Cada Persona es su amor


Homilía para la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo A)


“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).


Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.


La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.


El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.



El amor y la vida de Dios se nos ha comunicado a los hombres por el envío del Hijo y del Espíritu Santo: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17). El Padre, enviando al Hijo, extiende, por decirlo así, su paternidad para hacernos a nosotros hijos adoptivos por la gracia. El Padre y el Hijo envían el Espíritu Santo a nuestros corazones como “dulce huésped del alma”, haciendo que el vínculo de amor que une al Padre y al Hijo nos abarque también a nosotros.


Dios se da a sí mismo dándonos su amor, permitiéndonos entrar en la intimidad de su vida. En la Eucaristía se hace particularmente intensa esta donación: “El ‘misterio de la fe’ es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar” (Benedicto XVI). Verdaderamente, Dios nos colma de sus bendiciones y nos permite ofrecerle lo que Él mismo nos ha dado: “los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo” (Catecismo 1357).


Que el Señor nos transforme por medio de este Santísimo Sacramento y nos haga habitar en Él, en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.


Guillermo Juan Morado.




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