Homilía del Santo Padre Francisco para Pentecostés 2014.
“Todos fueron llenados del Espíritu Santo” (Hch. 2, 4)
Hablando a los Apóstoles en el Última Cena, Jesús dice que, después de su partida de este mundo, les enviaría a ellos el don del Padre; esto es, el Espíritu Santo (Cf. Jn. 15, 26). Esta promesa se realiza con poder en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos reunidos en el Cenáculo. Aquella efusión, aunque extraordinaria, no ha quedado única y limitada a aquél momento, sino que es un evento que se renovó y se renueva todavía. Cristo glorificado a la derecha del Padre continúa realizando su promesa, enviado sobre la Iglesia el Espíritu vivificante, que nos enseña y nos recuerda y nos hace hablar.
El Espíritu Santo nos enseña: es el Maestro interior. Nos guía por el justo camino, a través de las situaciones de la vida. Él nos enseña la senda, el camino. En los primeros tiempos de la Iglesia, el Cristianismo era llamado “el camino” (Cf. Hch. 9, 2), y Jesús mismo es el Camino. El Espíritu Santo nos enseña a seguirlo, a caminar sobre sus huellas. Más que un maestro de doctrina, el Espíritu Santo es un maestro de vida. Y de la vida forma parte ciertamente también el saber, el conocer, pero dentro del horizonte más amplio y armónico de la existencia cristiana.
El Espíritu Santo nos recuerda, nos recuera todo aquello que Jesús ha dicho. Es la memoria viviente de la Iglesia. Y mientras nos hace recordar, nos hace entender las palabras del Señor.
Este recordar en el Espíritu y gracias al Espíritu no se reduce a un hecho mnemónico, es un aspecto esencial de la presencia de Cristo en nosotros y en su Iglesia. El Espíritu de verdad y de caridad nos recuerda todo esto que Cristo dijo, nos hace entrar siempre más plenamente en el sentido de sus palabras. Todos nosotros tenemos esta experiencia: un momento, en cualquier situación, hay una idea y después otra se une a un fragmento de la Escritura… Es el Espíritu que nos hace este camino: el camino de la memoria viviente de la Iglesia. Y esto pide de nosotros una respuesta: más nuestra respuesta es generosa, más las palabras de Jesús se vuelven vida en nosotros, se vuelven comportamientos, elecciones, gestos, testimonios. En sustancia el Espíritu nos recuerda el mandamiento del amor, y nos llama a vivirlo.
Un cristiano sin memoria no es un verdadero cristiano: es un cristiano a mitad de camino, es un hombre o una mujer prisionero del momento, que no sabe atesorar su historia, no sabe leerla y vivirla como historia de salvación. En cambio, con la ayuda de Espíritu Santo, podemos interpretar las inspiraciones interiores y los acontecimientos de la vida a la luz de las palabras de Jesús. Y así crece en nosotros la sabiduría de la memoria, la sabiduría del corazón, que es un don del Espíritu. ¡Que el Espíritu Santo reavive en todos nosotros la memoria cristiana! Y aquél día, con los Apóstoles, estaba la Mujer de la memoria, aquella que desde el inicio meditaba todas las cosas en su corazón. Estaba María, nuestra Madre. Que Ella nos ayude en este camino de la memoria.
El Espíritu Santo nos enseña, nos recuerda, y –otra característica- nos hace hablar, con Dios y con los hombres. No somos cristianos mudos, mudos de alma; no, no hay lugar para esto.
Nos hace hablar con Dios en la oración. La oración es un don que recibimos gratuitamente, es diálogo con Él en el Espíritu Santo, que ora en nosotros y nos permite dirigirnos a Dios llamándolo Padre, Papá, Abbá (Cf. Rm. 8, 15; Gal. 4, 4); y esto no es sólo una “manera de decir”, sino que es la realidad, nosotros somos realmente hijos de Dios. “En efecto, todos aquellos que son guiados por el Espíritu Santo de Dios, estos son hijos de Dios” (Rm. 8, 14).
Nos hace hablar en el acto de fe. Ninguno de nosotros puede decir: “Jesús es el Señor” –lo hemos escuchado hoy- sin el Espíritu Santo. Y el Espíritu nos hace hablar con los hombres en el diálogo fraterno. Nos ayuda a hablar con los otros reconociendo en ellos hermanos y hermanas; a hablar con amistad, con ternura, con mansedumbre, comprendiendo las angustias y las esperanzas, las tristezas y los gozos de los otros.
Pero hay más: el Espíritu Santo nos hace hablar también a los hombres en la profecía, esto es, haciéndonos “canales” humildes y dóciles de la Palabra de Dios. La profecía es hecha con franqueza, para mostrar abiertamente las contradicciones y las injusticias, pero siempre con mansedumbre e intención constructiva. Penetrados del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, que sirve, que da la vida.
Recapitulando: el Espíritu Santo nos enseña el camino, nos recuerda y nos explica las palabras de Jesús, nos hace rezar y decir Padre a Dios, nos hace hablar a los hombres en el diálogo fraterno y nos hace hablar en la profecía.
El día de Pentecostés, cuando los discípulos “fueron colmados de Espíritu Santo”, fue el bautismo de la Iglesia, que nace “en salida”, “partiendo” para anunciar a todos la Buena noticia. La Madre Iglesia, que sale para servir. Recordemos la otra Madre, nuestra Madre que partió prontamente, para servir. La Madre Iglesia y la Madre María: ambas vírgenes, las dos madres, las dos mujeres. Jesús estuvo terminante con los Apóstoles: no debían alejarse de Jerusalén antes de haber recibido de lo alto la fuerza del Espíritu Santo (Cf. Hch. 1, 4. 8). Sin Él no hay misión, no hay evangelización. Por esto con toda la Iglesia, nuestra Madre Iglesia católica invocamos: ¡Ven Espíritu Santo!
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