“Voy a curarlo” Pero el centurión le respondió: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que mi criado quede sano”, Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguía: “Les aseguro que en Israel no he encontrado a nadie con tanta fe. Les dijo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de os cielos”.
(Mt 8,5-11)
Un hermoso ejemplo del Adviento.
Porque Adviento es esperar.
Pero Adviento es también venir.
Esperamos a los que vienen.
Esperamos a Jesús.
Esperamos a los que están lejos.
Esperamos a los que no son de los nuestros.
Esperamos a los pensamos que no son, pero son.
Esperamos a los que creemos lejos, y están cerca.
Esperamos a los que creemos fuera, y están dentro.
El Centurión era un romano pagano.
Era de los que creíamos lejos y fuera del reino.
Pero que Jesús ve cercano y dentro.
“No soy digno de que entres en mi casa”.
“Basta una palabra tuya”.
“Mi criado será curado”.
Todos lo veían de la otra orilla.
Menos Jesús que lo ve de esta otra.
Todos los veían como excluido.
Menos Jesús que lo considera escogido.
Son muchos los que van a Templo.
Son muchos los que creen cumplir la ley.
Son muchos los que se creen auténticos.
Son muchos los que van a Misa.
Son muchos los que rezan.
Y viene Jesús e invierte las cosas, lo pone en el primer plano:
“Les aseguro que no he encontrado a nadie con tanta fe”.
¡Cuántas praderas hay al otro lado de las montañas!
¡Cuánta vida hay al otro lado del bosque!
¡Cuánto vida hay al otro lado de los malos!
¡Cuánto vida hoy al otro lado de los que nosotros excluimos!
“Vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos”.
¿Quién es capaz de juzgar el corazón del hombre?
¿Quién soy yo para calificar al otro de malo, de excluido?
¿Quién soy yo para calificar de malos a los demás?
¿Quién soy yo para separar a buenos y malos?
¿Quién soy yo para condenar a los demás?
¿Has pensado que cada vez que comulgas tú repites las misas palabras del Centurión?
¿Seré yo consciente que cada vez que reparto lo comunión digo las misas palabras del Centurión? Pero ¿las diremos de verdad?
¿Las diremos con la misma fe de que Jesús nos puede sanar incluso si no comulgamos?
¿Dirá Jesús, cada vez que comulgamos, que no ha visto a nadie con tanta fe en la Iglesia?
Adviento es la esperanza de la venida de Dios.
Adviento es la esperanza de que, los que vemos lejos, están en casa.
Adviento es la esperanza de que también en los que no creen puede haber mucha fe.
Clemente Sobrado C. P.
El año pasado, más o menos por estas fechas, edité un librito sobre la Santísima Virgen. Se titula "9 días con la Virgen Inmaculada" y sirve para vivir a mi manera la Novena de la Inmaculada, que empieza hoy mismo.
Como el libro era muy breve, lo colgué en Amazon y en iTunes. Podéis encontrarlo aquí y aquí . Se vende a 0,99 euros.
Si os animáis a comprarlo, quizá no me hagáis rico, pero me pondré la mar de contento. Y estoy seguro de que os gustará.
Cada nuevo Adviento supone un estímulo, una llamada de alerta, para despertar. Así, constantemente, la liturgia nos hará oír la apremiante invitación de san Pablo:
"Ya es hora de despertar del sueño; la noche está avanzada, el día se echa encima. Dejemos las actividades de las tinieblas..."
Un nuevo Adviento, es decir, un nuevo tiempo de gracia para vigilar y despertar del sueño, hermano de la muerte, que nos paraliza. Despiertos y con las lámparas encendidas, vigilantes, atentos para que cuando venga el Señor y llame, se le abra inmediatamente la puerta.
Embotar los sentidos espirituales y el alma es cerrarse a percibir los signos, la presencia y la voz del Señor. No es eso lo nuestro, lo específicamente cristiano; más bien es la vigilancia, el cuidado atento, y nace de un corazón que ama y espera a Cristo como lo mejor y más deseado.
Por eso el Adviento marca bien y profundamente la vida cristiana, si nos dejamos empapar de sus claves litúrgicas y espirituales: nos hará salir de nuestro letargo.
"Hoy iniciamos en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.“¡Velad!”. Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”, como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad,por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
También Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a tí; porque tu nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero “dueño” del mundo no es el hombre, sino Dios. El Evangelio dice: “Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13,35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo" (Benedicto XVI, Ángelus, 27-noviembre-2011).
Esperamos porque amamos.
Este Adviento -como el único, como si fuera único- puede suscitar en nosotros una espera renovada de Cristo, una vigilancia y atención llenas de amor.
¡Ven, Señor Jesús!
Nada más llegar a la parroquia, con las pilas bien cargadas, tras el retiro espiritual, he preparado la corona de adviento, con sus luces y su verdor. Para ir encendiendo luces en el camino parroquial, para esperar gozosos la navidad.
Estaremos vigilantes, como nos dice el evangelio del primer domingo de adviento, para ver más allá de nuestras narices y descubrir a nuestro alrededor las necesidades.
Y prepararemos la Navidad desprendiéndonos de algún alimento para darlo a quien no tiene y recogiendo dinero para ayuda de quien no puede pagar lo que gasta o debe.
Así, con ayuda de la Virgen, mmadre y maestra, celebraremos una muy feliz y santa Navidad 2014.
La presencia de Dios en el corazón de su creación es el fin último de toda la realización de Dios con la humanidad, sea en al Antiguo, como en el Nuevo Testamento. El Reino de Dios viene a nosotros continuamente. Este largo proceso encontró su culmen cuando Dios se hizo carne en la humanidad, con la encarnación de su Hijo. Y este proceso continúa, porque fue toda la humanidad y toda la historia que el Hijo asumió al encarnarse.
Toda la historia de la humanidad está esperando su liberación. La lectura de Isaías expresaba esta espera en una suerte de grito: ¡Vuelve por amor a tus siervos! En la medida que avancemos en el tiempo de adviento compartiremos la espera de Isaías, de Juan Bautista, de María y de José. Su espera es también la nuestra, porque tenemos necesidad también nosotros de liberación.
Nuestra espera, como la de toda la humanidad, es la de un salvador que nos libere del pecado, del sufrimiento, del odio, de la opresión, del hambre y de la muere. Debe ser también, de alguna manera, una liberación del tiempo.
La salvación –sea nuestra salvación como la acción salvífica de Cristo- tiene lugar en la historia y a través de la historia, pero no es un acto histórico. Es un acto que trasciende la historia. En el contexto de la historia, el hombre, desde una simple visión histórica no está salvado, él muere, simplemente. Es salvado cuando no está más sometido al tiempo, cuando no está más devorado por la historia, sino sacado afuera de ella.
Escuchemos una vez más el grito de Isaías (en la primera lectura): “Ojalá rasgases el cielo y bajases”. El tiempo, decíamos hace unos domingos atrás, no es una línea, en la concepción bíblica, al final de la cual está la eternidad. El tiempo es más bien como un círculo, y cada momento se sitúa equidistante del centro. La salvación consiste en romper la envoltura. El Adviento (venida) de Dios rasga el cielo, como dice Isaías, perfora la envoltura del tiempo para entrar, y nos ofrece un camino de salida, un lugar para encontrarnos con él.
La liberación no es solamente liberación de las estructuras sociales de opresión, es también liberación de los límites del tiempo, liberación del sueño de una liberación que no sea solamente temporal (la vida plena no es lo material que acaba: juventud, dinero, fama, placeres). Debemos ser liberados del tiempo que devora nuestra existencia y monopoliza todo nuestro ser.
Si pasamos ahora a la imagen utilizada por Jesús en el Evangelio que hemos proclamado, veremos que, si el Maestro debe volver, es por el hecho que partió. Nos ha dejado en el tiempo y la historia. Nos ha confiado el cuidado de su creación. ¿Qué hemos hecho?
Todo lo que podamos decir a propósito de la situación de la humanidad hoy, no sería más que una pálida imagen de la realidad, porque lo sería con el lenguaje de una minoría privilegiada, que se puede permitir ponerse esta pregunta y le interesa una respuesta. Pero al menos dos tercios de la humanidad son víctimas de una situación injusta y no tienen ni la oportunidad, ni la capacidad y ni siquiera el deseo de escuchar o de leer lo que se le puede decir, como estadística o explicación.
Hay cientos de miles de seres humanos que nunca nacerán completamente, que no llegarán nunca a la plenitud de la vida, a causa del hambre, del frio, del calor, de la enfermedad. Viven en situaciones que se deterioran incesantemente, a pesar de todas las bellas palabras y buenas intenciones.
Hay mucho que hacer. Pero cualquier cosa que hagamos no va a solucionar la situación de tantos marginados. La pregunta del millón es: ¿el mensaje de Cristo es para ellos?
La verdadera historia universal no es la de la minoría de privilegiados, que somos nosotros, que podemos reflexionar sobre el sentido del tiempo, sino aquella de la mayoría que vive en circunstancias que no minoría define como anormales, marginales. Los esclavos, los analfabetos, los pecadores, los no creyentes, los otros son siempre los marginales los más numerosos en la vida de la humanidad. Y para ellos viene Cristo, viene para liberarlos.
En las semanas que vendrán no olvidemos gritar con Isaías: “Vuelve, por amor de tus siervos. Rasga el cielo y desciende. Estabas enojado por nuestra obstinación en el pecado, pero nos has salvado. Tú eres nuestro Padre. Nosotros somos arcilla, y tu aquél que nos da forma: somos la obra de tus manos”.
María vivió el adviento, la venida del Señor como ninguna, su actitud de servicio hace la venida de Cristo cercana a los necesitados y en ella se abre la rendija entre el tiempo y la eternidad. Que este adviento 2014 de verdad toque nuestra vida, y nos dejemos dar forma por Dios.
“Estad despiertos y vigilantes: pues no saben cuando llegará el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que vigilara. Estén atentos, pues no saben cuando vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y los encuentre dormidos. Lo que les digo a ustedes se lo digo a todos: ¡estén vigilantes!”
(Mc 13,33-37)
Ultimo día de noviembre.
Y primer día de Adviento.
Los extremos se tocan y se besan.
Termina un Ciclo y comienza otro.
La vida sigue y el tiempo sigue.
La historia de Dios sigue y la de los hombres también.
Lo que parecía el final se convierte en comienzo.
Así es la vida y así es la historia de Dios con los hombres.
Termina una esperanza y se abre una esperanza nueva.
Termina Jesús en la cúspide de la historia.
Y comienza la doble esperanza:
De Jesús que vendrá “de su viaje a la casa del Padre”.
Y de su venido como un niño en un pesebre.
La vida humana y cristiana se alimente de esperanzas.
Pero no es la esperanza del perezoso que todo lo espera de los demás.
Es la esperanza de quien tiene “su tarea”.
Todo lo tenemos que esperar de Dios.
Pero todo lo tenemos que hacer nosotros.
Aquí no hay lugar para “perezosos”.
Aquí no hay lugar para “dormidos” sino para “despiertos”.
Aquí no hay lugar para “yo no encuentro trabajo”, hay “trabajo para todos”.
Cada uno tiene su “quehacer” y lo que uno no haga, nadie lo puede “hacer por él”.
No hay esperanza:
para los dormidos.
para los perezosos.
para los que prefieren la droga de la distracción o evasión.
para los que se refugian distraídos en el bingo.
para los que se refugian en la telenovela.
para los que se refugian es ese “far niente” anestesiante.
La esperanza es:
para los que están despiertos.
para los que están vigilantes.
para los que están con los ojos abiertos.
para los que están con los oídos atentos.
para los que cada día se comprometen en hacer su tarea.
La vida del cristiano es toda ella una Adviento.
Un Adviento que espera a Dios.
Un Adviento que espera el cambio.
Un Adviento que espera un mundo más humano.
Un Adviento que espera un mundo más justo y fraterno.
Un Adviento que espera un más solidario.
Un Adviento que espera cada día la Navidad.
Un Adviento que espera cada día la conversión del corazón.
Yo no sé, Señor, la hora de tu llegada a mi corazón.
Tampoco se, Señor, la hora en la que decida mi propio cambio.
Tampoco sé, Señor, la hora en que haga una opción por ti y por mis hermanos.
Pero no me importa la hora.
Pero sí me importa que esté atento a tu hora, porque esa será la mía.
“Ven, Señor, y no tardes”.
Clemente Sobrado C. P.
“Dijo Jesús a sus discípulos: “Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerzas para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante al Hijo del hombre”. (Lc 21,34-36)
Jesús nos conoce demasiado bien.
Sabe que tenemos el peligro embotarnos.
Hacernos insensibles.
Hacernos los sonsos que no se enteran de nada.
Y lo sabe por propia experiencia:
“Vino a los suyos y no lo reconocieron”.
“Vino a su casa y no lo recibieron”.
Mientras él nacía en un pesebre todos se dormían.
Murió en la Cruz y nadie se dio por enteradazo cómo ama Dios al hombre.
Resucitó y hasta los mismos discípulos se negaban a creer.
Y no es que estuviesen “embotados por vino”.
Estaban “embotados por el miedo y la incredulidad”.
¡Cuántas cosas pasan en la vida y nosotros ni nos enteramos!
¡Cuántas presencias de Dios en la vida y no nosotros nos pasamos de largo!
¡Cuántas llamadas de Dios, y nosotros nos hacemos los sordos!
¡Cuántas presencias de Dios y nosotros nos hacemos los que no vemos!
Es que, con frecuencia, padecemos de la enfermedad de la insensibilidad.
Vidas anestesiadas por nuestros intereses personales.
Vidas anestesiadas por nuestras indiferencias.
Vidas anestesiadas por nuestras pasiones.
Vidas anestesiadas por nuestros instintos.
Donde los valores del espíritu pasan desapercibidos.
Donde las presencias de Dios suenan en el vacío del corazón.
Por algo San Agustín, que tantas resistencias vivió, terminó diciendo:
“Temo al Dios que pasa”.
Y Dios está llegando cada día.
Y Dios está pasando a nuestro lado cada día.
Pero no nos damos por enterados, que es una manera de no querer complicarnos la vida.
Por eso, Jesús nos llama la atención: “no se os embote la mente”.
Una mente embotada, es como un cuchillo, una guadaña embotada que no corta la hierba.
En mis vacaciones disfrutaba como mi primo de tiempo en tiempo, afilaba la guadaña.
Lo hacía con un estilo que me gustaba.
También Jesús nos muestra cómo mantener afilada nuestra mente.
Cómo mantener sensible nuestro corazón.
No golpeándolo con el martillo como la guadaña.
Si mediante la oración que es la que afila nuestro espíritu.
“pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”.
La oración:
sensibiliza nuestro corazón.
afina nuestro espíritu.
nos mantiene despiertos.
aviva el oído para escuchar los pasos de Dios.
nos hace ver lo invisible.
nos hace sentir el silencio de Dios.
nos abre el corazón a las presencias de Dios.
No digamos que Dios “no habla”. ¿Oras?
No digamos que Dios “no pasa”. ¿Oras?
No digamos que Dios “está lejos”. ¿Oras?
La oración nos mantiene vivos y atentos al que está llegando.
La oración nos mantiene vivos y atentos para escuchar a Dios.
La oración es el silencio del corazón donde se escucha la música de la gracia.
Clemente Sobrado C. P.
“Cuando veáis a Jerusalén sitiada por los ejércitos, sabed que se acerca la destrucción. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. (Lc 21,20-28)
Lo que nosotros vemos negro, Dios lo ve blanco.
Lo que nosotros vemos como un final, Dios lo ve como un comienzo.
Lo que nosotros vemos como destrucción, Dios lo ve como renovación.
Lo que nosotros vemos como desesperación, Dios lo ve como esperanza.
Lo que nosotros vemos como un término, Dios lo ve como el comienzo de lo nuevo.
Lo que nosotros vemos como fracaso, Dios lo ve como el triunfo definitivo.
Son maneras de ver las cosas.
Son estilos de vivir la realidad.
Desaparecerá el Templo de Jerusalén.
Pero surgirá el nuevo Templo que es Jesús.
Se anuncia el fin del mundo.
Pero se anuncia un mundo nuevo.
Se anuncia el fin de mundo.
Pero se anuncia la venida “con poder y majestad de Jesús”.
No es el momento de encerrarnos sobre nuestros miedos y frustraciones.
Es el momento de levantar nuestras cabezas y mirar nuevos horizontes.
No es el momento del desaliento.
Sino el momento de ver que “se acerca nuestra liberación”.
Con frecuencia:
Nuestros problemas nos aplastan.
Nuestras dificultades nos hunden en el desaliento.
Nuestros conflictos nos hunden en el fracaso.
Nuestros momentos de oscuridad nos dejan sin esperanza.
“Dios me ha abandonado”.
“Todo me sale mal”.
“Dios no me escucha”.
Y nos olvidamos:
Que la noche es el camino para el amanecer.
Que la oscuridad es el camino para el nuevo sol.
Que la ausencia es hacer lugar para la presencia.
Que los fracasos humanos nos desnudan para vestirnos de los triunfos divinos.
Que lo que para nosotros es fracaso, es triunfo para Dios.
Que lo que para nosotros parece un final, para Dios es un comienzo.
Es en esos momentos de oscuridad, cuando tenemos que levantar la cabeza.
Es en esos momentos de destrucción de lo humano, que tenemos que el comienzo de lo divino.
Es en esos momento de que todo termina, que comienza lo nuevo de Dios.
Son esos momentos que para nosotros parecen de muerte, que “se acerca nuestra liberación”.
Las pruebas no son señal de muerte sino de renovación.
La poda de los árboles no son señales de destrucción de bosque, sino anuncio de nueva primavera.
La misma muerte no es otra cosa que la puerta para el paso a la vida.
Clemente Sobrado C. P.