“Estos son los que, mientras estuvieron en la tierra con su sangre, plantaron la Iglesia: bebieron el cáliz del Señor y lograron ser amigos de Dios”, dice la liturgia en la solemnidad de San Pedro y San Pablo.
Ambos fueron (son) fundamento de nuestra fe cristiana, columnas de la Iglesia. Como ha dicho Benedicto XVI: “La tradición cristiana siempre ha considerado inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el Evangelio de Cristo”.
Y en esta celebración conjunta tenemos un primer símbolo. Pedro y Pablo, como unos nuevos Rómulo y Remo, aunque ya no legendarios, sino reales ponen las bases de la familia de Jesús, de una comunidad de hermanos. “Pedro, el apóstol, y Pablo, el doctor de las gentes, nos enseñaron tu ley, Señor”, dice también la liturgia. Ya no son Caín y Abel, signos de una creación dañada por el pecado, sino de una nueva creación que encuentra su comienzo en la Iglesia de Cristo.
Un segundo símbolo es la roca, la piedra. Simón, al confesar la fe, pasa a ser Pedro, roca: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará”. Esta roca-fundamento tiene como razón última no la carne y la sangre, sino la gracia de Dios. Cuando Pedro se resiste a la acción de la gracia, cuando consiente que en él primen la carne y la sangre, deja de ser roca-fundamento para convertirse en “piedra de escándalo”: “Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo”. La fortaleza de la roca no depende de las fuerzas humanas, sino de la docilidad al Espíritu Santo.
Un tercer símbolo son las llaves y la acción de atar y desatar: “Te daré las llaves del reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo”. Las llaves que permiten atar y desatar son las que hacen posible una decisión doctrinal; son las que confieren potestad para excomulgar y para readmitir, pero son, sobre todo, las llaves de la misericordia que desatan el nudo del pecado: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Los poderes de la Iglesia son los poderes de Pedro y de Pablo. El poder de las llaves, el servicio del perdón, y el poder de la espada, que no es otro que el poder del anuncio de la palabra de Dios “viva y eficaz, más tajante de espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón”.
El día de San Pedro y San Pablo es, sobre todo, un día para rezar por el Papa: “Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius”.
Guillermo Juan Morado.
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