“¡Ay de vosotros, fariseos, que apreciáis más el oro que el altar!” (Mt 23, 13-22). Jesús reprocha a los fariseos el hecho de que para estos tenga más valor el oro que el altar, “que hace sagrado el oro”. Los fariseos han invertido los valores religiosos, y así lo material ha quedado por encima de lo espiritual; la creatura por encima del Creador; el oro por encima del altar. Si bien esta inversión de valores es grave, es solo una consecuencia de un hecho aún más grave, y es el haber desalojado del corazón a Dios, para suplantarlo y colocar en su lugar un ídolo mudo, el oro, el cual, en la perspectiva de Jesús, tiene valor –es sagrado- sólo en tanto y en cuanto es ofrendado en el altar, pero fuera de esta condición, no tiene valor en sí mismo, porque de nada sirve para el Reino de los cielos.
El Pueblo Elegido ya había cometido este pecado antes, cuando construyó el becerro de oro, un ídolo, despreciando los Mandamientos de la Ley de Dios que les traía Moisés.
Esto se repetirá luego en el juicio inicuo sufrido por Jesús en la Pasión, cuando la multitud prefiera a Barrabás, un delincuente y homicida, a Jesús, el Cordero de Dios.
Pero no son los fariseos los únicos en invertir los valores como consecuencia de expulsar primero a Dios del corazón: la inmensa mayoría de los cristianos de hoy cometen el mismo pecado, desde el momento en que abandonan de modo masivo la Iglesia y sus sacramentos, principalmente la Santa Misa, para inclinarse a ídolos de pies de barro, como el fútbol, la música, la política, el dinero, el placer, el poder.
Frente a esta apostasía reinante en la Iglesia, apostasía por la cual los cristianos dan más valor al mundo que a Dios que se ofrece a sí mismo en la Eucaristía, las palabras de Jesús podrían quedar así: “¡Ay de vosotros, cristianos tibios, hipócritas, guías ciegos, insensatos, que dáis más valor al mundo y a sus espejismos, que al Santísimo Sacramento del altar!”.
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