A los hijos hay que equiparlos para que puedan volar: eso exige una "negociación" que empieza a edad temprana |
Muchas veces me he encontrado con padres de familia desencantados, con la sensación de que todos sus esfuerzos por transmitir principios y valores a sus hijos consiguen el efecto contrario, a punto de tirar la toalla.
Es muy fácil tener esa sensación, sobre todo cuando los hijos entran en esa etapa de crecimiento tan compleja y apasionante a la vez que es la adolescencia. Pero en general es sólo eso, una sensación. ¿Quién no recuerda el espíritu de contradicción que le animaba en su propia adolescencia? Las cosas no son blancas o negras, sino en escala de grises.
La adolescencia de los hijos puede suponer un enorme desgaste para los padres. Es la etapa de las negociaciones, del regateo. Tenemos que tener pocos objetivos pero muy claros para no hacer agua.
Se debe negociar con los hijos acerca de salidas, de horarios,... pero no se trata de una negociación entre iguales; los padres tenemos una responsabilidad de la que no podemos abdicar.
En la escena del libro del Génesis que nos muestra cómo Abraham regateó con Dios por salvar de la destrucción las ciudades de Sodoma y Gomorra, encontramos un buen modelo de cómo deben ser las negociaciones entre padres e hijos. Si analizamos la historia empezando por el final, vemos que Dios mantiene su postura inicial, mientras que Abraham, tras el regateo, acaba entendiendo, aceptando y haciendo suya esa voluntad de Dios.
Cuando me preguntan sobre el tema, suelo aconsejar a los padres que hagan como hacen los vendedores del rastro y de los mercadillos. Que piensen, en primer lugar, dónde quieren poner el llímite, y que empiecen a negociar exageradamente lejos de ese límite, para ir, poco a poco, cediendo por ambas partes, y acabar encontrándonos en nuestro terreno, con satisfacción por ambas partes.
Hay que considerar también qué cosas son importantes y cuáles no lo son tanto en materia educativa; en cuáles debemos mostrarnos inflexibles y en cuáles ponemos mostrarnos más magnánimos.
Considerando que nuestros hijos son criaturas libres, que antes o después van a desplegar las alas y volar por su cuenta, creo que el principal objetivo de la labor educativa es el de hacer de ellos personas de criterio, capaces de valorar la realidad y tomar sus propias decisiones, de acuerdo con esos principios y valores que tratamos de transmitirles. Y es ésta una tarea que comienza, no en le adolescencia, sino mucho antes, en la primera infancia de nuestros hijos: es mucho más fácil conseguir que un árbol crezca recto si se le guía desde que es apenas un brote que si se le trata de enderezar cuando su tronco empieza a ser leñoso.
Esto requiere hablar mucho con nuestros hijos, pedirles su opinión y valoración de ciertos comportamientos, de ciertos programas de televisión, de ciertas modas, y, con mucho cariño y mucha paciencia, ir corrigiendo aquellas valoraciones que consideramos inapropiadas.
Ujué
Es muy fácil tener esa sensación, sobre todo cuando los hijos entran en esa etapa de crecimiento tan compleja y apasionante a la vez que es la adolescencia. Pero en general es sólo eso, una sensación. ¿Quién no recuerda el espíritu de contradicción que le animaba en su propia adolescencia? Las cosas no son blancas o negras, sino en escala de grises.
La adolescencia de los hijos puede suponer un enorme desgaste para los padres. Es la etapa de las negociaciones, del regateo. Tenemos que tener pocos objetivos pero muy claros para no hacer agua.
Se debe negociar con los hijos acerca de salidas, de horarios,... pero no se trata de una negociación entre iguales; los padres tenemos una responsabilidad de la que no podemos abdicar.
En la escena del libro del Génesis que nos muestra cómo Abraham regateó con Dios por salvar de la destrucción las ciudades de Sodoma y Gomorra, encontramos un buen modelo de cómo deben ser las negociaciones entre padres e hijos. Si analizamos la historia empezando por el final, vemos que Dios mantiene su postura inicial, mientras que Abraham, tras el regateo, acaba entendiendo, aceptando y haciendo suya esa voluntad de Dios.
Cuando me preguntan sobre el tema, suelo aconsejar a los padres que hagan como hacen los vendedores del rastro y de los mercadillos. Que piensen, en primer lugar, dónde quieren poner el llímite, y que empiecen a negociar exageradamente lejos de ese límite, para ir, poco a poco, cediendo por ambas partes, y acabar encontrándonos en nuestro terreno, con satisfacción por ambas partes.
Hay que considerar también qué cosas son importantes y cuáles no lo son tanto en materia educativa; en cuáles debemos mostrarnos inflexibles y en cuáles ponemos mostrarnos más magnánimos.
Considerando que nuestros hijos son criaturas libres, que antes o después van a desplegar las alas y volar por su cuenta, creo que el principal objetivo de la labor educativa es el de hacer de ellos personas de criterio, capaces de valorar la realidad y tomar sus propias decisiones, de acuerdo con esos principios y valores que tratamos de transmitirles. Y es ésta una tarea que comienza, no en le adolescencia, sino mucho antes, en la primera infancia de nuestros hijos: es mucho más fácil conseguir que un árbol crezca recto si se le guía desde que es apenas un brote que si se le trata de enderezar cuando su tronco empieza a ser leñoso.
Esto requiere hablar mucho con nuestros hijos, pedirles su opinión y valoración de ciertos comportamientos, de ciertos programas de televisión, de ciertas modas, y, con mucho cariño y mucha paciencia, ir corrigiendo aquellas valoraciones que consideramos inapropiadas.
Ujué
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