Tuneados






El Diccionario de la Academia sólo admite el verbo “tunear” en la acepción, ya moribunda, de “hacer el tuno o el pillo, o comportarse como tal”. Nada dice del sentido más moderno de este término. “Tunear” significa personalizar una máquina ―un coche, una moto, un ordenador― para adaptar su aspecto externo a la personalidad de su dueño.




Los automóviles tuneados tienen, entre otras ventajas, una protección adicional contra ladrones. Ningún caco se atrevería a robar un automóvil de tres colores metalizados, con un par de cuernos de reno sobre el motor y guardabarros fosforescentes. Imposible ocultar a la policía un robo semejante.




Aunque la mayor parte de los tuneadores tienen un gusto mejorable y, con el debido respeto, podrían ser calificados de horteras urbanos sin curación posible, ellos suelen sentirse la mar de satisfechos con sus travesuras estéticas, especialmente en los automóviles.




Todo esto es conocido. El problema es que el “tuneo” está de moda y los tuneadores se están pasando. Ya no les basta con tunear la moto, el ordenata o la escopeta de caza. ¿Por qué no tunear et propio pellejo y adaptarlo a nuestro modo de ser?, se preguntan.




Así llegaron los tatuajes. No me refiero al tatuaje discreto, más o menos tradicional, de quien se pinta una mariposa en el hombro o un corazón con el nombre del amor de su vida. A mí estas cosas me conmueven. Hace años escribí en algún sitio que el tatuaje es lo único indisoluble que nos queda, después de haber trivializado el matrimonio con el divorcio exprés.



El tuneo epidérmico es otra cosa y renuncio a describirlo. Las fotografías son suficientemente expresivas. Hay miles como éstas en la red.




Ayer, en mi viaje de vuelta a Madrid, traía a mi lado otra pareja, como la de Ángel y Gorda, sólo que mucho más horterillas, los pobres. Les saqué un par de fotos, que no me atrevo a publicar, más que nada porque creo que necesitaría su autorización. Los dos se parecían en algo: eran feos de concurso. Ella, larguirucha y de nariz prominente, se había cortado el pelo al cero y conservaba sólo una trenza que le salía de lo alto del cráneo como el humo negro de una chimenea. Él, ligeramente estrábico, llevaba el pelo teñido de amarillo chillón.




Estoy mirando ahora mismo la fotografía que les saqué a traición y trato de encontrar un centímetro cuadrado de piel que no esté tuneado. Hay detalles divertidos: él, por ejemplo lleva un lápiz tatuado detrás de la oreja y un reloj de colores en la muñeca, que marca las 10 y diez.




Supongo que ninguno de los dos estaba contento con su piel; se veían feítos y trataron de arreglarlo en un ataque de adolescencia. Y es una pena, porque el reloj de la vida no está tatuado; sigue corriendo y, cuando menos lo piensen, se mirarán al espejo y verán solo un par de ancianos tuneados llenos de arrugas.




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