–O sea que cuantos más hijos tengamos, tanto mejor.
–La cantidad nunca es un factor decisivo para el discernimiento. Ir a Misa dos veces al día no es el doble mejor que ir sólo a una. Ni dar cien euros de limosna es necesariamente mejor que dar cincuenta. La cantidad nunca decide el discernimiento.
El matrimonio y el amor conyugal «están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y a la educación de los hijos» (Vat. II, GS 50). Por su propia naturaleza. Dios Creador de la naturaleza, Creador del hombre y de la mujer, Creador del matrimonio, es el que ha creado el matrimonio con esa finalidad fundamental. Lo sabemos desde el Génesis: «sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28).
–¿Puede la mujer tener algún oficio más noble que traer hijos al mundo y criarlos? Empiezo por aquí. Sí, ya sé que los hijos son traídos al mundo por el padre y la madre; pero también sé que, por naturaleza, la madre tiene en la filiación una función biológica incomparable, y no sólo en la gestación, sino también en la primera educación de los hijos. Por eso quiero comenzar estas consideraciones por un elogio del oficio de la madre. También en esto la doctrina de los Papas es la más alta que conocemos.
Bto. Juan Pablo II: La familia ha de saber promover «en cada uno de sus miembros la altísima dignidad de personas, es decir, de imágenes vivientes de Dios. Y, en este sentido, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer. Creando al hombre “varón y mujer”, Dios concede la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer. Dios también manifiesta de la forma más alta posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen. La delicadeza y respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los discípulos, son signos que confirman la muy alta consideración del Señor Jesús hacia las mujeres» [Familliaris consortio 22; citaré esta enc. entre corchetes [—]].
Durante muchos siglos la tradición social y cultural limitó a la mujer a sus tareas de esposa y madre, en parte porque el trabajo fuera de la casa requería en otros tiempos una mayor fuerza física. En todo caso, «es indudable que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas»; con ello la mujer se perfecciona, y la sociedad se beneficia no poco de la presencia activa femenina. Ahora bien, «la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones». Y en este sentido, «la sociedad debe estructurarse de tal manera que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa, y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia» [23].
–El mundo desprecia a la mujer madre, y procura que tenga muy pocos hijos. Dios dice a los matrimonios: «creced y multiplicaos». Y el diablo, príncipe de este mundo, el Enemigo del hombre, les persuade: «cuantos menos hijos tengais, mejor». Por eso en las naciones más sujetas a la mentira diabólica se viene realizando una verdadera campaña contra la dedicación exclusiva de la mujer a la familia, como si ello trajera necesariamente empobrecimiento y frustración de la mujer. La Iglesia en el mundo actual es la defensora mayor de la profesión maternal de la mujer. Juan Pablo II enseñaba: «se debe superar esa mentalidad [materialista] según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior [que trae dinero] que de la actividad familiar» (que no es retribuída) [23].
Engendrar y formar hombres es el oficio más alto que la mujer puede tener. Noble y digno es producir por el trabajo medicinas, alimentos, servicios, casas, medios de comunicación, etc. Pero ningún trabajo tiene un fin tan alto como la maternidad: producir hombres. Por otra parte, en la realidad de la vida, no pocos trabajos femeninos fuera de la casa son duros, monótonos, y muchas veces mal pagados. Y aunque los trabajos sean prestigiosos y bien remunerados, ninguno, por digno que sea, tiene la riqueza de la vocación de madre y ama de casa, tan preciosa y variada: esposa y madre, catequista y maestra, enfermera, cocinera y florista, secretaria, modista, decoradora, asistenta social, encargada de relaciones públicas y tantas y tantas cosas más. Muchas profesiones posibles para la mujer son preciosas, pero pocas habrá tan variadas y admirables.
Por otra parte, cuando falta o disminuye notablemente la dedicación familiar de la madre, todos lo sienten, el esposo, los niños, los adolescentes, los ancianos, y la misma casa va dando muestras de descuido. Por eso la familia que tiene a su constante servicio una buena ama de casa, un verdadero corazón de la familia, hará bien en procurar la defensa cuidadosa de un privilegio tan precioso.
–El índice de la natalidad ha bajado tanto que produce un suicidio demográfico en algunas naciones, especialmente en aquellas que eran cristianas y que ahora son apóstatas. El índice de fecundidad que asegura el mantenimiento de las naciones y que equilibra la población entre generaciones es de 2,1 hijos de promedio por mujer. Esa cifra asegura que una nación no disminuya en número, y consigue que la población laboriosa no sea cada vez menor para sustentar una proporción cada vez mayor de jubilados y ancianos. Pues bien,
en España, por ejemplo, el paso de la cultura cristiana a la cultura pagana laicista, en cincuenta años (1962-2012) ha bajado el índice de fecundidad de 2,8 a 1,3. Y en las estadísticas de natalidad ocupa España el lugar 182 entre 221 países. En la «pirámide» social crece por tanto desmesuradamente gremio geriátrico. Y téngase también en cuenta que, al mismo tiempo, en ese período se llega en 2014 a una tasa del paro en la población activa de 25,8%… En cuanto al aborto, que comienza a ser legal en 1985 (ley de supuestos) y 2010 (ley de plazos), según informe del Ministerio de Sanidad, el número de los abortos inducidos pasa en crecimiento continuo de los 411 (1986) y 16.206 (1987) hasta 112.390 en 2012. Pero si no queremos hijos –anticoncepción y aborto–, tendremos emigrantes. Desde 1985 España ha impedido por el aborto el ingreso de 1.700.000 niños. Y ahora, de los 47 millones de habitantes que tiene, 6,5 millones son inmigrantes, casi todos ellos, 6 millones, llegados entre 1990 y 2013. Es el tercer país del mundo con la mayor tasa de extranjeros en los últimos 23 años.
* * *
–El mundo occidental paganizado es anti-vida. Son muchas las naciones, hace notar Juan Pablo II, en las que «ha nacido una mentalidad contra la vida (anti-life mentality)». En efecto, el progreso, que acrecienta el dominio del hombre sobre la naturaleza, «no desarrolla solamente la esperanza de crear una humanidad mejor, sino también una angustia cada vez más profunda ante el futuro». Temor, egoísmo y consumismo «acaban por no comprender y por rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón última de estas mentalidades es la ausencia de Dios en el corazón de los hombres, pues sólo su amor es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y es capaz de vencerlos» [30].
Los cristianos, en cambio, valoramos por encima de todo la vida humana, y nada nos alegra tanto como el nacimiento de un niño –incluso cuando se ha producido sin ser directamente deseado–. Aquella «alegría de que un hombre haya venido al mundo», de la que hablaba Jesús (Jn 16,21), es en nosotros mucho mayor que la alegría que pueda producirnos un nivel de vida económica más alto, una figura corporal más estética, una vida más independiente o menos laboriosa, libre de la sujeción de los hijos, un coche nuevo, un viaje de placer o una casa en la playa. Hay, pues, sin duda en las familias que viven del Espíritu de Cristo una tendencia a la familia numerosa, que, por supuesto, unas veces podrá realizarse y otras no. Pero la tendencia, en principio, es clara.
–La paternidad responsable ha de discernir el número de hijos en conformidad siempre con la voluntad de Dios. Ninguna decisión conyugal es tan grave como la de aceptar o no que una nueva persona humana venga a este mundo. Por eso, como dice el Vaticano II, los esposos, «con responsabilidad humana y cristiana, cumplirán su obligación [de transmitir la vida humana] con dócil reverencia a Dios. De común acuerdo, se formarán un juicio recto, atendiendo tanto al bien propio como al bien de los hijos ya nacidos o por venir, discerniendo las circunstancias del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de su propia familia, de la sociedad y de la Iglesia» (GS 50).
Los esposos cristianos han de tomar, pues, esta decisión muy grave:
–con dócil reverencia a Dios, tratando de hacer Su voluntad y no la propia; es decir, obrando en cuanto «cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes» (GS 50), manteniendo siempre «el sincero propósito de dejar cumplir al Creador libremente su obra» (Pío XII, 20-1-1958);
–de común acuerdo: por tanto, de modo consciente y libre, teniendo cada uno de los cónyuges muy en cuenta el pensamiento y la voluntad del otro;
–formando un juicio recto. Y en esto hay dos elementos: formar un juicio, primero, y que sea un juicio recto.
1º) Es preciso formar un juicio, es decir, tomar una decisión. Los esposos que, en tema tan grave, se dicen simplemente «que vengan los hijos que Dios quiera», aunque obren así muchas veces con buena voluntad, están equivocados, y no obran responsablemente, porque en esa actitud, pretendidamente providencial, no se incluye el discernimiento orante y activo de la fe y de la caridad.
San Ignacio de Loyola, camino de Manresa, viéndose apretado por una grave duda –buscar o dejar a un moro, que había ofendido con sus palabras a la Virgen María; elegir un camino para dar alcance al blasfemo o tomar otra dirección–, dejó en la encrucijada las riendas sueltas a su mula para que fuera ella y no él la que eligiera su camino y decidiera la cuestión. Esta opción irresponsable –no es así como el hombre debe abandonarse a la Providencia– se produce en los comienzos de su vida de converso; pero, ya más adelantado, procura atenerse en sus decisiones a las «reglas de discernimiento», que allí en Manresa él mismo comienza a elaborar. De modo semejante, los esposos cristianos que quieren «tener los hijos que Dios quiera», no deben dejar cosa tan grave al puro azar de sus vicisitudes conyugales sensibles o sensuales –y que vengan los hijos «que Dios quiera» (?), dos o diez–, sino que deben orar, hablar, reflexionar y consultar, con la recta intención de discernir y realizar la voluntad de Dios, sea ésta cual fuere, y coincida o no con sus deseos personales. No deben dejar que sea la mula quien decida.
No deja de ser curioso. Cuando unos esposos prudentes consideran alguna opción importante –trabajar más o menos, dar más o menos tiempo al sueño, vivir aquí o allá, llevar los niños a éste o al otro centro escolar, comprar o no algo costoso–, nunca resuelven el asunto dejándolo abandonado al mero impulso de la gana, y después «que sea lo que Dios quiera». Por el contrario, lejos de abandonar las grandes o pequeñas opciones de su vida a merced de las circunstancias ocasionales o a la imprevisible inclinación del sentimiento, procuran sujetarlas a razón y voluntad, o mejor aún, a fe y caridad, buscando así acertar en todo con la concreta voluntad de Dios providente.
Pues bien, si esto es así, ¿cómo los esposos cristianos dejarán abandonado al mero impulso de la sensualidad o del sentimiento algo tan grave como transmitir o no la vida humana, diciéndose erróneamente «que sea lo que Dios quiera»? ¿Acaso la pura inclinación del sentimiento o la mera gana física es más seguro intérprete de «lo que Dios quiere» que la oración, el pensamiento a la luz de la fe y la decisión de la voluntad elevada por la caridad? No. Es preciso, con la gracia de Dios, formar un juicio, es decir, tomar una decisión consciente y libre, manteniendo siempre la voluntad sujeta incondicionalmente a lo que Dios quiera.
2º) Por otra parte, los esposos han de formarse un juicio recto a la hora de discernir el número de hijos. Formarán ciertamente un juicio torcido si en tan grave cuestión se atienen a su sensualidad, comodidad o capricho; si se dejan llevar por los criterios de su familia, o de las revistas del corazón, o de ciertas series de la televisión o si se atienen a la enseñanza de maestros infieles al Magisterio apostólico; o simplemente, si se dejan llevar por lo que hace la mayoría. Pero, por el contrario, podrán formar sin duda un juicio recto si consultan con Dios en la oración y si se atienen al Evangelio, a la enseñanza de la Iglesia, al buen ejemplo de los cristianos santos del pasado y del presente, al consejo de personas prudentes; y si no olvidan nunca que la íntima ley de los cristianos es la caridad, tal como fue proclamada especialmente en la Cruz. De este modo, colaborando fielmente con la voluntad de Dios, vendrán a formar, según los casos, familias numerosas o reducidas.
–Siempre la Iglesia ha estimado las familias numerosas, como dice el Vaticano II: «son dignos de mención muy especial los [esposos]que de común acuerdo, bien meditado, aceptan con generosidad una prole más numerosa» (GS 50).
Pío XII decía: Dios cuida de estas familias «con su diaria asistencia, y si fuese necesario, con extraordinarias intervenciones». Es en ellas donde con más frecuencia se producen «las vocaciones al sacerdocio, a la perfección religiosa y a la misma santidad». Una familia numerosa, sin duda, lleva consigo no pocos esfuerzos y privaciones, pero «las múltiples fatigas, los frecuentes sacrificios, las renuncias a costosas diversiones se ven ampliamente compensadas, incluso aquí abajo», de muchas maneras. «Los numerosos hermanos ignoran el tedio de la soledad y el disgusto de verse obligados a vivir siempre entre mayores. Los niños de familias numerosas se educan como por sí solos. Y en esto el número no va en demérito de la calidad, ni en los valores físicos ni en los espirituales» (20-1-58).
El peligro demográfico, tantas veces invocado para reducir la familia, suele ser, al menos en los países más anti-conceptivos, precisamente el inverso del que se considera. Como hemos visto, el peligro real más grave en muchas naciones ricas es el del suicidio demográfico; el peligro de quedarse sin niños ni jóvenes; el peligro de una sociedad avejentada, conservadora y sin creatividad ni empuje histórico.
Y la supuesta solicitud por la mejor educación de los hijos olvida con frecuencia que, como dice Juan Pablo II, «constituye un mal mucho menor negar a los hijos ciertas comodidades y ventajas materiales, que privarles de la presencia de hermanos y hermanas, que podrían ayudarles a desarrollar su humanidad y a realizar la belleza de la vida en cada una de sus fases y en toda su variedad» (7-10-79). El hijo solo o casi solo, en el centro de la comunidad familiar, en principio, está situado en desventaja. Acostumbrado a captar la atención y el servicio de sus mayores, carente de otras referencias fraternales, fácilmente estructura una personalidad egocéntrica y vulnerable, insolidaria y triste, sin capacidad de abnegación y con dificultades de comunicacióny de colaboración. En este sentido, parece ignorarse demasiado que, de hecho, la calidad humana disminuye notablemente –en el hogar, en la escuela, en la parroquia, en el barrio– allí donde la sociedad, no por necesidades impuestas, sino por causas culpables, está mayoritariamente compuesta por hijos solos o casi solos.
–Quiere, sin embargo, a veces la Providencia divina familias reducidas. Por eso la Iglesia no es natalista a ultranza, y no obstante lo afirmado, «es consciente también, ciertamente, de los múltiples y complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su cometido de transmitir responsablemente la vida» [31].
El escaso número de hijos puede deberse en una familia concreta a causas perfectamente válidas. Dificultades sociales y económicas, deficiencias de salud psíquica y somática, problemas de vivienda o trabajo, aconsejan a veces «evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» (Humanæ vitæ 10). Incluso en una determinada nación esas causas –salarios miserables, viviendas de tamaño mínimo, carencias legislativas de protección a la familia, necesidad ineludible del trabajo femenino fuera del hogar, etc.– pueden afectar a la mayoría de los matrimonios, haciendo moralmente imposible la familia numerosa, aunque la desearan los esposos. Ahora bien, tales circunstancias deben ser experimentadas como una situación gravemente injusta. Y todos los cristianos han de poner su mayor empeño en una transformación de la sociedad que cuanto antes venga a hacer posible la familia numerosa.
Por el contrario, cuando la familia reducida es una preferencia generalizada, que no viene impuesta tanto por las circunstancias sociales sino por la actitud de las personas ante la vida, entonces es sin duda la expresión de una sociedad decadente, más orientada al tener que al ser, que huye de la cruz, y que se queda sin alegría. E indica al mismo tiempo una Iglesia local con vida escasa, esto es, con poca caridad, infecunda, porque no está suficientemente unida a Cristo Esposo.
Ahora bien, cuando los esposos, a la luz de Dios, toman responsablemente la decisión de procurar una familia reducida, incluso muy reducida, no deben hacerlo con pena y vergüenza. Si ésa es, efectivamente, la voluntad de Dios providente, ha de verse ahí entonces una forma de pobreza, como tantas otras, que debe ser asumida con humildad y alegría. Y con toda confianza, también por lo que se refiere a la educación del hijo solo o casi solo, pues es preciso esperar entonces que Dios dé gracias especiales para que esa educación no sufra detrimento, ya que «todas las cosas [todas: también la familia reducida] colaboran para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Ahora bien, ¿cómo podrán los esposos tener lícitamente relaciones íntimas sin que ello conduzca a una nueva concepción?
* * *
–La enseñanza de la Iglesia sobre la regulación de la fertilidad puede resumirse con estas palabras de Pablo VI: «esta doctrina está fundada en la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del amor conyugal: el significado unitivo [que expresa y acrecienta el amor] y el significado procreador» (Humanæ vitæ 12). Este es el principio moral clave, que puede expresarse de dos modos:
Positivamente: «la Iglesia, al mandar que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11).
Negativamente: según esto, ya por la misma ley natural, la Iglesia considera «intrínsecamente deshonesta toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación» (HV 14).
Conviene notar que quienes no admiten esta doctrina de la Iglesia suelen referirse a ella como «la doctrina de la Humanæ vitæ», como si en ella se mantuvieran unas posiciones personales –en este caso, de Pablo VI, reiterada por los Papas que le siguen–, ajenas a la tradición eclesial, y que por tanto serían modificables. Pero esto es falso. Ya Pablo VI proponía la enseñanza de la Humanæ vitæ como «la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio» (HV 28). Y también Juan Pablo II, una y otra vez, la ha confirmado como «la doctrina de la Iglesia» (Familiaris 28-35). Ésta es, en efecto, la enseñanza de Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, concilio Vaticano II, Sínodo VI de los Obispos (1980), Catecismo de la Iglesia Católica (1992: nn. 2366-2372), etc.
–La lícita regulación de la fertilidad se sujeta a dos condiciones fundamentales.
1. Causas justas, o como dice Pío XII, «serios motivos», procedentes de una indicación «médica, eugenésica, económica y social». Debe haber, «según un juicio razonable y equitativo, graves razones personales o derivadas de circunstancias exteriores» (29-10-51). En este sentido, no sería lícito evitar los hijos simplemente por comodidad, por pereza, por vanidad, por riqueza, o por otros motivos triviales o malos. El recurso a los períodos infecundos para limitar la natalidad no sería, pues, lícito entonces, si se produjera sin «causas justas».
2. Medios lícitos, que consisten en la abstinencia total o parcial. «Si para espaciar los nacimientos existen causas justas, la Iglesia enseña que entonces es lícito [abstenerse totalmente o bien] tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras, para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos, y así regular la natalidad sin ofender los principios morales» (HV 16). Esta conducta conyugal, sin duda, «respeta la conexión inseparable de los significados unitivo y procreativo de la sexualidad humana» [32].
En ocasiones, un ciclo femenino alterado puede dificultar la aplicación de ciertos métodos naturales. Entonces –nos referimos a los casos que tienen una indicación médica clara–, es lícito el uso de medicinas normalizadoras del ciclo femenino (cf. HV 15).
Son muchos los que, sin haber practicado los métodos naturales o habiéndolos aplicado sin motivazión moral suficiente o con mala técnica, tratan de desprestigiarlos. Aseguran que, además de ser casi impracticables, no son en absoluto seguros. Pero eso es falso: son seguros, y no exigen un heroísmo que los haga casi impracticables. Por supuesto que para aquellos que no tratan de amar a Dios con toda su alma, haciendo en todo su voluntad, para quienes no quieren ejercitar la virtud de la castidad, requieren estos métodos un esfuerzo irrealizable. Pero eso les ocurre con todo: la Misa dominical, por ejemplo, es para ellos un esfuerzo heroico, por encima de sus posibilidades.
En esta cuestión, como en tantas otras, es argumento muy poderoso el testimonio de la experiencia. Si se consulta a los matrimonios cristianos que, debidamente instruidos y asistidos, regulan su fertilidad lícitamente conforme a las leyes naturales y cristianas, se comprueba que suele ser muy positiva la experiencia de quienes practican la abstinencia periódica, siguiendo alguno de los métodos naturales. Para los esposos –se entiende, para los que están suficientemente motivados por su deseo de unión con Dios y de rectitud moral– suele ser un descubrimiento y una liberación. En efecto, como bien decía Pablo VI,
«esta disciplina, propia de la castidad conyugal, lejos de perjudicar el amor de los esposos, le confiere un valor humano más sublime». Los esposos, ateniéndose a esos métodos, no sólo ven crecer entre ellos el diálogo, la libertad, la intimidad del amor, sino que también «adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos» (HV 21).
–La anticoncepción ilícita consiste en el uso de de preparados químicos o mecánicos que «hacen imposible la fecundación» (HV 14), es decir, que excluyen totalmente la posibilidad de concepción. «Cuando los esposos, recurriendo a la contracepción, separan los dos significados [amor y fecundidad] que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer, y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como árbitros del designio divino, distorsionan y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, pues altera su dimensión de donación total. Se produce ahí no sólo un rechazo cierto y definido de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del mismo amor conyugal, destinado a entregarse en plenitud personal» [32].
La anticoncepción es «intrínsecamente deshonesta» (HV 14; Catecismo 2370), y no porque así lo dice la Iglesia, sino porque en ella los esposos «se atribuyen un poder que sólo a Dios pertenece, el poder de decidir en última instancia la venida de una persona humana a la existencia. Es decir, se atribuyen la facultad de ser depositarios últimos de la fuente de la vida humana, y no sólo la de ser cooperadores del poder creador de Dios. En esta perspectiva, la anticoncepción se ha de considerar objetivamente tan profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón ninguna» (Juan Pablo II, 17-9-83).
Con más razón, a no ser que haya una grave causa terapéutica, habrá que excluir «la esterilización directa, perpetua o temporal» (HV 14), que disocia totalmente amor y fecundidad.
* * *
–La castidad conyugal es hoy rechazada por el mundo, pero también por no pocos católicos, sacerdotes y laicos. Son muchos los católicos que en este grave tema han preferido la voz del mundo a la voz de Cristo y de la Iglesia. El silenciamiento o la negación de la verdad los condujo al pecado. Falsos teólogos moralistas lo justificaron, enseñándoles a pecar con «buena conciencia». Y el pecado los guardó en el error. No supieron, pues, «guardar el misterio de la fe en una conciencia pura». Y «algunos que perdieron la buena conciencia, naufragaron en la fe» (1Tim 3,9; 1,9).
El silencio sobre la grave maldad de la anticoncepción fue denunciado por el Obispo Victor Galeone, de San Agustín (Florida, USA), en una carta pastoral (15-11-2003). Él habla porque cree en la doctrina católica. «Creí, y por eso hablé; también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2Cor 4,13). Consigna primero Mons. Galeone que el divorcio se ha triplicado, las enfermedades sexuales han aumentado de 6 a 50, crece la pornografía en todos los campos, aumenta la esterilización y la reducción extrema del número de los hijos, etc. Y declara que, a su juicio, la causa principal de todos esos males está en la anticoncepción generalizada. «La práctica está tan extendida que afecta al 90% de las parejas casadas en algún momento de su matrimonio, implicando a todas las denominaciones [se refiere a todas las confesiones cristianas, también a la católica]. La gran mayoría de la gente de hoy considera la anticoncepción un tema fuera de discusión». Describe de modo impresionante el profundo y multiforme deterioro que la anticoncepción crónica produce en la vida de matrimonios y familias. Destruye y carcome desde dentro el matrimonio, lo falsifica y envilece, profanando así lo que es sagrado. Muchos problemas entre esposos, y entre padres e hijos, muchas dificultades en la educación de niños y adolescentes, aunque no se sospeche, tienen realmente en la práctica crónica de la anticoncepción una de sus causas principales, y serán por tanto insolubles mientras se persista en ella. En concreto, los padres que desobedecen a Dios tienen unos hijos insoportablemente desobedientes. No falla.
«Me temo que mucho de lo que he dicho parece muy crítico con las parejas que utilizan anticonceptivos. En realidad, no las estoy culpando de lo ocurrido en las últimas décadas. No es un fallo suyo. Con raras excepciones, los obispos y sacerdotes somos los culpables debido a nuestro silencio». Y concluye con algunas normas prácticas –estudio de la doctrina católica, confesores, homilías, cursos de preparación al matrimonio, catequesis y escuelas superiores– «para ir en contra del silencio que rodea la enseñanza de la Iglesia en esta área». No hay otro camino: reforma o apostasía.
–La verdad católica sobre la castidad conyugal debe ser afirmada con fuerza por sacerdotes y laicos católicos. Los Papas llevan medio siglo urgiendo esta necesidad. Así, el Bto. Juan Pablo II:
A los sacerdotes: «Vosotros, que como sacerdotes trabajáis en el nombre de Cristo, debéis mostrar a los esposos que cuanto enseña la Iglesia sobre la paternidad responsable no es otra cosa que el originario proyecto que el Creador imprimió en la humanidad del hombre y de la mujer que se casan, y que el Redentor vino a restablecer. La norma moral enseñada por la Humanæ vitæ y por la Familiaris consortio es la defensa de la verdad entera del amor conyugal. Convencéos: cuando vuestra enseñanza es fiel al Magisterio de la Iglesia, no enseñáis algo que el hombre y la mujer no puedan entender, incluídos el hombre y la mujer de hoy. Esta enseñanza, que vosotros hacéis sonar en sus oídos, ha sido ya, de hecho, escrita en sus corazones» (1-3-84).
A los esposos les dice el Papa igualmente que no se dejen engañar: «Entre los medios que el amor redentor de Cristo ha dispuesto para evitar ese peligro de error está el Magisterio de la Iglesia. En su nombre [en el nombre de Cristo, la Iglesia] posee una verdadera y propia autoridad de enseñanza. Por tanto, no se puede decir que un fiel ha buscado diligentemente la verdad si no tiene en cuenta lo que enseña el Magisterio de la Iglesia; o si, equiparando este Magisterio a cualquier otra fuente de conocimiento, él se constituye en su juez; o si, en la duda, sigue más bien su propia opinión o la de algunos teólogos, prefiriéndola a la enseñanza cierta del Magisterio» (12-11-88).
Los esposos que quieren vivir su matrimonio «en Cristo», deben creer que las palabras de Cristo y de la Iglesia son luz y gracia, alegría y salvación, aunque al hombre carnal le parezcan un yugo aplastante. Lo asegura Cristo mismo: «mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,30).
Cristo es el salvador del matrimonio. El matrimonio, que tantos oscurecimientos, falsificaciones y miserias ha conocido en el mundo bajo el peso del pecado y el influjo del diablo, fue purificado por Cristo de todo error y de toda culpa. La doctrina de la Iglesia sobre la unión conyugal es una doctrina «fundada en la ley natural, e iluminada y enriquecida por la Revelación divina» (HV 4). La Iglesia, cuando habla del matrimonio, sabe de lo que está hablando. Da a los hombres la enseñanza de Cristo, que restauró por su verdad y su gracia el matrimonio, tal como lo quiso Dios «al principio», y que lo elevó además por el sacramento a una dignidad sobrenatural. Queda así guardado el matrimonio santamente en la alianza sagrada que une a Cristo Esposo con la Iglesia.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía