Valiéndose de una parábola, el Señor nos instruye acerca de la humildad: “todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). No se refiere Jesús, de modo principal, a la necesidad de ser conscientes de las propias limitaciones. Este autoconocimiento – siempre oportuno – no define la especificidad cristiana de la humildad. El criterio de la humildad, su norma, es mucho más alto; es la propia figura de Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,19).
Según la traducción griega de la Biblia – la llamada versión de los Setenta - , el humilde – “tapeinós”- es aquel que se siente pobre ante Dios y, en consecuencia, es manso – “praús” - ; es decir, inclinado hacia el prójimo. En Jesús se personifican estas dos actitudes: la obediencia a la voluntad del Padre y la entrega generosa en favor de los hombres. De este modo refleja el mismo ser de Dios.
San Pablo nos ayuda a profundizar en el significado de la humildad de Jesús en el himno de la Carta a los Filipenses: “siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres” (Flp 2,6-7). Jesús se humilla ante el Padre “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8). De esta obediencia brota su mansedumbre; su compasión y su servicio en favor nuestro: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (cf Mt 8,17).
La humildad de Dios es equivalente a la generosidad de su amor. San Pablo lo expresa, de otro modo, en el himno a la caridad: “La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,4-7). Cada una de las afirmaciones sobre la caridad constituyen rasgos definitorios de la humildad divina reflejada en la vida de Jesús: Él – Dios – “todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
El seguimiento de Cristo consiste en la identificación con Él; en hacer nuestras – dejando obrar al Espíritu Santo – su humildad y su mansedumbre. San Buenaventura habla de dos tipos de humildad que han de estar presentes en el cristiano – y, en realidad, en todo hombre - : la “humilitas veritatis” y la “humilitas severitatis”. La “humildad de la verdad” nos lleva a reconocernos como criaturas ante Dios: Él es Todo y nosotros, ante Él, somos nada; ya que, sin Él, no seríamos. “La humildad de la severidad” nos empuja a reconocer nuestros límites: Dios es la Bondad infinita; nosotros somos pecadores.
Este doble reconocimiento, lejos de humillarnos, nos enaltece. Dios nos llama desde nuestra nada y desde nuestra miseria, y nos invita a sentarnos a su mesa, para participar del banquete de su amor y de su salvación. Este banquete – símbolo del Reino de los cielos – se anticipa sacramentalmente en la Eucaristía, donde Jesús, el Mediador de la nueva alianza (cf Hb 12,24) nos pone en comunicación con Dios y con toda la Iglesia del cielo. De la Eucaristía mana la fuerza que nos empuja a invitar a los pobres, pues pregustamos ya, en la Comunión, la recompensa de hacer el bien sin buscar recompensas.
Guillermo Juan Morado.
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