Nos encontramos en Pamplona hace poco más de un mes. Yo estaba a la espera de que me llamaran para una consulta médica en la Clínica Universitaria y me entretenía leyendo el periódico. De pronto noté que alguien se sentaba a mi lado y trataba de leer lo mismo que yo apoyando la barbilla en mi hombro.
―¡Patxi!
Tenía la misma cara de niño.
―¡Cuánto tiempo…!
―Cuatro días, no exageres ―me contestó―. Nos vimos hace…, no llega ni a diez años.
En tres minutos me puso al día. Se había jubilado, sin júbilo, como profesor de la Universidad y tenía más trabajo que nunca. Me dijo que estaba muy bien de salud, "como una rosa con cataratas" y que iba a visitar a don Carmelo, un sacerdote anciano e ilustre canonista, que estaba ingresado en la clínica.
―Dentro de unos días cumpliré 30 años de sacerdote.
―Eres un chiquillo ―le contesté―; yo cumplo 44 a fin de mes.
Me preguntó por mi madre; me recordó los años de Barcelona cuando jugábamos a ser periodistas en la revista “Diagonal”; me habló de cinco o seis amigos de aquella época y se fue a toda velocidad después de encadenar un par de chistes que ya he olvidado.
Hoy me entero de que Don Francisco Domingo Uriarte ―Patxi― acaba de fallecer repentinamente. Esta mañana se ha celebrado su Funeral en el Colegio Mayor Aralar.
Patxi y yo éramos de la misma edad, pero siempre pensé que él era más joven, y no sólo por su cara de niño. Me asombraba su carácter jovial, sus reflejos para gastar una broma al hilo de la conversación más solemne; su espíritu deportivo, su extraordinaria memoria que recordaba todo lo bueno y olvidaba lo malo. Y esa sorprenderse habilidad para crear la figura de papel que uno le pidiera con un pedazo de periódico.
Me resulta difícil pensar en Patxi sin sonreír. Fue un gran cura: “la alegría de la casa”. ¿Qué más puedo decir? ¿Qué más se puede pedir de un cura?
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