19 de junio.

ArameoPadrenuestro (1)

1. (Año II) Sirácida 48,1-15


a) La historia de Israel y sus personajes admite varias interpretaciones. Por eso «algunas veces se ilumina el significado religioso de los hechos históricos por medio de algunos textos tomados de los libros sapienciales que se añaden, a modo de proemio o de conclusión, a una determinada serie histórica» (OLM 110).


Esto sucede hoy al concluir el «ciclo de Elías»: interrumpimos la lectura de los Libros de los Reyes y escuchamos al Sirácida (el Eclesiástico), que muestra su admiración por este gran personaje, que no escribió ningún libro, pero fue un recio profeta de acción. Incluye en su alabanza también a Eliseo, su sucesor: ambos vivieron en el reino del Norte (Israel) en períodos de crisis religiosa. El Sirácida escribe en el siglo IV antes de Cristo y nos muestra un gran paralelismo entre lo que está pasando en su tiempo con lo que había sucedido mucho antes, en el siglo IX: unos profetas valientes que supieron hacer frente a la pérdida de la fe en el pueblo elegido.


El resumen que hace de la vida de Elías nos recuerda lo que hemos ido leyendo en días pasados. Y el salmo refleja también el rasgo que el Sirácida destacaba del temperamento de Elías en su lucha contra la idolatría, su estilo fogoso: «delante del Señor avanza fuego, abrasando en torno a los enemigos… los que adoran estatuas se sonrojan y los que ponen su orgullo en los ídolos».


b) ¿Podría hacer alguien un retrato de nuestra vida en términos parecidos a los que aquí leemos sobre Elías y Eliseo? ¿somos profetas de Cristo, defendemos sus intereses para evitar que se pierda la fe, para no caer en las idolatrías de nuestro tiempo? ¿somos capaces de anunciar la Palabra de Dios y denunciar con valentía, cuando hace falta, lo que no puede tolerarse en el campo de la justicia si va contra la voluntad de Dios y los derechos de la persona humana?


No es menester que seamos tan fogosos como Elías -todo él «un profeta como un fuego, con palabras como horno encendido»- ni que hagamos tantos milagros como Eliseo -«no hubo milagro que le excediera»-, pero si deberíamos aprender su fidelidad a Dios y la valentía de su actuación profética.


La familia carmelitana tiene a Elías como inspirador y padre de su espiritualidad, apreciando en él tanto su aspecto contemplativo -su marcha por el desierto y su encuentro con Dios en el monte Horeb-, como su acción decidida en defensa de Dios y de los derechos humanos. Todos podríamos aprender esta doble dimensión de Elías: la oración y la acción, el desierto y la ciudad, la unión con Dios y la solidaridad con los que sufren.


2. Mateo 6,7-15


a) Jesús, en el sermón de la montaña, da consejos a sus seguidores, esta vez sobre la oración: que no sea una oración con muchas palabras, porque Dios ya conoce lo que le vamos a decir.


Jesús nos da su modelo de oración: el Padrenuestro. Una oración que se puede considerar como el resumen de la espiritualidad del AT y del NT, equilibrada, educativa por demás. Primero, nos hace pensar en Dios, que es nuestro Padre: su nombre, su reino, su voluntad. Mostramos nuestro deseo de sintonizar con Dios. Luego pasa a nuestras necesidades: el pan de cada día, el perdón de nuestras faltas, la fuerza para no caer en tentación y vencer el mal.


Jesús destaca, al final, una petición que tal vez nos resulta la más incómoda: «si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».


b) Rezamos muchas voces el Padrenuestro y, tal vez, no le sacamos todo el jugo que podríamos sacarle.


Hoy, tanto en misa como en Laudes y Vísperas o personalmente, lo deberíamos rezar con más lentitud, pensando en sus palabras, agradeciendo a Jesús que nos lo haya enseñado como la oración de los que se sienten y son hijos de Dios.


Sería bueno que leyéramos, en plan de meditación o de lectura espiritual, el comentario que el Catecismo de la Iglesia ofrece del Padrenuestro en su cuarta parte. Nos ayudará a que, cuando lo recemos, no sólo «suenen» las palabras en nuestros labios, sino que «resuene» su sentido en nuestro interior.


Esta oración nos debe ir afirmando en nuestra condición de hijos para con Dios, y también en nuestra condición de hermanos de los demás, dispuestos a perdonar cuando haga falta, porque todos somos hijos del mismo Padre.


«¡Padre nuestro del cielo!» (evangelio)


«Si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros» (evangelio)




22:34
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