Homilía para el XXI Domingo durante el año C
El poema del libro de Isaías, que hemos tenido como primera lectura, es uno de los textos “universalistas” más sorprendentes de todo el Antiguo Testamento. Al pueblo de Isarael, convencido de ser el único pueblo elegido de Dios y el único destinatario de todos los privilegios de la salvación, Isaías le anuncia que Dios mandará sus mensajeros a todas las naciones y vendrán de todos los pueblos para ofrecer culto en Jerusalén.
Lo que Jesús dice en el Evangelio de hoy es ciertamente otro tanto difícil de recibir para los que lo escuchaban. Él anuncia que vendrán pueblos de oriente y de occidente, de norte y sur, y se sentarán en la mesa del reino de Dios.
Todavía más sorprendente es la afirmación que, para ser admitidos al banquete, no es importante formar parte de alguna institución, sino seguir fielmente sus enseñanzas. Muchos vendrán y dirán: “Aquí estoy Señor! ¿Nos conocemos bien, nosotros, no? Fui católico toda la vida. Participé de diversas asociaciones pías. Tengo todavía mis distintivos y mis diplomas. Pagué mi cuota todos los años. Formé parte de la Acción Católica, del Opus Dei, de la Legión de María, del camino Neocatecumenal, etc.” El Señor dirá: “Lo siento, pero no te conozco. Tu no eres alguien que vivió según mis mandamientos de amor y de justicia, de compasión y de perdón. Sentí hablar de vos, pero no te conozco. Tu no compartiste tus riquezas con los pobres. Tu has sido despiadado en los negocios y has provocado la ruina de muchos. Nunca has olvidado un insulto o una injusticia súbita de un hermano tuyo hace veinte años, cinco o tres días. Los siento, pero no eres uno de los míos”.
Vendrá después alguno que nunca sintió hablar de Jesús, o quizá, alguno que sea considerado no creyente, porque se quedaba en la falsa idea de Dios que se le mostraba. Y Jesús le dirá: “Bienvenido a mi reino”. Esta persona tal vez le diga: “Mira que te equivocas, me abrás tomado por otro. No sabes que no soy católico? O tal vez: que he abandonado la Iglesia a los 18 años?” Y Jesús entonces le dirá: “Lo que tienes como ideas no me interesa. El hecho es que tu corazón siempre estuvo conmigo. Tu has vivido según mis mandamientos, por los cuales viví y morí. Tu me has conocido siempre, aunque ignorabas mi nombre. Bienvenido a mi reino”.
Esto por ahí escandaliza a los buenos cristianos que creemos ser, pero es la enseñanza de Jesús.
El hecho que Jesús había elegido a Israel no comportaba ningún privilegio. Esta elección confería solamente al pueblo de Israel un rol único en el plan universal de salvación -una salvación que es para todas las naciones. Análogamente, el hecho que nosotros estamos elegidos y llamados a ser miembros de la Iglesia no implica ningún privilegio, conlleva una misión.
Estamos llamados a ser auténticos discípulos de Cristo. Ser discípulos de Cristo quiere decir ponerse a seguirlo y vivir según sus enseñanzas. La Iglesia es la comunidad de todos los discípulos de Cristo que se reconocen como tal. Si formo parte de la Iglesia, pero no vivo según las enseñanzas de Jesús, no soy su discípulo. Mi pertenencia a la Iglesia está vacía de sentido. Por otra parte, alguno puede no pertenecer a la Iglesia, visiblemente, pero ser un auténtico discípulo de Cristo, aunque nunca haya sentido hablar de él, porque vive según los valores humanos y espirituales por los que Jesús vivió y murió.
Si nosotros somos, como espero que lo seamos, miembros de la Iglesia y al mismo tiempo discípulos de Cristo, vale decir, personas que se esfuerzan, a pesar de las propias debilidades, por vivir según el mensaje de Cristo, entonces tenemos, en el plan de salvación de Dios para la humanidad, una responsabilidad grandísima: tenemos la responsabilidad de hacer conocer la persona, el nombre y el mensaje de Cristo al rededor nuestro, con nuestra vida y con nuestras palabras.
Veamos entonces en el Evangelio de hoy no la seguridad gratificante que nosotros formamos parte del pequeño número de privilegiados, sino más bien el llamado a una bella misión y al mismo tiempo de anunciar y vivir, decir y hacer, para conocer a Jesús y ser conocidos por él.
San Agustín hablando de cuantos se salvan y de los que vendrán de oriente y de occidente, comenta: “Si, entonces, hermanos míos, hablo a los granos de trigo, si los predestinados al reino de los cielos, entienden esto que les digo, hablen con las obras, no con palabras. Estoy empujado a decirles lo que no les debería haber dicho nunca. Tendría que haber, en efecto, encontrado en ustedes motivos de alabanza, no motivos de reproche. Lo digo rápido. Tomen conciencia del deber de la hospitalidad, es el camino para llegar a Dios. Si recibes a un huésped, recibes un compañero de viaje, porque todos somos viajantes. Lo es el cristiano que reconoce ser un peregrino, sea en su casa, o en su patria. Nuestra patria está allá arriba: solo allí no seremos huéspedes. Aquí, también en su casa, cada uno es huésped. Si no fuera huésped no se iría nunca. Si un día se va, es huésped. No se engañen, se es huésped, se quiera o no. Pero deja su casa a sus hijos. No dice nada: es un huésped que deja el puesto a otro huésped. En un hotel, ¿no dejas el lugar a otro que llega? Así en tu casa. El padre deja el lugar al hijo, y este a los suyos. No estamos para permanecer; y no se dejará a uno que permanezca. Si debemos todos pasar, busquemos de hacer algo que no pase porque una vez pasados y llegados allí donde no se parte más, encontremos nuestras obras buenas. Cristo es el custodio ¿podemos temer no tener más lo que le confiamos?” ( Agostino, Sermo 111, 1-2. Lezionario “I Padri vivi” 191)
Para ser conocidos de Jesús tenemos que tener obras y no títulos y jaculatorias, todas las pertenencias y títulos son tales si hacemos los que Jesús nos enseña, hagamos un tesoro de obras en el cielo. María la Virgen obediente intercede por nosotros.
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