LA PRECIOSÍSIMA SANGRE
DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO
¡Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa de Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno generoso, que el Rey de las gentes derramó para rescate del mundo: “in mundi praetium“!
Pero, antes de que la lengua cante gozosa y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el centro mismo de la vida cristiana.
Hay tres hechos que se dan, de modo constante y universal, a través de la historia del hombre: la religión, el sacrificio y la efusión de sangre.
Los más eminentes antropólogos han considerado la religiosidad como uno de los atributos del género humano. La función céntrica de toda forma religioso-social ha sido siempre el sacrificio. Este se presenta como la ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la destruye en reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas y con carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre, observamos que el sacrificio —al menos en su forma más eficaz y solemne— importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo mismo, el derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en su sacrificio expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las víctimas inmoladas a la divinidad.
La sangre es algo que repugna y aparta, sobre todo si se trata de sangre humana. Sin embargo, en los altares de todos los pueblos, en el acto, cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios, aparece siempre sangre derramada.
Así lo hace Abel, a la salida del paraíso (Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite Abraham (Gen. 15, 10). Y sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel en Egipto (Ex. 12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para purificar a los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas solemnizó la dedicación del templo de Salomón.
Y no es sólo el pueblo escogido el que hace de la sangre el centro de sus funciones religiosas más solemnes, sino que son también los pueblos gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y altares de sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en la narración de sus viajes.
Adulterado el primitivo sentido de la efusión de sangre, en el colmo de la aberración, llegaron los pueblos idólatras a ofrecer a los dioses falsos la sangre caliente de víctimas humanas. Niños, doncellas y hombres fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino también en las cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles llegaron a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos. Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los que, después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante para exprimirlo en los labios del ídolo,
El hecho histórico, constante y universal, del derramamiento de sangre como función religiosa principal de los pueblos encierra en sí un gran misterio, cuya clave para descifrarlo se halla entre dos hechos también históricos, uno de partida y otro de llegada, de los que uno plantea el tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su punto culminante en el “himno nuevo”, que eternamente cantan los ancianos ante el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo de la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre del Cordero (ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la Sangre, al dragón infernal (cf. Apoc. 12, 11).
El pecado original creó un estado de discordia y enemistad entre Dios y el hombre. Consecuencia del pecado fue la siguiente: Dios, en el cielo, ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios, y Satanás, “príncipe de este mundo” (lo. 12, 31), al que reduce a esclavitud.
En la conciencia del hombre desgraciado quedó el recuerdo de su felicidad primera, la amargura de su deslealtad para con el Creador, el instinto de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y el ansia de reconciliarse con Dios.
¡Y surge el fenómeno misterioso de la sangre! El hombre siente en lo más íntimo de su naturaleza que su vida es de Dios y que ha manchado esta vida por el pecado original y por sus crímenes personales. La voz de la naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que rinda al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el hombre la fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con Dios, pues en la sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la que nutre y restaura, purifica y renueva la vida del hombre; sin ella, en las formas orgánicas superiores, es imposible la vida: al derramarse la sangre sobreviene la muerte.
Por otra parte, si en la sangre está la vida —vida que manchó el pecado—, extirpar la vida será borrar el pecado. De ahí que el hombre, llevado por su instinto natural, se decide a “hacer sangre”, eligiendo para este oficio a “hombres de sangre”, como han llamado algunas razas a sus sacerdotes, para que, con los sacrificios cruentos, rindan, en nombre de todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios mostró su agrado por estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus mandatos esta creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17, 22).
La sangre, por representar la vida, fue entonces elegida como el instrumento más adecuado para reconocer el supremo dominio de Dios sobre la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado. Por eso Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada, dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del cuerpo sacrificado (Eneida, 9,349).
Pero como el hombre no podía derramar su propia sangre ni la de sus hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida de los animales, especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor utilidad, y los colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en acción de gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento de sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que enseñara a nuestros primeros padres esta forma principal del culto religioso.
Los sacrificios gentílicos, aun en medio de sus aberraciones, no eran otra cosa que el anhelo por la verdadera expiación. Por eso se ofrecían animales inmaculados o niños inocentes, buscando una ofrenda enteramente pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con Dios por medio de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el pecado de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se lava un crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los hombres.
Quedaban los sacrificios del pueblo judío, ordenados y queridos por Dios, pero en ellos no había más que una expiación pasajera e insuficiente.
Los sacrificios judaicos, especialmente el sacrificio del Cordero pascual y el de la Expiación, tenían por fin principal anunciar y representar el futuro sacrificio expiatorio del Redentor (Heb. 10, 1-9). Estos sacrificios no tenían más valor que su relación típica con un sacrificio ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de derramarse para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres (cf. Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura de la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que aquélla recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran, en efecto, de un valor limitado, pues su eficacia se reducía a recordar a los hombres sus pecados y a despertar en ellos afectos de penitencia, significando una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal, que se aviniera con las intenciones del culto, pero que no podía obrar su santificación interior.
Por lo demás, Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). “¡Si todo es mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano” (Is. 1, 11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).
Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!
Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).
Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: “Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente” (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).
La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. “Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos” (San Agustín).
Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.
¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.
“¡Sangre y fuego, inestimable amor!”, exclamaba Santa Catalina de Siena. “La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre” (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).
Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.
Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.
Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de la “Buena Nueva”. Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.
Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. “¿Renuncias?… ¿Crees?…, nos preguntó el ministro de Cristo. “¡Renuncio! ¡Creo!” “¿Quieres ser bautizado?” “¡Quiero!” Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa” (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).
El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. “Entró Cristo en el cielo —dice Santo Tomás— y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra” (3 q.22 a.5).
“No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo”, advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante —por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana— a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).
En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. “os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo”, pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que “se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja”.
Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. “Sed. Santos —amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana—, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad… Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado” (1 Petr. 1, 15-18).
Roguemos al Dios omnipotente y eterno que, en este día, nos conceda la gracia de venerar, con sentida piedad, la Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, y que, por su virtud, seamos preservados en la tierra de los males de la vida presente, para que gocemos en el cielo del fruto sempiterno (Colecta de la festividad).
¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos, a los que con tu preciosa Sangre redimiste!
Lecturas del día:
1. (Año II) Amós 3,1-8:4,11-12
a) El profeta Amós se encara valientemente con los dirigentes del pueblo israelita: «os tomaré cuentas por vuestros pecados… Prepárate a encararte con tu Dios». Dios les exige más que a los demás pueblos, porque también ha multiplicado con ellos, más que con ningún otro pueblo, sus signos de predilección.
El profeta no puede callar, porque Dios le ha mandado hablar. Para justificar esto, Amós, con su lenguaje de hombre de campo, encadena una serie de binomios lógicos de causa y efecto: así como un león que ruge muestra que ha conseguido una presa, o un pájaro que cae es porque había una trampa, o una trompeta que suena produce alarma en todo el pueblo, así también el profeta. Si Dios se lo manda, no puede dejar de denunciar el mal: «habla el Señor, ¿quién no profetiza?».
Por eso denuncia Amós los males de su época. Es un «profeta de la justicia social».
Como dice el salmo, dirigiéndose a Dios, «tú no eres un Dios que ame la maldad, ni el malvado es tu huésped: al hombre sanguinario y traicionero lo aborrece el Señor».
b) Los cristianos podemos merecer unos reproches como los de Amós, con más motivos todavía que los de Israel, si no somos fieles a Dios.
Los israelitas eran duros y no se convertían. Ni siquiera el escarmiento de la catástrofe sufrida por Sodoma y Gomorra les duró mucho tiempo. Y nosotros ¿no tendríamos que escuchar el aviso del profeta: «os tomaré cuentas por vuestros pecados… prepárate a encararte con tu Dios?».
¡Cuántas voces proféticas nos llegan a nosotros! La Palabra de Dios nos llama a serle más fieles, y Dios nos ofrece su reconciliación en los sacramentos, y los pastores de la Iglesia repiten sus llamadas en favor de los valores del evangelio, y podemos ver múltiples ejemplos de integridad y generosidad en tantas personas que nos rodean. ¿Les hacemos caso o les prestamos oídos sordos? A nadie le gusta que le recuerden sus fallos. Pero tenemos que ser sinceros y oír lo que Dios nos dice: «Escuchad esta palabra que dice el Señor, hijos de Israel».
Ser cristianos -o religiosos, o sacerdotes- no es garantía de salvación. Cuanto más hemos recibido, más se nos exigirá. Ojalá podamos decir, con el salmo, a la vez que rechazamos la maldad de los cínicos de este mundo: «pero yo, por tu gran bondad, entraré en tu casa, me postraré ante tu templo santo con toda reverencia».
2. Mateo 8,23-27
a) De hoy al jueves escuchamos otra serie de milagros de Jesús: hoy, el de la tempestad calmada.
En el lago de Genesaret se forman con frecuencia grandes temporales (la palabra griega «seismós megas» apunta a un «gran seísmo», a un maremoto). Los apóstoles quedaron aterrorizados, a pesar de estar avezados en su oficio de pescadores.
Despiertan a Jesús, que sigue dormido -debe tener un gran cansancio, un sueño profundo y una salud de hierro- con una oración bien espontánea: «Señor, sálvanos, que nos hundimos». Y quedan admirados del poder de Jesús, que calma con su potente palabra la tempestad: «¿quién es éste? hasta el viento y el agua le obedecen».
b) Seguir a Jesús no es fácil, nos decía él mismo ayer. Hoy, el evangelio afirma brevemente que cuando él subió a la barca, «sus discípulos lo siguieron»; pero eso no les libra de que, algunas veces en su vida, haya tempestades y sustos.
También en la de la Iglesia, que, como la barca de los apóstoles, ha sufrido, en sus dos mil años de existencia, perturbaciones de todo tipo, y que no pocas veces parece que va a la deriva o amenaza naufragio.
También en nuestra vida particular hay temporadas en que nos flaquean las fuerzas, las aguas bajan agitadas y todo parece llevarnos a la ruina.
¿Mereceríamos alguna vez el reproche de Jesús: «cobardes, ¡qué poca fe tenéis!»?
Cuando sabemos que Cristo está en la barca de la Iglesia y en la nuestra; cuando él mismo nos ha dicho que nos da su Espíritu para que, con su fuerza, podamos dar testimonio en el mundo; cuando tenemos la Eucaristía, la mejor ayuda para nuestro camino, ¿cómo podemos pecar de cobardía o de falta de confianza?
Es verdad que también ahora, a veces, parece que Jesús duerme, sin importarle que nos hundamos. Llegamos a preguntarnos por qué no interviene, por qué está callado. Es lógico que brote de lo más íntimo de nuestro ser la oración de los discípulos: «sálvanos, que nos hundimos».
La oración nos debe reconducir a la confianza en Dios, que triunfará definitivamente en la lucha contra el mal. Y una y otra vez sucederá que «Jesús se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma».
«Señor, guíame con tu justicia, yo entraré en tu casa con toda reverencia» (salmo II)
«Señor, ¡sálvanos, que nos hundimos!» (evangelio)
«Jesús se puso en pie y vino una gran calma» (evangelio)
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