemne, y normalmente la más rica de contenido. Y de las tres, es la única que termina con una doxología trinitaria completa. El sacerdote reza las tres –como antiguamente todo el pueblo– con las manos extendidas, el gesto orante tradicional.
La palabra collecta procede quizá de que esta oración se decía una vez que el pueblo se había reunido –colligere, reunir– para la Misa. O quizá venga de que en esta oración el sacerdote resume, colecciona, las intenciones privadas de los fieles orantes. En todo caso, su origen en la Eucaristía es muy antiguo. Veamos una que puede servir como ejemplo:
«Oh Dios, fuente de todo bien, //escucha sin cesar nuestras súplicas, y concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda. //Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. –Amén».
La oración, plena de concisión, profundidad y belleza, se inicia //con una invocación al Padre celestial, y evocando normalmente alguno de sus principales atributos divinos. En seguida, apoyándose en la anterior premisa de alabanza, viene //la súplica, en plural, por supuesto. Y la oración concluye apoyándose en //la mediación salvífica de Cristo, el Hijo Salvador, y en el amor del Espíritu Santo. Ésa suele ser la forma general de todas estas oraciones.
Otros ejemplos. «Padre de bondad, que por la gracia de la adopción nos has hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por nuestro Señor, etc.» (dom. 13 T.O.). «Oh Dios, protector de los que en ti esperan, sin ti nada es fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia, para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor, etc.» (dom. 17 T.O.). Son oraciones formidables, perfectas.
Gran parte de las colectas tienen origen muy antiguo, y las más bellas proceden de la edad patrística. Vienen, pues, resonando en la Iglesia desde hace muchos siglos. Cada una suele ser una micro-catequesis implícita, y de ellas concretamente podría extraerse la más preciosa doctrina católica sobre la gracia. No pocas de ellas expresan en forma orante las preciosas definiciones doctrinales de Concilios sobre la gracia en los siglos V y VI, como el Sínodo II de Orange (530: Dz 370-397).
«Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe todas nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por nuestro Señor Jesucristo» (Laudes, lunes I sem. T.O.).
¿Será posible, también, que muchas veces el pueblo conceda su Amén a oraciones tan grandiosas sin haberse enterado apenas de lo dicho por el sacerdote? Efectivamente. No sólo será posible, sino probable, si el sacerdote pronuncia deprisa y mal, y, sobre todo, si los fieles no hacen uso de un Misal manual que, antes o después de la Misa, les facilite enterarse de las maravillosas oraciones y lecturas que en ella se hacen.
La Tradición enseña siempre que la suprema ley de la oración litúrgica es «que la mente concuerde con la voz (mens concordet voci)» (Vat. II, SC 90; cf. San Benito, Regla 19,7; San Atanasio, Ep. a Marcelino, 24 y 30). No hay modo mejor para participar de verdad en la liturgia, y concretamente en la Misa.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
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