febrero 2015

16:06
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Como muestra la foto han sido muchos los niños que han participado en este día de convivencia, oración y reflexión. Lo pasaron muy bien y salieron motivados a rezar por las vocaciones. Ojalá que alguno también descubra y siga la vocación sacerdotal cuando crezca un poco más. Como se ve las mamás de los niños no quisieron perder la ocasión de sacarles fotos, tapando un poco la mía.


11:07

cuaresma 2


Homilía para el II Domingo de Cuaresma B


Las tres lecturas de hoy nos llevan sobre la cima de una montaña. En la primera lectura es aquella del país de Moriah, lugar del sacrificio de Abraham, en el Evangelio es el Tabor, donde Jesús es transfigurado delante de sus tres discípulos más cercanos. La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, reenvía al Calvario, sobre el cual Jesús fue entregado por nosotros.


Hay algo fascinante en una montaña, aún para aquellos que no nos gusta escalar, que intuye la sensación de elevarse por encima de la llanura por encima de las personas comunes y cuyos picos, entre el aire enrarecido provocan una cierta euforia. Se conoce la atracción que estas cimas ejercitan sobre grandes alpinistas, mientras son conscientes que ponen en riesgo sus vidas. En la Biblia sin embargo la montaña es también y sobre todo el lugar del encuentro con Dios, sea en las grandes teofanías, sea simplemente en los momentos de oración silenciosa, lejos de la multitud. Es sobre la montaña que Moisés, en el corazón mismo de la nube, encuentra a Dios que le habla cara a cara como a un amigo. Y sobre el mismo monte Sinaí el profeta Elías, al término de una larga peregrinación, yendo más allá de sus miedos y descubriendo su debilidad, hace experiencia de Dios, no entre truenos, relámpagos y movimientos telúricos, sino en la “briza suave”.


Jesús, cuando quería separarse de los discípulos que lo seguían y de la muchedumbre que lo alcanzaba, para encontrase con su Padre en una plegaria silenciosa, subía la montaña, preferiblemente de noche. Un día, hacia el final de su vida, mientras comenzaba a preparar a sus discípulos para la perspectiva de su muerte violenta, conduce consigo a la montaña a sus tres discípulos predilectos: Pedro, Santiago y Juan, para asociarlos a su oración –los mismos que asociará en su oración dolorosa y lacerante en el huerto de los olivos, en Gethsemaní.


Como la cima de una montaña es el punto de contacto simbólico entre la tierra y el cielo, así la oración es el momento del encuentro del tiempo con la eternidad. Sí, la oración nos hace salir del tiempo, ella nos libera de los límites del tiempo, y nos introduce en el eterno presente de Dios, aquél eterno presente al que se refería Jesús, cuando hablaba del “Dios de Abraham, Isaac y Jacob”, que es el Dios de los vivos y de los muertos, para demostrar, precisamente, la resurrección de los muertos. La oración nos libera también de los límites geográficos. Y es así que la montaña donde Jesús conduce a sus discípulos es contemporáneamente el Tabor y el Sinaí, se encuentran simultáneamente Jesús y sus discípulos, pero también Moisés y Elías. Todos se unen en el Eterno presente del Encuentro con Dios, en la nube que esconde temporalmente las diferencias de tiempo y de espacio.


Pedro está tan satisfecho, trasportado, al punto que quiere quedarse, sin saber demasiado que le está pasando, y entonces sin saber qué decir. Lo único que sabe es que es bello, y quisiera hacer durar ese momento de profunda felicidad. La revelación que le hace el Padre es que Jesús, quien lo introdujo en aquella experiencia, asociándolo a su oración, es su Hijo: “Este es mi Hijo predilecto. Escúchenlo”. Lo que le debe decir a ellos, aquello de lo que hablaba con Moisés y Elías, es de su muerte próxima. De la experiencia que apenas han vivido, pide que no se la cuenten a nadie, hasta que el “resucite de entre los muertos”. Una experiencia que por cierto en ese momento no llegan a comprender.


La felicidad, o bendición, que los discípulos viven durante aquellos pocos instantes privilegiados, es aquella que estaba prometida a Abraham y a su descendencia, como recompensa de su obediencia radical a eso que entendían como la voluntad de Dios (primera lectura).


Isaac, hijo de Abraham, fue salvado y en su lugar fue inmolado un carnero. Jesús habiendo puesto fin a la época de los sacrificios, ha muerto el mismo por nosotros, como nos recuerda la carta a los romanos. Y está ya a la diestra del Padre, uniendo definitivamente el tiempo y la eternidad, cada vez que nosotros nos acercamos a él en la oración. Esta nos permite entrar con él en contacto con su Padre y con todos aquellos que están ya en su gloria, más allá de los límites del espacio y del tiempo en los cuales todavía nos encontramos.


Jesús en el Tabor se encuentra, en su profunda oración, con el Padre y con su misión, al aceptar la voluntad del Padre, al aceptar la cruz, se aparta por un instante el velo de su realidad de Verbo encarnado, no se produce algo que antes no había, sino que se muestra para que nosotros también encontremos el camino de la transfiguración, cada vez que nos ponemos en contacto con lo eterno al subir al monte de la oración y al aceptar nuestra vocación y misión. Que María nos ayude en esta cuaresma a ser fieles a la oración y a vivir de tal forma unidos a Dios que con Pedro exclamemos: “qué bien estamos aquí”.






Iba a escribir un relato brevísimo (ficticio) de la extensión de unas pocas líneas en la que un ángel (oculto bajo forma humana) le anticipaba a un general republicano de la guerra civil española, como él podía detener su gran ofensiva militar sin pegar un solo tiro. Para que esa ofensiva de millares de hombres no tuviera lugar, sólo necesitaba otorgar información. La información podía valer más que cantidades ingentes de hombres y armamento.


Hasta el más ateo de los mortales reconocería que si existiese Dios, podría detener una ofensiva militar incluso con una sola mariposa aleteando sobre el campo. Si eres Dios, puedes detener lo que quieras incluso con un gato, con un poco de viento o con el pasar de una página en un libro. En realidad, y os aseguro que no exagero, es posible hundir un imperio sólo con una mota de polen. Se me ocurren secuencias de acontecimientos en las que esa mota es la diferencia entre que un imperior caíga o sobreviva.


De esto se deduce otra cosa y es que Dios es tan poderoso que normalmente va a actuar a través de las cosas ordinarias y las leyes naturales de nuestro mundo. Dios está tan sobrado de poder que de ordinario no quiere trasgredir sus mismas leyes. Sin ninguna necesidad se autolimita porque quiere, porque considera que ése es el modo más sabio de actuar. Y cuando actúa de forma manifiesta y milagrosa lo hace simplemente porque quiere decir estoy aquí, no porque no pudiera lograr lo mismo por causas naturales.


Alguien me dirá que para resucitar a Lázaro era totalmente necesario ir más allá de esas leyes. Sí, pero no olvidéis que Dios podía simplemente haber evitado que Lázaro muriera.


Dado que la omnipotencia divina es admirable, siempre podemos estar tranquilos. Dios tiene en cuenta en sus planes el pecado, la iniquidad, la mezquindad, el sufrimiento, las virtudes, todo. Todo ya ha sido tenido en cuenta. Después de hacer lo que debemos hacer, sólo nos queda descansar en la seguridad de la existencia de esa Omnipotencia. El día en el que el Estado ISIS desaparecerá, ya está fijado. La hora en la que Maduro dejará de ser presidente, ya está escrita. El momento exacto en el que un capo narcotraficante comparecerá ante una justicia absoluta, perfecta e insobornable ya está decidido.




Probablemente, lo peor del sufrimiento, del tipo que sea, no es el sufrimiento en sí, sino el sentido de ese sufrimiento, el porqué.


Lo que en principio es absurdo e ilógico, y atenta contra ese instinto de vida grabado en nosotros, el sufrimiento, recibe una iluminación distinta y adquiere un sentido nuevo, una respuesta a sus interrogantes, en la contemplación del Señor crucificado. El bien vino por la cruz; la redención se obró por medio del sufrimiento del Señor, no por el dolor en sí mismo, sino por el amor entregado hasta el extremo, hasta el límite.

El sufrimiento, por Cristo, queda incluido en los planes de la redención, sólo si se vive con un amor de entrega y es ofrecido. El cristianismo tiene una palabra que ofrecer para vivir el misterio doloroso del sufrimiento:



"En el sufrimiento humano hay una certeza que debería darle consuelo y hacerlo tolerable, y es que el sufrimiento no es inútil... Entre las grandes maravillas llevadas a cabo por el cristianismo está también la de haber enseñado a sufrir con paciencia y a descubrir tesoros de humanidad y gracia en el dolor y la desdicha" (Pablo VI, Audiencia general, 17-mayo-1978).



La Cruz del Señor, como siempre, es la clave de comprensión de todo; en ella se encuentra una sabiduría que parece locura para el mundo y escándalo para quien conoce a Dios sólo de oídas, sin experiencia real.


Cristo ilumina el sufrimiento con su cruz y le concede un valor infinito y redentor; entonces el propio sufrimiento queda iluminado, transformado y redimido, sumando además la cercanía personal del Señor, siempre compasivo, con quien sufre.


"Comprende esto al menos, hombre que sufres: nadie como Cristo se ha hecho intérprete de la justicia debida a tu dolor, a tu necesidad, a tu inferioridad, a tu miseria... ¿Comprendes? El dolor -escúchalo- ya no es inútil. Ya no es sólo pérdida y desgarro de la vida. Cristo lo ha convertido en moneda válida, enprecio de rescate, en prenda de resurrección y de vida. Ha conferido un sentido secreto y una poderosa virtud al sufrimiento humano, con tal de que esté asociado a su pasión. Confortado por Cristo, hombre que sufres, puedes ser incluso un confortador" (Pablo VI, Discurso en el Via Crucis, 31-marzo-1972).



Este es el anuncio del Evangelio del sufrimiento. ¿No habrá que proclamarlo, gritarlo? El Evangelio ilumina y transforma las situaciones humanas situándolas en un orden de salvación. Silenciarlo por un lenguaje moralista, "liberador", sociológico, empobrece la riqueza del Misterio de la salvación. Proclamarlo es ofrecer una respuesta a quienes sufren y buscan.



00:46

amad a vuestros enemigos 2


SÁBADO DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA


Primera lectura


Lectura del libro del Deuteronomio (26,16-19):

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Hoy te manda el Señor, tu Dios, que cumplas estos mandatos y decretos. Guárdalos y cúmplelos con todo el corazón y con toda el alma. Hoy te has comprometido a aceptar lo que el Señor te propone: Que él será tu Dios, que tú irás por sus caminos, guardarás sus mandatos, preceptos y decretos, y escucharás su voz. Hoy se compromete el Señor a aceptar lo que tú le propones Que serás su propio pueblo, como te prometió, que guardarás todos sus preceptos, que él te elevará en gloria, nombre y esplendor, por encima de todas las naciones que ha hecho, y que serás el pueblo santo del Señor, como ha dicho.»


Palabra de Dios



Salmo


Sal 118,1-2.4-5.7-8

R/. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor


Dichoso el que, con vida intachable,

camina en la voluntad del Señor;

dichoso el que, guardando sus preceptos,

lo busca de todo corazón. R/.


Tú promulgas tus decretos

para que se observen exactamente.

Ojalá esté firme mi camino,

para cumplir tus consignas. R/.


Te alabaré con sincero corazón

cuando aprenda tus justos mandamientos.

Quiero guardar tus leyes exactamente,

tú, no me abandones. R/.



Evangelio de hoy


Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,43-48):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.»


Palabra del Señor



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1. «Te has comprometido con el Señor a ir por sus caminos». La idea del camino describe bien nuestra vida. Moisés se lo dice hoy a su pueblo. A nosotros, en la Cuaresma, se nos recuerda de un modo más explícito que los cristianos tenemos un camino propio, un estilo de vida, el que nos traza la palabra revelada de Dios, que escuchamos cada día.


Son las exigencias internas de la Alianza: nosotros tenemos que portarnos como el pueblo de Dios, siguiéndole sólo a él. Dios, por su parte, nos promete ser nuestro Dios, ayudarnos, hacer de nosotros el «pueblo consagrado», elegido, que da testimonio de su salvación en medio del mundo.


Es el único camino que lleva a la salvación. A la felicidad. A la Pascua. Dios nos es siempre fiel. Nosotros también debemos serle fieles y cumplir su voluntad «con todo el corazón y con toda el alma».


2. El evangelio de hoy nos pone delante un ejemplo muy concreto de este estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Jesús nos presenta su programa: amar incluso a nuestros enemigos.


El modelo, esta vez, es Dios mismo (otras veces se presenta Jesús como el que ha amado de veras; esta vez nos propone a su Padre). Dios ama a todos. Hace salir el sol sobre malos y buenos. Manda la lluvia a justos e injustos. Porque es Padre de todos. Así tenemos que amar nosotros. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo».


3. Varias veces ha aparecido en la primera lectura la palabra «hoy». Es a nosotros a quienes interpela esta palabra, para que en esta Cuaresma, la de este año concreto, revisemos si el camino que llevamos es el que Dios quiere de nosotros o tenemos que reajustar nuestra dirección.


Si los del AT podían sentirse urgidos por esta llamada, mucho más nosotros, los que vivimos según la Nueva Alianza de Cristo: nuestro compromiso de caminar según Dios es mayor. De modo que pueda decirse también de nosotros, con el salmo de hoy: «dichoso el que camina en la voluntad del Señor… ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas».


Hoy tenemos que recoger, en concreto, la difícil consigna de Cristo: amar a los enemigos. Su lenguaje es muy claro y concreto (demasiado para nuestro gusto): «si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis?… si saludáis sólo a vuestro hermano, ¿qué hacéis de extraordinario?».


¿Somos de corazón ancho? ¿amamos a todos, o hacemos selección según nuestro gusto o nuestro interés? Según el termómetro que nos propone Jesús, ¿podemos decir que somos hijos de ese Padre que está en el cielo y que ama a todos?


Es arduo el programa. Pero la Pascua a la que nos preparamos es la celebración de un Cristo Jesús que se entregó totalmente por los demás: también a él le costó, pero murió perdonando a los que le habían llevado a la cruz, como perdonó a Pedro, que le había negado. Ser seguidores suyos es asumir su estilo de vida, que es exigente: incluye el ser misericordiosos entregados por los demás, y poner buena cara incluso a los que ni nos saludan.


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Para meditar con el Papa emérito.


Con la oración del sábado volvemos al principio de la semana. El centro de esta oración es la palabra «Converte». Aparece así de nuevo el hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma: la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida.


1. Como en la oración del lunes, también en este texto es la conversión un don, es gracia: le pedimos a Dios el don de la conversión. Hallamos un matiz nuevo en la invocación del principio: «Pater aeterne». La oración señala la dirección de la conversión: queremos volver a la casa del Padre; la conversión es un retorno. En la conversión buscamos al Padre, la casa del Padre, la patria. Con estas palabras, la oración alude a la descripción clásica del camino de la conversión, a la parábola del hijo pródigo. El joven de la parábola no se limita a emigrar solamente; su alma, y no sólo su cuerpo, vive en una «tierra lejana». Víctima de su arrogancia, perdida la verdad de su ser, se ha exiliado, ha salido fuera de la casa paterna. Olvidado de Dios y de sí mismo, vive lejos del Padre, en la «regio disimilitudinis», como dicen los Padres; en las tinieblas de la muerte. La vida fuera de la verdad es camino que conduce a la muerte. En consecuencia, también el retorno a la patria comienza por una peregrinación interior: el hijo encuentra de nuevo la verdad. «Semejante visión en la verdad constituye la auténtica humildad», dice la encíclica Dives in misericordia (IV, 6). Este viaje interior llega a su término en la confesión: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». La conversión es un «obrar la verdad», afirma San Agustín, interpretando a San Juan: «El que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión; en la confesión venimos a la luz; en la confesión, que ya se ha hecho realidad en tierra lejana, el hijo cubre la distancia, salva el abismo que le separa de la patria; en virtud de la confesión entra de nuevo en la verdad y, en consecuencia, en el amor del Padre, el cual ama la verdad, es la verdad: el amor del Padre abre definitivamente las puertas de la verdad.


Al meditar esta parábola, no debemos olvidar la figura del hijo mayor. En cierto sentido, no es menos importante que el hijo más joven, de suerte que se podría hablar también -y acaso fuera más acertado- de la parábola de los dos hermanos. Con la figura de los dos hermanos, el texto se sitúa en la estela de una larga historia bíblica, que se inicia con el relato de Caín y Abel, continúa con los hermanos Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y es interpretada de nuevo en diferentes parábolas de Jesús. En la predicación de Jesús, la figura de los dos hermanos refleja, ante todo, el problema de la relación Israel-paganos. En esta parábola, es fácil descubrir el mundo pagano en la figura del hijo más joven, que ha dilapidado su vida lejos de Dios. La carta a los Efesios, por ejemplo, dice a los paganos: «Vosotros, que estabais lejos» (2,17). La descripción de los pecados del mundo pagano en el primer capítulo de la carta a los Romanos parece evocar los vicios del hijo pródigo. Por otra parte, no es difícil ver en el hijo mayor al pueblo elegido, a Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre. Es Israel el que expresa su amargura en el momento de la vocación de los paganos, que están exentos de las obligaciones de la Ley: «Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos» (Lc 15,29). Es Israel el que se indigna y se niega a participar en las bodas del hijo con la Iglesia. La misericordia de Dios invita a Israel, suplica a Israel que entre, con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son» (v.31).


Pero es todavía más amplio el significado de este hermano mayor. En cierto sentido, representa al hombre fiel; es decir, representa a aquellos que se han mantenido al lado del Padre y no han transgredido sus mandamientos. Con la vuelta del pecador se enciende la envidia, aparece el veneno hasta entonces oculto en el fondo de sus almas. ¿Por qué esta envidia? La envidia revela que muchos de estos «fieles» ocultan también en su corazón el deseo de la tierra lejana y de sus promesas. La envidia muestra que semejantes personas no han llegado a comprender realmente la belleza de la patria, la felicidad que se expresa en las palabras «todos mis bienes tuyos son», la libertad del que es hijo y propietario; así se hace patente que también ellos desean secretamente la felicidad de la tierra lejana; que, con el deseo, han salido ya hacia esa tierra, y no lo saben ni lo quieren reconocer. La pérdida de la verdad es en este caso muy peligrosa: no se percibe la urgencia de la conversión. Y, a lo último, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera. Este es el sentido de estas palabras tremendas: «Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros obrados en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,23-24).


La figura del hermano mayor nos obliga a hacer examen de conciencia; esta figura nos hace comprender la reinterpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña. No sólo nos aleja de Dios el adulterio exterior, sino también el interior; se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo. salir de ella. De este modo comprendemos también la «abundancia», la estructura de la justicia cristiana, cuya piedra de toque es el «no» a la envidia, el «sí» a la misericordia de Dios, la presencia de esta misericordia en nuestra misericordia fraterna.


2. Con esta observación volvemos a la oración del día: «Ad te corda nostra, Pater aeterne, converte, ut nos tuo cultui praestes esse dicatos», o, como dice el texto originario del Sacramentarium Leonianum, «tuo cultui subjectos». El objetivo principal del retorno, de la conversión, es el culto. La conversión es el descubrimiento de la primacía de Dios. «Operi Dei nihil praeponatur»; este axioma de San Benito no se refiere únicamente a los monjes, sino que debe constituirse en regla de vida para todo hombre. Donde se reconoce a Dios con todo el corazón, donde se tributa a Dios el honor debido, también el hombre halla su centro. La definición, tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad. El texto originario expresa con toda claridad esta jerarquía de la vida humana: «Quia nullis necessariis indigebunt, quos tuo cultui praestiteris esse subiectos». En estas palabras de la liturgia se escucha el eco del mandato de Jesús: «Buscad primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33). ATEISMO HUMANIZACION: Es ésta una regla que me parece sumamente importante en la situación que vivimos hoy. Ante la miseria ingente que sufren tantos países del Tercer Mundo, muchos, incluso buenos cristianos, piensan que hoy ya no es posible atenerse a este mandato; piensan que ha de diferirse durante un cierto tiempo el anuncio de la fe, el culto y la adoración, y tratar primero de dar solución a los problemas humanos. Pero con semejante inversión crecen los problemas, se incrementa la miseria. Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad, se cae en la tentación del diablo en el desierto y, a la postre, no se salva al hombre, sino que se le destruye.


El nuevo texto de la oración pone de relieve esta verdad, con un matiz diferente: «Converte nos, ut unum necessarium semper quaerentes et opera caritatis exercentes tuo cultui praestes esse dicatos». Se subraya la primacía de Dios aludiendo al relato de Marta y María: «Porro unum est necessarium» (Lc 10,42). La principalidad de Dios, el estar con el Señor, la escucha de su palabra, el «buscad primero el reino de Dios», continúa siendo de este modo el núcleo y centro del texto. Pero, al añadir «opera caritatis exercentes», se aclara que el amor y el trabajo para la renovación del mundo brotan de la palabra, brotan de la adoración.


3. Una última observación. Según la tradición de la Iglesia, la primera semana de Cuaresma es la semana de las Cuatro Témporas de primavera. Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.


Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus». La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somoS «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio.


El viernes es el día de los Apóstoles. En calidad de «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» somos «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 2,19-20). Sólo hay verdadero sacerdocio, sólo podemos construir el templo vivo de Dios en el contexto de la sucesión apostólica, de la fe apostólica y de la estructura apostólica. Las ordenaciones mismas tienen lugar en la noche del sábado hasta la mañana del domingo en la basílica de San Pedro. Así expresa la Iglesia la unidad del sacerdocio en la unidad con Pedro, del mismo modo que Jesús, al principio de su vida pública, llama a Pedro y a sus «socios» (Lc 5,10), luego de haber predicado desde la barca de Simón. La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita:


«Perpetuo, Domine, favore prosequere, quos reficis divino mysterio, et quos imbuisti caelestibus institutis, salutaribus comitare solaciis».


Oramos «por Cristo nuestro Señor». Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).


JOSEPH RATZINGER

EL CAMINO PASCUAL

BAC POPULAR

MADRID-1990
.Págs. 59-65





00:10


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús dice que “la justicia2 del cristiano debe ser “superior a la de fariseos y escribas”, de lo contrario, no entrará en el Reino de los cielos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, a diferencia del Antiguo Testamento, en el que los integrantes del Pueblo de Dios debían ser justos –es decir, santos-, porque su Dios era justo, santo, así también los cristianos, que forman el Nuevo Pueblo Elegido. Pero la diferencia radica en que, en el Antiguo Testamento, la presencia de Dios era extrínseca y se limitaba a determinados momentos; ahora, a partir de Jesucristo, que por medio de su sacrificio y muerte en cruz, donará su gracia por medio de los sacramentos, la Presencia de Dios no será extrínseca, sino intrínseca, puesto que por la gracia, Dios Uno y Trino inhabitará en el alma en gracia; y esa Presencia no se limitará a ciertos momentos, sino que durará tanto tiempo cuanto el alma esté en gracia. Es decir, por la gracia, Dios Trino inhabita en el alma del justo, lo cual es lo mismo que decir que el alma en gracia está en presencia de Dios todo el tiempo. Esto explica que la “justicia”, es decir, santidad, del cristiano, deba ser “mayor que la de los fariseos”, puesto que delante de Dios, que es la santidad en sí misma, no puede subsistir no solo la más pequeña maldad, sino que no puede subsistir ni siquiera la más pequeña imperfección. El don de la gracia, que hace que el alma esté delante de Dios, aquí en la tierra, de modo análogo a como lo están los ángeles y los santos en el cielo, es lo que determina que el cristiano no solo no deba cometer pecados veniales, sino que deba ser “perfecto, como el Padre celestial es perfecto”.




00:04


“Si la justicia de ustedes no es superior a la de escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús dice que “la justicia2 del cristiano debe ser “superior a la de fariseos y escribas”, de lo contrario, no entrará en el Reino de los cielos. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que, a diferencia del Antiguo Testamento, en el que los integrantes del Pueblo de Dios debían ser justos –es decir, santos-, porque su Dios era justo, santo, así también los cristianos, que forman el Nuevo Pueblo Elegido. Pero la diferencia radica en que, en el Antiguo Testamento, la presencia de Dios era extrínseca y se limitaba a determinados momentos; ahora, a partir de Jesucristo, que por medio de su sacrificio y muerte en cruz, donará su gracia por medio de los sacramentos, la Presencia de Dios no será extrínseca, sino intrínseca, puesto que por la gracia, Dios Uno y Trino inhabitará en el alma en gracia; y esa Presencia no se limitará a ciertos momentos, sino que durará tanto tiempo cuanto el alma esté en gracia. Es decir, por la gracia, Dios Trino inhabita en el alma del justo, lo cual es lo mismo que decir que el alma en gracia está en presencia de Dios todo el tiempo. Esto explica que la “justicia”, es decir, santidad, del cristiano, deba ser “mayor que la de los fariseos”, puesto que delante de Dios, que es la santidad en sí misma, no puede subsistir no solo la más pequeña maldad, sino que no puede subsistir ni siquiera la más pequeña imperfección. El don de la gracia, que hace que el alma esté delante de Dios, aquí en la tierra, de modo análogo a como lo están los ángeles y los santos en el cielo, es lo que determina que el cristiano no solo no deba cometer pecados veniales, sino que deba ser “perfecto, como el Padre celestial es perfecto”.




23:52

No me llaméis "blog". Soy un globo que vuela a su aire, se renueva cada día y admite toda clase de pasajeros con tal que sean respetuosos y educados. Me pilota desde hace algunos años un cura que trata de escribir con sentido sobrenatural, con sentido común y a veces con sentido del humor.



17:01
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Provechoso retiro el que hemos tenido los sacerdotes en esta mañana cuaresmal. Estas son algunas de las cuestiones que nuestro Obispo nos ha planteado para que las meditemos en la presencia de Dios:


Ante el Señor que conoce lo más íntimo de nuetro corazón y ante quien nada podemos ocultar; ante el Señor, Dios y Salvador nestro, repasemos nuestra vida y examinemos nuestra conciencia viendo en qué fallamos para pedir perdón a Dios y al hermano:


¿Me siento gozosamente ligado a la parroquia o me siento ceñido a ella como a un duro y pesado yugo que debo llevar sobre mis hombros?


¿Me entrego a ella, a toda la gente, con generosidad?


¿Rezo por todos los feligreses que me han sido confiados?


¿Permito que entren en mis oídos y en mi corazón las críticas, las maledicencias?


¿Soy instrumento de comunión o quizá siembro división, desorientación, malestar o rechazo?


Gracias, Don Juan José, por su predicación, su ejemplo y su ánimo.


13:07

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VIERNES DE LA PRIMERA SEMANA DE CUARESMA


Libro de Ezequiel 18,21-28.


Pero si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, seguramente vivirá, y no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada: a causa de la justicia que ha practicado, vivirá. ¿Acaso deseo yo la muerte del pecador -oráculo del Señor- y no que se convierta de su mala conducta y viva? Pero si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado, ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada: a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá. Ustedes dirán: “El proceder del Señor no es correcto”. Escucha, casa de Israel: ¿Acaso no es el proceder de ustedes, y no el mío, el que no es correcto? Cuando el justo se aparta de su justicia, comete el mal y muere, muere por el mal que ha cometido. Y cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido, para practicar el derecho y la justicia, él mismo preserva su vida. El ha abierto los ojos y se ha convertido de todas las ofensas que había cometido: por eso, seguramente vivirá, y no morirá.


Salmo 130,1-8.


Canto de peregrinación. Desde lo más profundo te invoco, Señor,

¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria.

Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir?

Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido.

Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra.

Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora,

espere Israel al Señor, porque en él se encuentra la misericordia y la redención en abundancia:

él redimirá a Israel de todos sus pecados.


Evangelio según San Mateo 5,20-26.


Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos. Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.


Extraído de la Biblia, Libro del Pueblo de Dios.


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1. Hoy, viernes, las lecturas bíblicas nos invitan a pensar en nuestra conversión cuaresmal, porque también en nuestra vida puede darse el pecado.


Se nos recuerda que cada uno es responsable de sus propias actuaciones: no vale echar la culpa a los antepasados o a la sociedad o a los otros. En otras ocasiones se nos pone delante el carácter colectivo y comunitario de nuestras acciones, pero esta vez Ezequiel personaliza claramente tanto el pecado como la conversión.


Dios quiere la conversión de cada uno y que cada persona viva según sus caminos. Si un pecador se convierte, lo que importa es esto, y Dios no tendrá en cuenta lo anterior. Pero, por desgracia, también puede pasar lo contrario: que uno que llevaba buen camino caiga en la dejadez y se haga pecador, y también aquí lo que cuenta es la actitud que ha asumido ahora.


Por parte de Dios una cosa es clara: lo suyo no es castigar y estar espiando nuestra falta, sino que quiere que todos se conviertan de sus caminos y vivan, y está siempre dispuesto a acoger al que vuelve a él. Es lo que subraya más el salmo de hoy: «de ti procede el perdón… del Señor viene la misericordia y él redimirá a Israel de todos sus delitos».


2. Es un programa exigente el que Jesús nos propone para la conversión pascual: que nuestra santidad sea más perfecta que la de los fariseos y letrados, que era más bien de apariencias y superficial.


«Oísteis… pero yo os digo». No podemos contentarnos con «no matar», sino que hemos de llegar a «no estar peleado con el hermano» y a no insultarle. La conversión de las actitudes interiores, además de los hechos exteriores: los juicios, las intenciones, las envidias y rencores.


No sólo reconciliarse con Dios, sino también con el hermano. Y, si es el caso, dar prioridad a este entendimiento con el hermano, más incluso que a la ofrenda de sacrificios a Dios en el altar.


3. Ambas lecturas nos pueden hacen pensar un poco en nuestro camino de Cuaresma hacia la nueva vida pascual.


Nos urgen a convertirnos. Porque todos somos débiles y el polvo del camino se va pegando a nuestras sandalias. Convertirnos significa volvernos a Dios.


El peligro que señalaba Ezequiel también nos puede acechar a nosotros. ¿Tenemos la tendencia a echar la culpa de nuestra flojera a los demás: a la sociedad neopagana en que vivimos, a la Iglesia que es débil y pecadora, a las estructuras, al mal ejemplo de los demás? Es verdad que todo eso influye en nosotros. Pero no hacemos bien en buscar ahí un «alibi» para nuestros males. Debemos asumir el «mea culpa», dándonos claramente golpes en nuestro pecho (no en el del vecino). Sí, existe el pecado colectivo y las estructuras de pecado de las que hablaba san Juan Pablo II en sus encíclicas sociales, y hoy el papa Francisco frecuentemente denuncia. Pero cada uno de nosotros es pecador y tenemos nuestra parte de culpa y debemos volvernos hacia Dios en el camino de la Pascua.


En concreto, lo que más nos puede costar es precisamente lo que señala Jesús en el evangelio: el amor al prójimo. No estar peleado con él y, si lo estamos, reconciliarnos en esta Cuaresma. ¿Cómo podremos celebrar con Cristo la Pascua, el paso a la nueva vida, si continuamos con los viejos rencores con los hermanos? «Ve primero a reconciliarte con tu hermano». No esperes a que venga él: da tú el primer paso. Cuaresma no sólo es reconciliarse con Dios, sino también con las personas con las que convivimos. En preparación a la Pascua deberíamos tomar más en serio lo que se nos dice antes de la comunión en cada Misa: «daos fraternalmente la paz».


Hoy sería bueno que rezáramos por nuestra cuenta, despacio, el salmo 129: «desde lo hondo a ti grito, Señor…», diciéndolo desde nuestra existencia pecadora, sintiéndonos débiles, pero confiando en la misericordia de Dios, y preparando nuestra confesión pascual.


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Seguimos meditando con el papa emérito:


La liturgia de la palabra propia de este día es una catequesis sobre la justicia cristiana, una respuesta a la pregunta: ¿Quién es justo a los ojos de Dios? ¿Cómo podemos ser justificados? De esta suerte, se nos ofrece también la respuesta a la cuestión de la ley, la definición de la ley nueva, de la ley de Cristo y de la relación que media entre ley y espíritu, todo ello comprendido en la unidad de la salvación, en la que se da ciertamente progreso, purificación y ahondamiento, pero que no se halla sujeta a ningún género de dialéctica antagónica. I


La catequesis comienza con la lectura del profeta Ezequiel, que representa un gran avance en el desarrollo de la idea bíblica de justicia. Son dos los elementos que me parecen importantes:


1. También el Dios del Antiguo Testamento es un Dios de amor, un verdadero Padre para sus criaturas. Este Dios es la vida; la muerte, pues, viene a contradecir frontalmente la realidad misma de Dios. Dios no puede querer su contrario. En consecuencia, también para su criatura es Dios un Dios de vida. La muerte de la criatura es -hablando en términos humanos- un fracaso para Dios, un alejarse de El. Por esta razón, Dios quiere la vida para su criatura, no el castigo; quiere para ella la vida en su sentido más pleno: la comunicación, el amor, la plenitud del ser la participación en el gozo de la vida, en la gracia del ser.


«¿Quiero yo acaso la muerte del impío, dice el Señor Dios, y no que se convierta de su mal camino y viva?» (Ez 18,23). Escuchemos al mismo Dios, que nos habla con la voz del profeta Oseas: «¿Cómo podría abandonarte, Efraím? ¿Cómo he de entregarte, Israel?… Mi corazón se ha vuelto contra mí, a una se han conmovido mis entrañas. No llevaré a efecto el ardor de mi cólera.., porque yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti, y no me complazco en destruir» (Os 11,8-9).


En este texto maravilloso encontramos dos palabras clave de la soteriología bíblica: a) La compasión de Dios: en San Bernardo de Claraval hallamos la expresión plenamente lograda del testimonio bíblico: «Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis. Deus non potest pati, sed compati» (In Cant. cant. 26,5: PL 183,906). El santo Doctor resuelve así, con los Padres de la Iglesia, el problema de la apátheia de Dios: hay una pasión en Dios; el amor, el amor hacia el hombre caído, es compasión y misericordia. Aquí reside el fundamento teológico de la pasión de Jesús, de toda la soteriología.


b) El corazón de Dios: «Mi corazón se ha vuelto contra mí» (Os 11, 08). Por una parte, Dios ha de restablecer el derecho; ha de castigar el pecado de acuerdo con su verdad; pero, por otra parte, «mi corazón se ha vuelto contra mí»: el Dios de la vida, el esposo de Israel, no puede destruir la vida, no puede dar rienda suelta al ardor de su cólera y, de este modo, se vuelve contra sí mismo. En este texto se dibuja ya el misterio del corazón abierto del Hijo, el misterio de Dios que, en el Hijo, carga sobre sí la maldición de la ley para liberar y justificar a su criatura. No es exagerado decir que estas palabras que nos hablan del corazón de Dios constituyen un primer e importante fundamento de la devoción al Sagrado Corazón.


Hay una línea directa que conduce desde Ezequiel y Oseas al Evangelio de San Juan: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (3,16), y a la realización de estas otras palabras: «Uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua» (19, 34).


Si en esta etapa de nuestra reflexión queremos hallar ya una respuesta a la pregunta sobre cuál es la medida de la justicia según estos textos, podríamos decir: puesto que Dios es esencialmente vida, le correspondemos comprometiéndonos en favor de la vida, luchando contra el dominio de la muerte, contra todas sus emboscadas; en una palabra: entregándonos al servicio de la vida en su sentido más pleno, al servicio del reino de la verdad y del amor.


El segundo punto importante del texto de Ezequiel es el personalismo claro y decidido que en él aparece. Este texto significa la plena superación de todo género de colectivismo arcaico, en el que los individuos, inevitablemente, forman parte del clan, del grupo social al que pertenecen, de manera que no pueden aspirar a un destino personal distinto del que tiene el clan. Descubrimos aquí la emancipación, la liberación de la persona en virtud de su destino único y singular. Esta liberación, el descubrimiento de la unicidad de la persona, es el corazón de la libertad. Esta liberación es el fruto de la fe en Dios-persona, o mejor aún: esta liberación proviene de la revelación de Dios-persona. La liberación, y con ella la libertad misma desaparece -no al instante, por supuesto, pero sí con una lógica implacable- cuando este Dios se pierde de vista en el mundo. Este Dios no es -como dicen los marxistas- instrumento de esclavitud; la historia nos enseña exactamente lo contrario: el valor indestructible de la persona humana depende de la presencia de un Dios personal.


Dios nos ama como personas; Dios nos llama con un nombre personal, conocido únicamente por El y por aquel que recibe su llamada. Es de lamentar que en el nuevo leccionario falte el versículo 20 del capítulo 18 de Ezequiel, que expresa la esencia de este nuevo personalismo profético: «El alma que pecare, ésa morirá; el hijo no llevará sobre sí la iniquidad del padre, ni el padre la del hijo» (Ez 18, 20). Este texto halla su acento específico en el segundo viernes de Cuaresma. El viernes nos trae siempre el recuerdo del día en que muere Jesús, y los viernes de Cuaresma acentúan este recuerdo, orientan las almas, semana tras semana y con una intensidad cada vez mayor, hacia el momento de la Redención. «El alma que pecare, ésa morirá»; con esta sentencia, Dios rechaza el principio de la venganza y lo sustituye por una justicia estrictamente personal (también la sentencia «ojo por ojo y diente por diente» [Mt 05, 38] se halla incluida en esta historia de la superación de la venganza colectiva).


«El alma que pecare, ésa morirá». En el Viernes Santo, el corazón de Dios se volverá contra sí mismo, y el único sin pecado, el Hijo encarnado, morirá por nosotros. Esta muerte voluntaria del inocente por nosotros pecadores no significa renuncia al personalismo profético, sino que expresa su máxima hondura; esta muerte es la «abundancia» de la justicia nueva, de la que nos habla el evangelio de este día. «El alma que pecare, ésa morirá». Hoy, viernes de Cuaresma, miremos a «aquel a quien traspasaron» (Zac 12,10), a aquel que murió sin pecado y murió por nosotros. En el espejo de sus llagas vemos nuestros pecados y vemos también su nombre, la abundancia de la justicia divina. Con su muerte, el Hijo no destruye la justicia; muere para salvarla. Su justicia es de tal modo abundante, que alcanza también para nosotros, pecadores.


II


Detengámonos un poco más en el evangelio de este día. Su palabra-clave, la clave del entero Sermón de la Montaña, es la palabra «abundancia», que ya hemos mencionado. «Nisi abundaverit iustitia vestra plus quam scribarum et pharisaeorum, non intrabitis in regnum caelorum» (Mt 5,20). La nueva justicia del Nuevo Testamento no viene simplemente a superar la justicia precristiana; no es una mera añadidura de obligaciones nuevas a las ya existentes; esta justicia tiene una estructura nueva, la estructura cristológica, la estructura de la abundancia, cuyo centro se revela en la palabra «por»: «el cuerpo entregado por vosotros», «la sangre derramada por vosotros».


A fin de esclarecer el significado de esta expresión, meditemos brevemente sobre dos importantes milagros de Jesús. En el episodio del milagro de la multiplicación de los panes se nos dice que «sobraron siete cestos» (Mc 08, 08). Y es que una de las intenciones centrales del relato de la multiplicación de los panes es polarizar la atención en la idea y en la realidad de la sobreabundancia, de aquello que supera el nivel de lo necesario. Nos viene de inmediato a la memoria el recuerdo de un milagro semejante que nos ha sido transmitido por la tradición joannea: la transformación del agua en vino en las bodas de Caná (Jn 2,1-11). No aparece aquí el término «abundancia», pero no por ello es menos real la presencia de su sentido: de acuerdo con los datos del Evangelio, el vino milagroso alcanza la medida, verdaderamente exorbitante para una fiesta privada, ¡de 400-700 litros! Además, ambos relatos, en la mente de los evangelistas, hacen referencia a la figura central del culto cristiano que es la Eucaristía, y la presentan como sobreabundancia típicamente divina: la sobreabundancia como expresión y lenguaje del amor. Dios no da cualquier cosa. Dios se da a sí mismo. Dios es abundancia porque es amor: Dios, en Jesucristo, es enteramente «para-nosotros», y así manifiesta su verdadera divinidad. La abundancia -la Cruz- es el verdadero signo del Hijo.


Vemos así que la medida de la justicia, según el Sermón de la Montaña, es la medida cristológica: el Hijo. Aunque el Sermón de la Montaña no habla explícitamente del Hijo, es una enseñanza profundamente cristológica en su estructura misma, de tal manera que se hace incomprensible si se prescinde de la clave de la cristología. Justicia abundante no significa incremento de la casuística y de las leyes. Justicia abundante es justicia según el modelo del Señor; es la justicia del seguimiento de Jesús. O con otras palabras: justicia abundante es una justicia íntimamente caracterizada por el principio «per». El cristiano se sabe pecador y necesitado del perdón divino. Sabe que vive del amor del «Hijo de Dios, que amó y se entregó por mí» (Gá 02, 20). No busca la autoperfección como una especie de defensa contra Dios; no busca autorrealizarse y ser el arquitecto de su propia vida, hasta el punto de no sentir necesidad alguna del amor y del perdón de los demás. Al contrario, el cristiano acepta esta necesidad, acepta la gracia, y aceptándola, se libera de sí mismo, se hace capaz de darse a sí mismo, de dar lo no-necesario, a semejanza de la generosidad divina. Así se establece en el gozo de la abundancia, en la libertad de los redimidos.


Todos los otros contenidos del evangelio de este día no son más que ejemplificación del principio de la abundancia: la interpretación cristiana del decálogo, que no es abolición, sino plenitud de la Ley y de los Profetas (Mt 5,17).


Una última observación a propósito de la estructura cristológica del Sermón de la Montaña. La antítesis: «… se dijo a los antiguos, pero yo os digo», nos viene a indicar el sentido de la nueva legislación predicada por Jesús en este nuevo Sinaí. Con estas palabras, Jesús se revela como el nuevo y verdadero Moisés, con el que se inicia la nueva alianza, el cumplimiento de la promesa que Dios hizo a los Padres: «El Señor, tu Dios, te suscitará de en medio de ti, de entre tus hermanos, un profeta como yo; a él le oirás» (Dt 18,15). Las palabras que hallamos al final del Deuteronomio, palabras que suenan como el lamento de un Israel afligido, como una plegaria urgente para que Dios se acuerde de su promesa: «No ha vuelto a surgir en Israel el profeta semejante a Moisés, con quien cara a cara tratase Yahveh» (Dt 34,10), estas palabras llenas de tristeza y de resignación son superadas por el gozo del Evangelio. Ha surgido el nuevo Profeta, aquel cuyo distintivo es tratar con Dios cara a cara. La antítesis respecto a Moisés implica esta sublime realidad; implica que lo esencial del nuevo Profeta es este hablar con Dios cara a cara, en calidad de amigo.


Pero, según este pasaje evangélico, Cristo es más que un Profeta, más que un nuevo Moisés. Para «ver» este anuncio del Evangelio debemos concentrar en su lectura toda nuestra atención. La antítesis no es «Moisés dijo», «yo digo»; la antítesis es «se dijo», «Yo digo». Esta pasiva «se dijo» es la forma hebraica de velar el nombre de Dios. Para evitar el santo nombre y también la palabra «Dios» se usa la voz pasiva, y todos saben que el sujeto que no se nombra es Dios. En nuestra lengua, pues, la antítesis debe traducirse así: «Dios dijo a los antiguos, pero yo os digo». Esta afirmación corresponde exactamente a la realidad histórica y teológica, porque el Decálogo no fue palabra de Moisés, sino palabra de Dios, de quien Moisés fue únicamente mediador. Si meditamos en este resultado descubrimos algo inaudito: la antítesis es «Dios dijo». «Yo digo»; en otras palabras: Jesús habla al mismo nivel de Dios; no solamente como un nuevo Moisés, sino con la misma autoridad de Dios. Este «Yo» es un Yo divino. No faltan incluso exegetas protestantes que afirman que no es posible otra interpretación y que estas palabras no pueden haber sido inventadas por la comunidad primitiva, que se inclinaba más bien a mitigar los contrastes. Dios dijo a los antiguos; el mismo Dios no nos dice algo distinto en el Yo de Cristo, sino algo nuevo: «Lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17) El Señor del Sermón de la Montaña es el mismo al que se refiere San Pablo con estas palabras; el mismo del que habla el Apocalipsis de San Juan: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). La oración después de la comunión de este día está en consonancia con estos testimonios: «Señor, que esta eucaristía nos renueve para que, superando nuestra vida caduca, lleguemos a participar de los bienes de la redención».


JOSEPH RATZINGER

EL CAMINO PASCUAL

BAC POPULAR MADRID-1990
.Págs. 51-58




04:41

A Wladimir Vince




Tenía muchas ganas de escribirte, querido don Wlado. Desde que empecé esta nueva sección de e-mails dirigidos a grandes personajes pensé en ti, pero fui retrasando el momento de ponerte unas letras porque, la verdad, no sabía por dónde empezar, cómo continuar ni qué concluir. Eras demasiado grande para una página tan chica.




Nos conocimos en Gaztelueta en octubre de 1952. Yo tenía 11 años y tú estabas en el jardín del colegio con un grupo de alumnos junto a la rampa que desciende hacia el campo de fútbol. Llevabas un traje cruzado a rayas que me pareció muy elegante, y aunque no me conocías, te dirigiste a mí por mi nombre.




Alguien me dijo que eras croata.




—¿Y eso qué es? —pregunté—.




—Es que se ha escapado de los comunistas debajo de un tren.


Hablabas castellano sin el menor acento. Es más, imitabas todos los acentos españoles con notable fidelidad. Como además casi nunca contabas nada de tu tierra, tardé en comprender que ser croata no era una enfermedad, sino ciudadano de un país que por entonces formaba parte de la Yugoeslavia comunista.




Luego supe que lo del tren no era verdad, pero sí que desde muy joven fuiste prófugo de la justicia y perseguido político. Por no combatir contra los partisanos que se enfrentaban a los nazis durante la invasión alemana ni unirte a los guerrilleros, que estaban capitaneados por Tito, la máxima autoridad comunista, huiste a Roma. Allí conociste a José Orlandis y a Salvador Canals, dos fieles del Opus Dei, y pediste la admisión en la Obra.




Pocos años después llegaste a mi cole, a Gaztelueta, como subdirector.


¿Cuántos idiomas hablabas? A mí me salen ocho, pero a lo mejor me dejo alguno. Veamos: francés, inglés, alemán, croata, ruso, español, italiano, latín… Eso, en todo caso, es lo de menos. Lo importante es que hablabas mi idioma, el de los niños y lo comprendías tan bien que te convertiste enseguida en Maestro (así, con mayúscula), el más grande que he tenido nunca.




Un maestro no es un "enseñante" (horrible palabra), ni siquiera un profe, que es como se dice ahora. Un maestro no se limita a explicar una determinada asignatura; es alguien capaz de modelar almas y de dirigirlas atenta y eficazmente.







El maestro trata a sus alumnos uno a uno y les entrega pedazos de su vida. Es cariñoso, pero sin empalagos. Sabe ser recio y exigente. Austero en la expresión y en los gestos, se hace querer y respetar. Casi nunca levanta la voz, pero si lo hace, todos comprenden que tiene razón. En ocasiones corrige incluso con energía, pero no pierde los nervios ni descarga su mal humor en los alumnos. Prefiere estimular, aplaudir los éxitos de quienes aprenden y fomentar su autoestima, porque nada ayuda tanto para seguir mejorando como un elogio justo.




El maestro, acaba por ser amigo, no amiguete ni cómplice. Su auctoritas perdura también cuando el discípulo ya vuela por su cuenta.




Eso fuiste, querido don Wlado, para todos los que te tratamos en aquellos años. Charlabas conmigo a solas cada quince días o cada mes y en aquellas conversaciones —paseando por el jardín o sentados en una salita— me enseñaste a estudiar, a poner esfuerzo en el trabajo, a hablar con Dios, a vencer mi timidez, a proponerme metas altas y propósitos pequeños…




Un día, en 1957, anunciaste que volvías a Roma y la noticia conmocionó al colegio entero. Tuviste que pasar por las clases para consolar a los afligidos y explicar la razón de tu marcha. Dos años más tarde te ordenaste sacerdote y regresaste a Gaztelueta para celebrar la Primera Misa.




El Santo Padre, Pablo VI, te nombró director de la obra pontificia para la atención de los católicos croatas en el exilio, y como San Pablo veinte siglos antes, empezaste a recorrer el mundo para confirmar en la fe a tus compatriotas.


Claro que seguías siendo un perseguido. Estabas en la lista negra del régimen yugoeslavo, y el 6 de marzo de 1968 el avión que debía trasladarte desde Caracas a París hizo explosión en el aire.




Yo te esperaba en Roma. ¡Tenía tantas cosas que preguntarte! Han pasado muchos años, pero los maestros duran para siempre. Y tú sigues siendo el mío.






04:24

“Dijo Jesús a sus discípulos: “Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Yo en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos”. (Mt 5,43-48)


Hay palabras que no debieran existir en el diccionario del cristiano:

Enemigo.

Odio.

Rencor.

Venganza.

Enemistad.

Quisiera.


En cambio debiera haber otras más bonitas y bellos:

Hermano.

Amor.

Amistad. Perdón.

Reconciliación. Abrazo.

Comprensión.

Quiero.


Porque para Dios solo existen:

Hijos. Hermanos.

Amor.

Comunión. Comunidad.

Familia.


Y las verdaderas señales de que somos hijos del Padre del cielo son:

Sentir a todos hijos de Dios.

Sentirnos a todos hermanos.

Sentirnos a todos familia.

Corazón libre de odios y resentimientos.

Corazón que se abre a todos, buenos y malos.

Corazón dispuesto siempre al perdón.

Corazón dispuesto siempre a la reconciliación.

Corazón dispuesto siempre al abrazo de todos.

Corazón que sonríe a todos.


La Cuaresma es el tiempo propicio para preguntarnos:

“¿Somos de verdad hijos del Padre del cielo?”

“¿Somos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto?”


Es fácil identificarnos:

¿Cómo veo a los demás?

¿Cuántos enemigos tengo?

¿A cuántos he perdonado?

¿A cuántos amo de verdad?

¿A cuántos les sonrío con sinceridad?

¿Con cuantos no me hablo?

¿A cuántos no saludo?

¿A cuántos cierro las puertas de mi casa?

¿A cuantos juzgo y condeno?

¿A cuántos excluyo de mi corazón?


“Yo os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”.

¿Cuánto rezo por aquellos que no me quieren?

Sinceremos nuestro corazón con Dios, sincerándonos con nuestros hermanos.

Los hijos de Dios son nuestros hermanos.

A los que Dios perdona yo tengo que perdonarles.

A los que Dios ama yo tengo que amarles y como Dios los ama.


Clemente Sobrado C. P.




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Venga a nosotros tu Reino, suplicamos, y podemos legítimamente entender que venga a nosotros el Hijo, el Salvador, a quien aguardamos en su segunda venida, ya glorioso, Señor de cielo y tierra.



Nuestra esperanza es una espera activa. Nuestra plegaria acelera la venida del Reino de Dios, que es Jesucristo; con la santidad de vida, la inserción en las realdiades temproales, contribuimos al crecimiento del Reino, pero es sobre todo nuestra oración la que nos hace vivir en tensión, vigilantes y no dormidos, y es nuestra oración la que hace crecer el Reino de Dios y llama al Corazón del Padre para que venga, finalmente, el Hijo, pisotee la muerte y establezca su Reino.


Con esta petición del Padrenuestro vamos disponiendo, además, nuestro propio corazón de manera que crezca el deseo de Cristo, el deseo de su salvación, la esperanza sobrenatural. Así nuestra mirada será siempre una mirada al cielo, la de quien espera con amor que venga su Señor.



"n. 5. Venga tu reino. Lo pidamos o no lo pidamos, ha de venir.


Dios tiene, en efecto, un reino sempiterno. ¿Cuándo no reinó? ¿Cuándo comenzó a reinar? Luego, si su reino no tiene inicio, tampoco tendrá fin.


Mas, para que sepáis que también esto lo pedimos en beneficio nuestro, no de Dios -no decimos Venga tu reino, como deseando que reine Dios-, el reino de Dios seremos nosotros si, creyendo en él, nos vamos perfeccionando. Serán su reino todos los fieles redimidos con la sangre de su Hijo único.


Este reino llegará cuando tenga lugar la resurrección de los muertos; entonces vendrá también él. Y una vez que hayan resucitado los muertos, los separará, como él mismo dice, y pondrá a unos a la derecha, otros a la izquierda. A quienes estén a la derecha, les dirá: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino. Esto es lo que deseamos y pedimos al orar Venga tu reino, es decir, que venga a nosotros. Pues si nosotros fuéramos hallados réprobos, aquel reino vendrá para otros, no para nosotros. Si, por el contrario, nos halláramos en el número de queines pertenecen a los miembros de su Hijo unigénito, su reino vendrá para nosotros; vendrá y no tardará.


¿Acaso quedan todavía tantos siglos cuantos son los ya pasados? El apóstol Juan dice: Hijitos, ésta es la última hora. Pero pensad que a un día largo corresponde una hora larga; ved, si no, cuántos años dura ya esta última hora.


Sea, empero, para vosotros como quien está despierto, se duerme, se levanta y reina. Estemos despiertos ahora; con la muerte dormiremos, al fin de los tiempos nos levantaremos y sin fin reinaremos".


(S. Agustín, Serm. 57, 5).



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