–La verdad en una cuestión es una, pero los errores son innumerables.
–Así es. Pero el relativismo, introducido culturalmente por el liberalismo, ha llevado al escepticismo nihilista: «¿Qué es la verdad? » (Jn 18,38)…
Sed contra. No es posible afirmar plenamente la verdad sin negar, al mismo tiempo, los errores que le son contrarios. Por eso Santo Tomás, por ejemplo, en la Suma Teológica escribe cada uno de sus artículos en tres pasos. 1º.-Videtur quod… Dicunt alii… Parece que…, dicen algunos… Aquí, enumerándolos 1, 2, 3 etc., expone los errores antiguos y modernos sobre el tema que va a considerar. 2º.-Sed contra… Por el contrario, enseña la Iglesia… Aquí expone sobre la cuestión considerada la verdad católica de la fe, fundamentando su enseñanza en Biblia, Padres, Magisterio de la Iglesia y argumentos de razón teológica. 3º.-Ad primum… Concluye el artículo respondiendo uno por uno, ad primum, ad secundum… los errores que la misma exposición de la verdad ya ha rechazado.
Este orden mental es, sin duda, el más perfecto para enseñar la verdad. Nuestro Maestro, Jesucristo, lo emplea en su pedagogía profética: por ejemplo, él rechaza y denuncia, a veces con palabras muy fuertes, los errores de los fariseos –«cuelan un mosquito y se tragan un camello»–, y enseña sobre ese fondo de tinieblas el esplendor del Evangelio, lleno de gracia y de verdad. Es el orden que han seguido muchos filósofos y todos los maestros del cristianismo.
Yo también, con la ayuda de Dios, expondré Sed contra la verdad de la Iglesia. Puede afirmarse que en el tiempo presente, «todo el mundo yace bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), «padre de la mentira» (Jn 8,44),y que por tanto la verdad siempre ha de ser afirmada «sed contra» los pensamientos más comunes entre los hombres.
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Quo vadis ecumenismo? En un artículo así titulado se exponen los diez errores más nocivos que afectan con frecuencia el ejercicio actual del ecumenismo. El primero de todos, y el más nocivo, es: «Buscar una unidad que no está basada en la Verdad». En esta dirección errada operan los católicos que pretenden la unión con los hermanos separados elogiando cuanto en ellos hay de verdad y de bondad, y silenciando los errores que mantienen, es decir, sin contra-decirlos (sed contra). No olvidemos, sin embargo, que el mal y el error solamente pueden tener su existencia parasitaria en el bien y la verdad. En todos los grupos heréticos o cismáticos hay sin duda aspectos de verdad y de bien: sin ellos no podrían sus errores mantenerse en la existencia. Por eso sus verdades no nos impiden combatir sus errores: al contrario, hacerlo es un deber (2Tim 4,9).
El cardenal Kasper, por ejemplo, cuando presidía el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los cristianos, en su relación con los protestantes, fue un eximio ejemplo de este falso ecumenismo. Podríamos resumir sus resultados en dos frases: «nunca la Iglesia Católica ha tenido una relación tan positiva con los protestantes»; y «nunca la Iglesia Católica ha procurado y logrado menos la Unitatis redintegratio con los protestantes». No olvidemos el proyecto que tuvo el Cardenal de elaborar un Catecismo ecuménico que, silenciando cuanto separa a los cristianos, recogiera sólo lo que los une… Fruto, por el contrario, del verdadero ecumenismo fue la acción del papa Benedicto XVI, que por la constitución apostólica Anglicanorum coetibus (2009) consiguió, por gracia de Dios, la feliz institución de los Ordinariatos anglicanos, plenamente reintegrados y unidos a la Iglesia Católica.
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El falso ecumenismo tiene hoy en la Iglesia una posibilidad privilegiada al celebrar en 2017 con los luteranos el quinto centenario de la Reforma de Lutero (1483-1546). Dos Cardenales alemanes nos ponen sobre aviso. En primer lugar el cardenal Koch:
InfoCatólica informó acerca de las declaraciones [en 2012] del Presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos en la web de la diócesis de Münster. El Cardenal Koch fue extraordinariamente claro: “no podemos celebrar un pecado”... “Los acontecimientos que dividen a la Iglesia no pueden ser llamados un día de fiesta”. A todo lo que accedió el cardenal es a clasificar la efeméride como un día que hay que recordar, pero no celebrar […] Le gustaría asistir en su lugar a una reunión en la que las confesiones reformadas, siguiendo el ejemplo de Juan Pablo II en 2000, pidieran disculpas y reconociesen sus errores, al mismo tiempo que, como el Papa Beato,condenasen el cisma en la cristiandad».
El cardenal Müller es de la misma opinión. En el libro Informe sobre la esperanza. Diálogo con el cardenal Gerhard Ludwig Müller (BAC, Madrid 2016), el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe asegura que
«los católicos no tenemos ningún motivo para celebrar el 31 de octubre de 1517, es decir, la fecha que se considera como el inicio de la Reforma que condujo a la ruptura de la cristiandad occidental». Y añade: «Si estamos convencidos de que la Revelación se ha conservado íntegra e inalterada a través de la Escritura y la tradición en la doctrina de la Fe, en los Sacramentos, en la constitución jerárquica de la Iglesia por derecho divino, fundada sobre el sacramento del Orden sagrado, no podemos aceptar que existan motivos suficientes para separarse de la Iglesia.
El Prefecto de Doctrina de la Fe explica que «los miembros de las comunidades eclesiales protestantes consideran este evento desde otra óptica, pues piensan que es la ocasión adecuada para celebrar el redescubrimiento de la “palabra pura de Dios”, presuntamente desfigurada a través de la historia por tradiciones meramente humanas. Los Reformadores protestantes concluyeron hace quinientos años que algunos jerarcas de la Iglesia no solo eran moralmente corruptos, sino que habían distorsionado el Evangelio y, en consecuencia, habían bloqueado el camino de Salvación de los creyentes hacia Jesucristo. Para justificar la separación, acusaron al Papa, presuntamente la cabeza de este sistema, de ser el Anticristo».
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Alii dicunt… en cambio
Concretamente, el P. Rainiero Cantalamessa, OFM, el pasado Viernes Santo, en la Basílica de San Pedro (25-III-2016), predicando sobre la gratuidad de la justificación realizada por la misericordia de Dios en el hombre, dijo lo siguiente:
«Existe el peligro de que uno oiga hablar acerca de la justicia de Dios y, sin saber el significado, en lugar de animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado claramente: “La ‘justicia de Dios’, escribía, es aquella por la cual él nos hace justos mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9) es aquella por la cual él nos salva” (El Espíritu y la letra, 32,56). En otras palabras, la justicia de Dios es el acto por el cual Dios hace justos, agradables a él, a los que creen en su Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos.
«Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad, después de que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido, y es esto sobre todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el próximo año cumple el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador, sentí que renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del paraíso”[Prefación a las obras en latín, ed. Weimar, 54, p.186.]»
¿Y cuál es la verdad cristiana que, según el P. Cantalamessa, reavivó Lutero en su Reforma estando en su tiempo casi perdida? «La justificación gratuita mediante la fe en Cristo». En las predicaciones de Adviento que dio al Papa y a la Casa Pontificia en 2005, sobre todo en la tercera, La justicia que deriva de la fe en Cristo. La fe en Cristo en San Pablo (16-XII-2005), expone con más amplitud su doctrina, a la que alude muy brevemente en los dos párrafos que acabo de citar.
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Sed contra
Es falso que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se hubiera perdido el sentido de la gratuidad de la salvación en Cristo
–La Liturgia es la Catequesis principal de la Iglesia, y en los siglos aludidos por Cantalamessa la mayoría del pueblo cristiano asistía a la Liturgia y recibía la Catequesis de la Iglesia. Una y otra les comunicaban la verdadera Palabra de Dios:
«de ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo» (Sal 3,9); «Dios nos amó primero» (1Jn 4,19); «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8); «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5); «es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13); «la fe, si no tiene obras, está muerta por dentro» (Sant 2,17); es «la fe, operante por la caridad» (Gal 5,6), operante –que hace buenas obras bajo la moción de la gracia–, la que justifica y salva al hombre; «no todo el que dice, Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace [obra] la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21); los que aman a Dios son aquellos que cumplen sus mandatos (Dt 7,9; Jn 14,15; 1Jn 5,2-3); por tanto, «no os engañéis: los inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios» (1Cor 6,9-10); en el último día, «los que han obrado el bien saldrán para la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección del juicio» (Jn 5,30). Ésta es la fe de la Iglesia.
Las oraciones litúrgicas de origen eclesiástico educaron siempre a los fieles, también en los tiempos de Lutero y anteriores a él, en la verdadera fe católica, la que se fundamenta en Escritura, Tradición y Magisterio (Vat. II, DV 10). Lex orandi, lex credendi.
La Liturgia católica infundió muy especialmente en los fieles la más alta doctrina sobre la gracia y la justificación, a través, por ejemplo, de las oraciones, muchas de ellas procedentes de antiguos eucologios y sacramentarios: «Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (jueves I de Cuaresma). «Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe todas nuestras obras» (Laudes lunes I semana). Esta doctrina orante, de la que podrían darse otros cientos de ejemplos, respirada continuamente en la liturgia y la predicación, es la que llegaba a los fieles en una catequesis permanente.
El Magisterio de la Iglesia, igualmente, enseñó siempre con fidelidad la doctrina católica sobre la gratuidad y primacía absoluta de la gracia: la que se venía enseñando en la Liturgia desde antiguo. En el año 529, por ejemplo, sobre el necesario auxilio de Dios, declara: «don divino es el que pensemos rectamente y que contengamos nuestros pies de la falsedad y la injusticia, porque cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Sínodo II de Orange, 529; Denz 379; merece la pena leer todos los cánones de Orange II: Denz 370-397). Sin embargo, nunca, jamás enseñó que la sola fides puesta en Cristo Salvador, sin obras, es decir, resistiendo al bien que Dios quiere obrar en sus hijos y a través de ellos, era suficiente para la salvación. Y siempre afirmó que la gracia es absolutamente necesaria tanto para llegar a la fe, como para vivirla en las obras buenas que, con el auxilio actual de la gracia, realiza por la caridad.
–Los antecesores o contemporáneos de Martín Lutero(1483-1546), aquellos que por su enseñanza, ejemplo o predicación más prestigio e influjo tuvieron en la cristiandad de su tiempo, enseñaron siempre la verdadera doctrina católica de la gracia y la justificación, y estaban libres de toda peste de pelagianismo o semipelagianismo.
Recuerdo a algunos: Santa Hildegarda de Bingen (+1179), Santo Domingo de Guzmán (+1221), San Francisco de Asís (+1226), San Antonio de Padua (+1231), Beato Ricerio de Mucia (+1236), David de Augsburgo (+1272), Santo Tomás de Aquino (+1274), San Buenaventura (+1274), Santa Gertrudis de Helfta (+1302), Santa Ángela de Foligno (+1309), maestro Eckahrt (+1328), Taulero (+1361), beato Enrique Suson (+1366), Santa Brígida de Suecia (+1373), Santa Catalina de Siena (+1380), Ruysbroeck (+1381), Beato Raimundo de Capua (+1399), San Vicente Ferrer (+1419), San Bernardino de Siena (+1444), San Juan de Capistrano (+1456), Tomás de Kempis (+1471), Santa Catalina de Génova (+1507), Bernabé de Palma (+1532), Francisco de Osuna (+1540), San Ignacio de Loyola (+1556), San Pedro de Alcántara (+1562), San Juan de Ávila (+1569), y tantos otros…
¿Desconocieron estos santos, doctores, predicadores y maestros espirituales la gratuidad de justificación del hombre por la gracia que en la fe tiene su inicio? ¿Obscurecieron en su tiempo, «durante siglos», «al menos en la predicación» al pueblo, el entendimiento de la salvación como pura gracia concedida por el Señor gratuitamente?… Gran calumnia es ésta, que difundida hoy en todo el mundo por los medios de comunicación católicos, será creída por no pocos cristianos de escasa formación, para gloria de Lutero y su Reforma, y para deshonor de la Santa Madre Iglesia Católica.
–Las dos órdenes religiosas más influyentes en el pueblo desde el siglo XIII fueron los franciscanos y los dominicos. En 1209 es aprobada la Iª Regla de San Francisco de Asís. En 1215 forma Santo Domingo la primera comunidad de predicadores. Ellos y sus discípulos fueron los principales predicadores del Evangelio en la nueva sociedad que se va formando entre los siglos XIII y XV, anteriores o contemporáneos de Lutero.
Pues bien, ¿todo este gremio de predicadores populares y de profesores académicos, discípulos de San Francisco y de San Buenaventura, de Santo Domingo y de Santo Tomás de Aquino, de Santa Catalina de Siena y de otros grandes y santos maestros del Evangelio, ignoraban la infinita misericordia de Dios, la gratuidad total de la gracia, la impotencia del hombre sin la gracia de Cristo, la necesidad de la fe, fecunda en la caridad, para producir buenas obras, y recibir la salvación, la justificación y la vida eterna? ¿Estaban necesitados de la Reforma luterana para recuperar la verdad católica en el misterio de la gracia y de la salvación del hombre? Sólo insinuarlo es un absurdo. Ellos no estaban marcados, como hoy es frecuente en no pocos cristianos, por el espíritu pelagiano o semipelagiano.
Santo Tomás: «Dios no nos justifica sin nosotros, porque por el movimiento de la libertad, mientras somos justificados, consentimos en la justicia de Dios. Sin embargo, aquel movimiento [de consentimiento libre de la voluntad] no es causa de la gracia, sino su efecto. Y por tanto toda la operación pertenece a la gracia» (SThlg I-II, 111, 2 ad 2m). «El hombre necesita para vivir rectamente un doble auxilio [de Dios]. Por un lado, un don habitual [la gracia santificante] por el cual la naturaleza caída sea restaurada y, así restaurada [sanada y elevada], sea capaz de hacer obras meritorias de vida eterna, que exceden las posibilidades de la naturaleza. Y por otro lado, necesita el auxilio de la gracia [actual] para ser movida por Dios a obrar… ya que ningún ser creado puede producir cualquier acto a no ser por la virtud de la moción divina» (STh I,109,9). Por tanto, «la acción del Espíritu Santo, mediante la cual nos mueve y protege, no se limita al efecto del don habitual [que infunde en el hombre gracia santificante, virtudes y dones], sino que además nos mueve y protege juntamente con el Padre y el Hijo» (I,105,5 ad 2m). ¿Es posible concebir una gracia más gratuita?
San Buenaventura: en el Breviloquio, V parte, De la gracia del Espíritu Santo, es donde da su más alta doctrina sobre la gracia: «es un don que se nos da y se nos infunde inmediatamente por el mismo Dios» (I,2). La filiación divina, la incorporación a Cristo, «se realiza por la gratuita y condescendiente infusión del don de la gracia» (III,3). La gracia «previene a la voluntad para que quiera, y la sigue [asistiendo] para que su querer no sea sin provecho» (II,2). Dios «concede de tal modo esta gracia al libre albedrío, que lejos de violentarlo, deja libre su consentimiento; por lo cual para echar fuera la culpa no sólo es necesario que se introduzca la gracia […], sino que es preciso, asimismo, que se conforme a la introducción de la gracia por la aceptación del don divino, que llamamos movimiento del libre albedrío» (III,4). Pero más aún: «para disponer el espíritu racional a recibir el don de la gracia sobrenatural, estando como está encorvado, sobre todo después de caída su naturaleza, tiene necesidad del don de otra gracia gratuitamente dada, que lo haga capaz del bien moral» (II,5). El hombre, pues, no puede sin la ayuda de la gracia recibir la gracia actual que Dios le comunica… ¿Puede expresarse más claramente la gratuidad y necesidad de la gracia divina?
¿Como es posible afirmar, pues, que «Lutero tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad [la justificación gratuita] después que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido, y es esto sobre todo lo que la cristiandad debe a la Reforma»?… Esta afirmación es una gran falsedad. Pero viene exigida por el elogio «eclesialmente correcto» de Lutero y de su Reforma en su Vº centenario.
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La teología de Lutero sobre la gracia es una gran miseria, que en forma alguna iluminó las presuntas obscuridades de la Iglesia de su tiempo. Siendo tan misteriosa y delicada la teología de la gracia, la acción de Dios (gracia), obrando en el hombre y con él (libertad), ¿que teoría de la justificación gratuita puede darnos Lutero, si afirma la corrupción total de la naturaleza humana, y si niega en consecuencia tanto la libertad de la voluntad como la capacidad de la razón para conocer la verdad? En el maravilloso templo de la gracia, expresado mentalmente por los genios de la Iglesia más santos y sabios, entra Lutero como un caballo en una alfarería. Lo destroza todo. La cristiandad no le debe nada. Y el hecho de que en algunas cosas no se equivocase ciertamente no es motivo de elogio, porque en ello enseñaba lo que siempre la Iglesia había enseñado. En cambio sus errores son motivo de denuncia, ya que tan graves destrozos causaron en la fe y en la vida de la Iglesia allí donde triunfaron.
–La corrupción del hombre fue una de las convicciones más profundas, persistentes y viscerales de Lutero, que partía en ellas de una experiencia personal morbosa. «Yo, aunque mi vida fuese la de un monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con una conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podría creer en paz; y no amaba, incluso detestaba a Dios como justo y castigador de los pecadores» (Weimarer Ausgabe, Weimar 54,185). ¿Qué teología verdadera de la gracia puede salir de una mente tan falsificada y neurótica?
Como dice L. F. Mateo Seco, según Lutero, «el hombre peca siempre, aun cuando intente obrar el bien. El hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios puede rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a Dios es no tener en cuenta sus pecados, no imputárselos legalmente» (Martín Lutero: sobre la libertad esclava, Magist. Esp., Madrid 1978, 18).
La justificación cristiana, por tanto, tendrá que ser puramente declarativa, extrínseca, pasiva, «imputativa» (Weimar 56,287). En la teología de Lutero, según esto, Dios es incapaz de salvarnos de verdad, de transformar realmente nuestra mente, nuestra voluntad y nuestras obras. Su poder y su amor por nosotros sólo alcanzan a declararnos salvados, justificados, envolviendo la miseria de quien cree en Cristo en el manto de su misericordia. Tapa así nuestros pecados, como en algún lugar dice Lutero, «como la nieve cubre de blanco el montón de estiércol que está en el campo». Es tal la depravación de nuestra naturaleza, que Dios no puede o no quiere darnos un corazón realmente nuevo, que deje de pecar, al menos gravemente.
–La libertad del hombre se perdió por la corrupción de su naturaleza en el pecado original. Y por eso es inútil que siga atormentando su conciencia con la ilusión psicológica de su pretendida libertad. Lutero, en sus primeras obras, aún creía en la libertad del hombre (4,295), comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino a negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras preferidas, De servo arbitrio, polemizando con Erasmo.
Afirma Lutero que la libertad humana es incompatible con Dios, que todo lo preconoce y predetermina; con Satanás, que domina verdaderamente sobre el hombre; con la realidad del pecado original, que corrompió todo lo que es el hombre, también su libertad; con la redención de Cristo, que sería superflua si el hombre fuera libre (18,786). La misma expresión libre arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo más seguro y lo más religioso» (18,638). Lutero introdujo este enorme error en la cultura europea, un error apenas conocido antes en la historia de la Iglesia. Tuvo precedente en Lúcido, que negó la libertad, y su doctrina fue condenada en Arlés (473: Denz 331).
Oponiendo la gracia a las obras, no entiende Lutero ni la gracia de Dios ni la libertad del hombre. Lutero no resuelve el misterioso problema de la conexión entre gracia divina y libertad humana; simplemente lo suprime, negando que pueda el hombre obrar, movido por Dios, para su salvación: todas sus obras son pecado. No entiende a San Pablo cuando éste dice que «es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). No entiende la enseñanza del Magisterio apostólico, por ejemplo, del Sínodo de Orange, la que antes recordábamos. No entiende lo que la Iglesia ha enseñado siempre: que Dios por su gracia mueve gratuitamente la libertad del hombre, asistiéndolo en el comienzo, el transcurso y el fin de sus obras buenas: obras causadas principalmente por Dios, pero causadas también instrumentalmente por la libertad del hombre, que ha consentido en la acción de Dios, auxiliado por su gracia. Queriendo Lutero volver a la Escritura, niega su enseñanza (por ejemplo, Flp 2,13). Queriendo exaltar la fuerza de la gracia, la desvirtúa totalmente, mostrándola como algo extrínseco a la vida real del hombre, incapaz de transformar a éste realmente en su pensamiento, libertad y obras..
–La razón del hombre se perdió también por la corrupción de su naturaleza desde el pecado original, y en nada debe apreciarse ya su capacidad para alcanzar la verdad. Deformada la mente de Lutero por el nominalismo del franciscano inglés Ockham (+1347), odia la escolástica, la ratio fide illustrata de la teología católica, y se cierra en un biblismo que le lleva al escepticismo filosófico y al fideísmo teológico. Sola Scriptura. En todo caso, odia la razón, de la que llega a decir:
«la razón es la mayor prostituta del diablo; por su naturaleza y manera de ser es una prostituta nociva, devorada por la sarna y la lepra, que debería ser pisoteada y destruida, ella y su sabiduría… Es y debe ser ahogada en el Bautismo… merecería que se la relegase al lugar más sucio de la casa, a las letrinas» (51,126).
–Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por las obras, ya que en nada debe fiarse ni de su razón ni de su libertad ilusoria, corrompidas ambas facultades en la naturaleza humana caída. Las buenas obras son convenientes, como expresión de la fe, pero en modo alguno son necesarias para la salvación. Incluso pueden ser peligrosas, cuando debilitan la fe fiducial, y empeñándose la persona en procurarlas, trata de apoyarse en su propia justicia. El cristiano debe aprender a vivir en paz con sus pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador y justo (simul peccator et iustus): pecador en realidad y justo en la reputación de Dios» (56,272).
En 1520 escribe Lutero un opúsculo doctrinal Sobre la fe y las obras. Es la fe la que salva, no las obras, sean éstas buenas o malas, mejores o peores. Punto 5º:
«En esta fe todas las obras son iguales, y la una es como la otra; toda diferencia entre ellas debe venirse abajo, ya sean grandes o pequeñas, cortas, largas, muchas o pocas, pues las obras no son agradables a Dios por sí mismas, sino a causa de la fe» (6,206). Consiguientemente, dirá en otra ocasión, «en nada daña ser pecadores, con tal que deseemos con todas nuestras fuerzas ser justificados». Pero el diablo, con mil artificios, tienta a los hombres «a que trabajen neciamente esforzándose por ser puros y santos, sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender de alguna cosa mala, de tal manera atormenta su conciencia y la aterroriza con el juicio de Dios, que casi les hace caer en desesperación… Conviene, pues, permanecer en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la esperanza de la misericordia de Dios» (56,266-267).
En 1521, el 1 de agosto, escribe Lutero en una carta a Melanchthon:
«Si eres predicador de la gracia, predica una gracia verdadera y no ficticia; si la gracia es verdadera, debes llevar un pecado verdadero y no uno ficticio. Dios no salva a los que son solamente pecadores ficticios. Sé un pecador y peca audazmente, pero cree y alégrate en Cristo aun más audazmente… mientras estemos aquí [en este mundo] hemos de pecar… Ningún pecado nos separará del Cordero, aunque forniquemos y asesinemos mil veces al día».
Sería injusto entender literalmente este texto de Lutero evidentemente hiperbólico. No piensa lo que literalmente dice. Pero lo que en este texto quiere decir es una enorme falsificación del Evangelio.
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Esta es la teología de Lutero sobre la gracia y la justificación, la que al decir del P. Cantalamessa recuperó el verdadero sentido de la salvación cristiana como pura gracia de la fe en Cristo, y «trajo a luz esta verdad, que durante siglos, al menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido. Y es esto sobre todo lo que la cristiandad debe a la Reforma»…
Manicomiale.
José María Iraburu, sacerdote
Post post 1.–En 1545, poco antes de morir, aún tuvo Lutero ánimos para escribir una obra dedicada a los teólogos que le contradecían: Contra los asnos de París y de Lovaina, y otra escrita contra la Santa Sede de Roma: Contra el papado de Roma, fundado por el diablo, en donde su odium papæ llega a expresarse en un paroxismo neurótico de imágenes zoológicas y obscenas: cerdo, burro, rey de los asnos, perro, rey de las ratas, lobo, hombre-lobo, león, dragón y cocodrilo, dragón infernal, bestia, la gran prostituta apocalíptica de Babilonia. Su amigo, Lucas Cranach el Viejo (+1553), expresó estas ideas furibundas en imágenes aborrecibles, que impresas en volantes, se difundieron por el pueblo. Tuvo muchos imitadores… Desde luego, nunca pudo Lutero suponer que llegaría un día en que en la misma Santa Sede romana se haría un elogio de su contribución histórica a la cristiandad.
Post post 2.–Quizá el lector haya apreciado en el título Elogiando a Lutero–1 ese 1 que permite sospechar otros artículos posteriores a éste. Y esa sospecha tiene fundamento. Si Dios quiere, y en los casos en que me lo dé hacer, pienso escribir Sed contra cualquier autor católico que elogie la doctrina luterana con motivo del Vº Centenario de la mal llamada Reforma. Ésta, en efecto, no fue realizada por reformadores, sino por deformadores de la Iglesia.
Índice de Reforma o apostasía
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