(232) Santas Misas terribles



¿Pero qué dice usted?…


Lea y lo entenderá (con el favor de Dios).



–El Purgatorio en la liturgia. Un matrimonio amigo, desolado por las deformes Misas arbitrarias, a las que en ocasiones se ven en la necesidad de asistir con sus hijos, me contaba el otro día los horrores que con frecuencia tenían que sufrir en las Misas. Me describían él y ella una Misa secularizada en las formas ya desde el primer saludo «litúrgico» del sacerdote, sin casulla y con una estola de muchos colores: «buenos días, hermanos y hermanas… ¿Calor, eh?» (sí, era un día caluroso)…




Un coro instalado en el mismo presbiterio, con batería y todo, atrona el local de techo bajo con cantos en los que es difícil distinguir qué es peor, si la melodía o la letra. Moniciones interminables del cura o de un laico –silenciofobia: palabras, palabras, palabras–, que deshacen la sacralidad del rito. Una homilía muy larga y gravemente desafinada, siempre a la contra de la Tradición y de la doctrina de la Iglesia (Dios acoge al pecador y le da su perdón sin exigirle ninguna condición o disposición espiritual, sin exigirle nada a cambio). La Plegaria eucarística, casi toda inventada o leída en unos folios. La comunión obligatoria («acérquense todos, y digo todos, a comulgar. El Señor quiere darles a todos y a cada uno de ustedes un abrazo de amor y de perdón»). No merece la pena seguir describiendo falsificaciones doctrinales y litúrgicas de la Misa, porque los abusos pueden ser ésos o cien otros distintos. Parece a veces que nos hemos equivocado, y que no estamos en un templo católico, que celebra la Misa católica… De este modo para los fieles, el mejor momento de la semana, la Eucaristía, se les hace el peor, el más indignante y desagradable. Una celebración semejante viene a ser para ellos una anticipación del Purgatorio… Y según las circunstancias y el lugar donde vivan, es un sufrimiento ineludible: no tienen otra alternativa. Por el contrario, otra, muy distinta, es la voluntad de la Iglesia.



–El Cielo en la liturgia. Vaticano II: «En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en la liturgia celestial» (Sacrosanctum Concilium 8). Toda la Liturgia, pero especialmente la Misa, es una participación en la liturgia del cielo, ésa que se describe en el Apocalipsis, y viene a ser un eco de ella, y sin duda una anticipación: «Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el que iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, banquete pascual, en el que se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (Sacrosanctum Concilium 47). La Eucaristía es el cielo en la tierra.



Una historia ilustrativa. La Crónica de Néstor, escrita por un monje de Kiev en 1113, es la historia del primer Estado eslavo, la Rus de Kiev (aproximadamente del 850 al 1110). El príncipe Vladimiro, en el año 986, llegó al convencimiento de que había llegado el momento de renunciar de una vez a los dioses paganos. Llamó a representantes de las diversas religiones principales. Según la Crónica, escuchó en su Corte sucesivamente las informaciones que le presentaron delegados del Islam, de la Iglesia católica latina, de los judíos, de la Ortodoxia católica oriental –todavía unida a Roma–. Pero no queriendo contentarse con las informaciones verbales y doctrinales, envió emisarios para que examinaran in situ cómo eran las diversas religiones.


Durante varios meses, dieron éstos fiel cumplimiento a su misión, y visitaron mezquitas, iglesias y diversos centros religiosos. Pero cuando llegaron a Constantinopla y asistieron en Santa Sofía al culto solemne oficiado por el Patriarca, que ese día celebraba la Dormición o Asunción de Nuestra Señora, quedaron absolutamente fascinados. Al regresar de su viaje, informaron al principe Vladimiro: «No sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra… No existe sobre la tierra ninguna belleza, ningún esplendor comparable, no encontramos palabras para describir lo que vimos y oímos. La única cosa que sabemos es que allí Dios reside entre los hombres». El príncipe Vladimiro y todo su pueblo se bautizaron prontamente en la Ortodoxia.



La belleza sagrada de la Liturgia es el esplendor de Dios, que arde en los templos de la Iglesia de Oriente y de Occidente como una llama inextinguible, «mientras esperamos la venida gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo». Pero cuántas veces, al menos desde hace unos decenios en tantos lugares de la Iglesia latina, falla esa nota en las celebraciones litúrgicas… ¡Qué misteriosa permisión de la Providencia divina!… Aunque si bien lo consideramos, no pocas veces los misterios más altos de la historia de la salvación se han realizado en las formas humanas más pobres, precarias y miserables.



Belén: santidad y miseria del Nacimiento de Jesús


Santidad. Tanto amó Dios al mundo que en Belén nos lo entregó como Salvador. Sabiendo cómo lo íbamos a tratar. Nos lo entregó para siempre, pues al nacer de una mujer, María, por obra del Espíritu Santo, habitó entre nosotros, haciéndose realmente hermano nuestro, miembro de la humanidad. ¡Oh, sagrado misterio, oh, noche santa!… Los pastores, gente humilde, le adora. Los ángeles cantan la gloria de su nacimiento…


Miseria. Ya en Belén inicia Israel el rechazo de Jesús: «vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). El Unigénito del Padre, nacido antes de todos los siglos, Primogénito de toda criatura, entra en el mundo por la puerta de servicio, del modo más miserable. Para José y María no había sitio en la posada. Otros más importantes habrían tenido una acogida amable y confortable. Pero ellos no eran más que un matrimonio humilde de aldeanos «galileos», gente despreciable.



San José, al ver que se aproximaba en María el momento del parto, andaría «desesperado» –es un decir– al ver que se les cerraban todas las puertas. Iría de aquí para allá, suplicaría, insistiría: todo inútil. Vería con angustia cómo, si querían que el nacimiento se diera en un lugar discretamente apartado, tendrían que acabar bajo un puente, junto a un árbol en descampado… Qué horror. Y el mayor horror, con mucho, ver gente tan dura, capaz de negar acogida a una esposa jovencita, a punto de dar a luz por primera vez… Ahora los cristianos, a la luz de la fe, vemos el portal de Belén, aquel lugar sucio y pestilente de animales, como un lugar santo y sagrado, y veneramos las pajas como si fueran de oro. Pero no, dar a luz una madre en un establo de animales es algo trágico, y en cierto modo vergonzoso. Y no tener para cuna del niño Jesús nada mejor que un simple «pesebre», el comedero de las bestias…


Por el contrario, la Santísima Virgen María, la Llena-de-gracia, vivía aquellas horas abandonada total y gozosamente en la Providencia divina. Contemplaba extasiada la bondad infinita de Dios, su sabiduría inmensa, tan contraria al pensamiento de los mundanos, y trataba de consolar y tranquilizar a su esposo. No salía de su asombro al ver que había Dios elegido introducir a su Hijo en el mundo del modo más humilde imaginable, dejando a un lado el esplendor posible de otro modo majestuoso. Unía su voluntad a la voluntad providente del Padre celeste con una conformidad incondicional y entusiasta, llena de amor y de esperanza. Se sentía orgullosa de Dios, que había preferido dar su Hijo a los hombres en la pobreza, la vergüenza y la humildad. Estremecida de un gozo inefable, no hubiera cambiado su situación por ninguna otra: «se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador».


Es así como la venerable Madre María Jesús de Ágreda, a la luz del Espíritu Santo, describe esa escena en su obra grandiosa Mística Ciudad de Dios (II parte, lib. IV). José y María «entraron en la ciudad [de Belén] buscando alguna casa de posada, y discurriendo muchas calles, no sólo por posadas y mesones, pero por las casas de los conocidos y de su familia más cercanos, de ninguno fueron admitidos y de muchos despedidos con desgracia y con desprecios»… Los ángeles se admiraban «de los altísimos misterios del Señor, de la paciencia y mansedumbre de su Madre Virgen y de la insensible dureza de los hombres. Con esta admiración bendecían al Altísimo en sus obras y ocultos sacramentos, porque desde aquel día quiso acreditar y levantar a tanta gloria la humildad y pobreza despreciada de los mortales».


«Eran las nueve de la noche cuando el fidelísimo José, lleno de amargura e íntimo dolor, se volvió a su esposa prudentísima, y la dijo: “Señora mía dulcísima, mi corazón desfallece de dolor en esta ocasión viendo que no puedo acomodaros… Misterio sin duda tiene esta permisión del cielo, que no se muevan los corazones de los hombres a recibirnos en sus casas”»… Y le propuso, como último recurso, ir a «una cueva que suele servir de albergue a los pastores y a su ganado. –Respondióle la prudentísima Virgen: “Esposo y señor mío, no se aflija vuestro corazón, porque no se ejecutan los deseos ardentísimos que produce el afecto que tenéis al Señor [que va a nacer]. Y pues le tengo en mis entrañas, por él mismo os suplico que le demos gracias por lo que así dispone. El lugar que me decís será muy a propósito para mi deseo. Conviértanse vuestras lágrimas en gozo con el amor y posesión de la pobreza… Vamos contentos a donde el Señor nos guía… Y llenos de celestial consuelo, por este beneficio alabaron al Señor» (cp. 9). Así llegaron a «la más pobre y humilde choza o cueva» (cp. 10). [Nota.–Si me hicieran Papa, canonizaría a María Jesús de Ágreda al día siguiente. Sin más.]



Última Cena: santidad y miseria


Santidad. Cena pascual renovada, nuevo Cordero inmaculado, sacrificado esta vez para la expiación de los pecados de toda la humanidad. Las palabras del Maestro son en esta noche más altas que nunca; habla del Padre, de Sí mismo, del Espíritu Santo. Proclama la ley suprema de la caridad. La cumple Él hasta la muerte: «éste es mi Cuerpo, que se entrega, y mi Sangre, que se derrama por vosotros y por muchos»… Y se inicia en el Cenáculo «el gran Misterio que nos dejó el Señor como Alianza eterna», «el sacrificio puro, inmaculado y santo, pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación», el diario Memorial de la Eucaristía, que actualizamos en los altares de todo el mundo, como «un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso».


Miseria. Pero todo esto ocurre «en la noche en que iba a ser entregado»…. Judas, no reconoce ni acepta la victoria de Cristo por la Cruz, por la ignominia y la muerte. Se escandaliza del Crucificado, finalmente vencido por sus enemigos. Lo vende por treinta monedas. «Uno de vosotros me entregará»… «¿Soy yo, Maestro? –Tú lo has dicho… Lo que vas a hacer, hazlo pronto… Y él salió de prisa. Era de noche»…


Y hay más aún: «todos vosotros os escandalizaréis de mí en esta noche… Mirad, llega la hora, ya ha llegado, en que vosotros os dispersaréis cada uno por su parte, y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo»… Jesús sabe todo lo que va a sobrevenirle, y se entrega sin resistencia a quienes, dirigidos por su discípulo Judas, que le entrega besándolo, vienen a prenderlo: «ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas»… «Prendieron a Jesús y lo ataron».


Atado Jesús, inerme, totalmente humillado. Testigos falsos, procesos nocturnos, jueces perversos, azotes, burlas, bofetadas, golpes, corona de espinas… Todo es falso, cruel, abominable, siniestro: es la obra de Satanás y de quienes están bajo su influjo.


Cruz del Calvario: santidad máxima y miseria total


Santidad y pecado, salvación y horror, total revelación divina y tinieblas máximas, se unen inseparablemente en el misterio de la Cruz de Cristo. «El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo», según dijo el Bautista al presentarlo a Israel, «maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores… Desfigurado su rostro, que no parecía ser hombres, despreciado, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, estimado en nada… Traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Yavé cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros… Recibirá muchedumbres por botín, por haberse entregado a la muerte, y haber sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores» (Is 53).


Jesús es clavado en la cruz, tormento máximo, la más ignominiosa de las muertes penales; «y con él crucificaron a dos ladrones: uno a su derecha y otro a su izquierda». Los soldados se reparten a suertes sus vestiduras. Los que pasan «le insultan y mueven sus cabezas: “¡Bah! tú que destruyes el templo y lo reedificas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz”». Sacerdotes y escribas se burlan igualmente de él, y viéndole agonizar en la Cruz, se confirman muy contentos en su convicción de que era un impostor, un blasfemo: «es el Rey de Israel, baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha confiado en Dios, que ahora lo libre si lo ama. Porque ha dicho: “soy Hijo de Dios”»… Y la luz brilla en las tinieblas: «Padre, perdónalos, porque no saben qué hacen»… Por último «Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”»… «Desde la hora de sexta hasta la hora de nona vinieron las tinieblas sobre toda la tierra».


Santas Misas terribles… Vuelvo al principio. Me refiero a los fieles cristianos que participan en Misas santas, totalmente santas y santificantes, si son válidas, y al mismo tiempo terribles, espantosas, cuando están celebradas en modos desgraciados y salvajes. Sacrilegio máximo: el sacerdote oficiante desobedece gravemente las normas litúrgicas de la Iglesia, y se rebela precisamente al actualizar en el altar el Sacrificio de la Nueva Alianza, donde aquellos que por la desobediencia nos perdimos de Dios, somos reconciliados con Él por la obediencia de Cristo (Rm 5,19), «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8)… Misas santas y terribles, que tienen tanto de sacramento como de sacrilegio, pues «el sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas… El sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues en este sacramento el Cuerpo de Cristo se nos hace presente substancialmente» (Catecismo 2120). No es posible cometer un horror tan grande sin haber olvidado que «quien come y bebe el cuerpo del Señor sin discernir, se come y bebe su propia condenación» (1Cor 11,29). Sacramento y sacrilegio: al mismo tiempo, como en Belén, como en la Cena, como en el Calvario. Ahora, como en la Misa.


Pablo VI: «Nosotros creemos que la Misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (1968, Credo del Pueblo de Dios 24). Se hace presente –verdadera, real, substancialmente– el mismo Señor Jesucristo Resucitado, mostrando al Padre y a nosotros las cinco llagas de su Pasión gloriosa. Se hacen presentes las tres Personas divinas, la Virgen María con todos los ángeles y los santos, y nos acompañan también los fieles cristianos, nuestros hermanos, que han venido con nosotros a participar de la sagrada Eucaristía, uniéndose a la ofrenda que el Salvador hace de sí mismo para la gloria de Dios y para nuestra salvación. Han venido, como nosotros, buscando al que es «verdad, camino y vida», para recibirlo como Palabra y como Pan vivo bajado del cielo. Están también presentes –para que ninguno falte en la actualización de tan sagrado Misterio– Judas, los escribas y sacerdotes, los soldados romanos, los judíos incrédulos que se burlan del Crucificado. El diablo y los suyos. No falta nadie.


Querríamos siempre Misas celestiales, que nos hagan dudar de si estamos en la tierra o en el cielo. Y hacemos bien en quererlo, procurarlo y pedirlo a Dios. Pero no menospreciemos jamás la santa Misa, ni faltemos a ella nunca, alegando que, tal como es celebrada, resulta para nosotros más que cielo, un purgatorio. Sigue siendo hoy la Eucaristía, con santo y terrrible realismo, «el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares». Se celebre en el rito ordinario o en el extraordinario, con mayor o menor solemnidad, con mejor o peor gusto estético, la Misa, si es válida, es siempre el cielo en la tierra.


José María Iraburu, sacerdote


Post post.–Una oración por todos aquellos que celebran la Eucaristía o participan en ella de forma sacrílega.


«Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen».





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