DE ORDEN BENEMÉRITA A SOSPECHOSOS DE ATROCIDADES
Aquellos “Christi milites", como se apellidaron en su nacer, o “Milites Templi", según su nombre definitivo y común, en dos siglos escasos de vida desde que fuera fundada fundada en 1118 o 1119 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payens tras la Primera Cruzada, habían realizado infinitos actos de heroísmo, descollando entre todos los cruzados de Oriente por su valor casi temerario. También en las batallas contra los moros habían tenido grandes victorias, al igual que las Ordenes militares típicamente españolas.
Hacia 1300, la Orden comprendía cinco provincias en Oriente y doce en Occidente, con cerca de 4.000 socios, la mitad de los cuales residía en Francia. La décima parte, poco más o menos, eran los equites, de familia noble, consagrados a las armas; vestían el manto blanco de los cistercienses con una cruz roja. Pocos eran los sacerdotes o capellanes dedicados a los oficios litúrgicos. Para la guerra vivían también los escuderos, de la clase media, mientras los hernanos legos trabajaban en los menesteres domésticos. El gran maestre de la Milicia del Templo, con autoridad sobre todas las encomiendas y castillos de la Orden, tenía el poder de un príncipe, aunque limitado por un capítulo general.
Severa y rígida era la disciplina de los Templarios en sus primeros tiempos; más tarde, con la paz y las riquezas se fue relajando. Sus disensiones con los Hospitalarios en Palestina fueron causa de que las fuerzas cristianas se debilitasen y retrocediesen ante el avance de los turcos. Con todo, el gran maestre Guillermo de Beaujeu escribió con su sangre una de las más brillantes páginas de su historia al caer en manos de los infieles la última plaza de Tierra Santa (1291). Y, poco después, el Papa Bonifacio VIII los juzgaba “guerreros intrépidos” y “atletas del Señor".
Que existían abusos y corruptelas en la Orden templaría, no cabe duda, como también en otras órdenes, especialmente militares. Las gentes empezaron a murmurar contra ellos cuando, a la caída de Tolemaida (San Juan de Acre) en 1291, puesto su cuartel general en la isla de Chipre, volvieron sus miradas hacia Francia más que hacia los enemigos de la fe. Y es que una profunda transformación se venía operando dentro de esta Orden caballeresca. Sobre el carácter militar y religioso se iba acentuando el de sociedad bancaria y financiera, a la que reyes y pontífices se sentían obligados, puesto que más de una vez tenían éstos que pedir a los Templarios un préstamo o depositaban en sus castillos, como en el lugar más seguro, sus capitales y sus joyas.
El crédito de que gozaban los Templarios era mayor que el de los judíos y el de los banqueros lombardos y, a diferencia de éstos, nadie les acusaba de practicar la usura. Ni eran solamente los príncipes los que ponían sus tesoros bajo la custodia de los Templarios, hasta los pobres campesinos, con el fin de esquivar las exacciones y violencias de los nobles, entregaban sus propias personas a los Templarios, poniéndose bajo su dependencia y protección a cambio de un pequeño censo o tributo. Sus riquezas, aunque no tan caudalosas como a veces se ha dicho, eran muy bien administradas, circulando activamente en negocios con los mercaderes de las grandes ciudades, en donde los Templarios tenían siempre una especie de banco con cuenta corriente. De aquí un doble peligro. Primero, el de la avaricia y la soberbia, después, el de excitar envidias y ocasionar murmuraciones y calumnías. No faltaba quien les tachase de poco limosneros y de mirar más al oro que al Oriente.
Por otra parte, en las mismas prácticas rituales de la Orden se habían introducido ciertas ceremonias secretas, que fueron causa de que gente malévola concibiese sospechas sobre su moralidad y su ortodoxia. Por ejemplo, el ingreso o toma de hábito de los novicios tenía lugar en la oscuridad de la noche, en una sala o capilla cerrada y con guardas. En la investidura del manto recibía el candidato un beso en la mejilla; al hacer los tres votos de castidad, pobreza y obediencia, se ceñía la cintura con un cordón. Todo lo cual nada tenía de particular; pero, haciéndose con excesivo secreto, pudo dar motivo para que algún malicioso lo interpretase siniestramente e hiciese correr la voz de que entre los Templarios se cometían ciertas obscenidades.
Nadie los creyó reos de tales crímenes hasta que Felipe el Hermoso y su ministro Nogaret, farisaicamente escandalizados, alzaron su voz acusadora. Ni siquiera el legista Pedro Dubois, amigo del rey y enemigo de los Templarios, sabía nada de tales culpas comunes y estatutarias, pues al redactar su libro De recuperatione Terrae sanctae (1305-1307), en el que solicita la supresión de la Orden del Templo o la fusión de ella con la de San Juan, no aduce otras razones que la de su inutilidad; si hubiera sabido algo contra su moralidad o su ortodoxia, no lo hubiera callado.
Así estaban las cosas, cuando el rey de Francia, tras larga deliberación, determinó acabar con aquella Orden caballeresca, arruinándola para siempre. Y, como en el caso de Bonifacio VIII, se proclamó defensor de la Iglesia y celoso amante de la pureza de la fe y de las buenas costumbres. Desde principios de 1305 su resolución estaba tomada, había que obligar al papa a que canónicamente suprimiese aquella milicia, que había personificado los ideales más puros de la caballería medieval. ¿Qué móviles impulsaban a Felipe el Hermoso? ¿Los que él pregonaba públicamente u otros inconfesables? Algunos historiadores han sostenido que existía una profunda enemistad entre el rey y los Templarios por no seguir éstos la política de Felipe. Lo niega Finke, diciendo que en el conflicto con Bonifacio VIII se pusieron de parte del monarca francés, como todas las órdenes religiosas, excepto la de los Cistercienses; y además consta que en 1304 Felipe confirmó todos los privilegios de la Orden del Templo. Pues ¿cómo al año siguiente se tornó su enemigo capital?
Hay quien sospecha que fue Nogaret o algún otro consejero poco escrupuloso quien ideó la ruina de los Templarios para salvar la economía del reino. Era angustiosa la situación financiera. A fin de superar la crisis acaparando la mayor cantidad posible de oro y plata, Felipe IV expulsó de Francia a los judíos en 1306; todos ellos fueron arrestados súbitamente el 21 de julio y lanzados al exilio, mientras sus bienes eran confiscados. Lo mismo aconteció a los lombardos, mercaderes italianos que también gozaban fama de usureros, en 1311. Y análogo recurso, con idénticos fines, parece que quiso emplear respecto de los Templarios. En realidad, la intención del rey no consta en los documentos, pero es patente en su línea política.
Si la potencia económica de los Templarios excitó la avaricia de Felipe el Hermoso, la potencia militar de los mismos debió actuar con no menor fuerza en el ánimo de aquel monarca absolutista. Eran tiempos en que el absolutismo centralizador levantaba cabeza en los reinos más poderosos, tratando de sojuzgar y destruir al feudalismo. Ahora bien, el gran maestre de la Orden del Templo significaba en Fraricia tanto como un príncipe y era más fuerte que muchos nobles feudales, y su ruina redundaría en exaltación de la corona real. Cuando en 1300 estalló una sublevación popular por haber Felipe IV cambiado el valor de la moneda, le fue preciso al rey buscar seguro refugio en el “Templo” de París y esta misma protección y defensa que halló en los Templarios le hizo ver y palpar de modo indiscutible la potencia de aquella corporación militar, dotada de castillos inexpugnables. Y arreció los ataques que desde la coronación de Clemente V venía dando al papa sobre la conveniencia de suprimir aquella Orden.
El rey Felipe y sus dóciles ministros se dedicaron a recoger acusaciones y denuncias y no tardaron en aparecer falsos testigos y traidores, que fueron utilizados hábilmente. El primero de que tenemos noticia se llamaba Esquiu de Floyran, natural de Béziers. Un día lo vemos aparecer en Lérida, ante la corte de Jaume II, revelando crímenes enormes y secretos, que él decía saber, de los Templarios. Ignoramos qué clase de acusaciones hizo, pero podemos barruntarlas por lo que de ese personaje nos relata Amalrico Auger en su Vita Clementis:
“Aconteció que un ciudadano de Béziers, Esquiu de Floyran, y un freiré apóstata de la milicia del Templo, hallándose en un castro real de la diócesis de Toulouse, fueron apresados, a causa de sus fechorías, por los oficiales del rey y encerrados en un calabozo. Y como el dicho Esquiu y su compañero templario perdiesen, por sus crímenes, la esperanza de salir con vida, se confesaron recíprocamente los pecados. Y el templario se acusó de haber ofendido mucho a Dios, poniendo en peligro la salvación de su alma, y admitiendo errores contra la fe católica, pecados que había cometido en su ingreso en la Orden y después muchas veces. Sabido esto por el alcaide de la cárcel, llamó a un oficial mayor de un castro próximo, el cual aconsejó (a Esquiu ) denunciar uno de esos crímenes al rey de Francia, pues al rey se le originarían de ellos ventajas enormes“
Conducido a París, Esquiu de Floyran reveló a Felipe IV los crímenes que en aquella confesión laica había oído, y, en consecuencia, el rey de Francia decretó el arresto de todos los templarios. Esto tiene el sabor de una novela llena de inverosimilitudes. Pero una cosa es cierta y documentada: que ese Esquiu se presentó con el cuento al rey de Aragón y que D. Jaume II lo rechazó, sin querer darle crédito.
Sea histórico o puramente novelesco el relato de la confesión, en cualquier caso, resulta Esquiu un traidor. Y uno se pregunta: ¿Por qué se presentó a hacer la denuncia de crímenes secretos primeramente ante el rey de Aragón? ¿No sería enviado por el rey de Francia, el cual habría inventado totalmente la extraña fábula de la confesión del templario? Tampoco andaría muy errado quien descubriese en tal patraña y en los delitos y herejías que ella supone la morbosa y poco fértil imaginación de Nogaret.
Tras esta calumniosa acusación vinieron otras parecidas, procedentes de algunos Templarios que se habían fugado de la Orden o que habían sido expulsados de ella por su mala conducta. Más vergonzoso aún es lo que hizo el rey, instigando a doce falsarios a ingresar en la Orden, como espías para que después testificasen falsamente lo que él quería. Así, al cabo de casi dos años, Felipe IV había recogido un montón de testimonios, con los que pudo dirigirse al Papa Clemente V fundamentando la súplica de suprimir con autoridad pontificia la Orden del Templo o de juntarla con la de los Hospitalarios bajo el mando supremos del hijo del rey.
(continurá)
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