SANTA MÓNICA
(† 387)
Cae el sol africano, un sol de justicia, sobre las calles pueblerinas de Tagaste. Mónica, niña de pies inquietos, corretea y se divierte por la pequeña ciudad. A la voz de una vieja criada, gruñona pero querida, suspende el juego, y con un gracioso mohín, mezcla de cariño y de protesta, vuelve presurosa a la casa de sus padres.
Nacida bajo la paz declinante del Imperio romano, Mónica florece a la vida en el seno de una familia cristiana, noble de alcurnia, aunque arruinada por el curso desgraciado de los destinos públicos. Desde la más tierna edad sabe de prácticas piadosas y de ejercicios domésticos. Su educación, si no en ambiente de penuria, comienza a desenvolverse, desde la cuna misma, con sencillez y sin alardes de opulencia.
Más que a la madre, debe la obra de su formación a la diligencia y al celo de aquella anciana y fiel sirvienta, que llevó ya a su padre a la espalda, cuando niño, y que es ahora, por sus años respetables y por sus óptimas costumbres, la autoridad moral más acatada de la familia. Condescendiente tanto como severa con los pequeños, hasta el agua les regula a deshora, para que se habitúen a moderar los apetitos. Bajo su vigilancia aprende Mónica lecciones de honestidad. Está haciéndose un alma exquisita, encerrada en un corazón sumamente sensible. Los pobres, a diario, son su debilidad apasionante, y la frecuencia de la limosna su recreo más feliz. La dicha de su corazón explota cuando halla oportunidad para lavar los pies a algún peregrino u ofrecer consuelo a algún enfermo.
A medida que va siendo crecida empieza a gustar los deleites interiores de la espiritualidad. Más de una vez la sorprenden los íntimos arrodillada en un rincón oscuro, haciendo oración a solas, en diálogo de cordialidad inocente con Dios. En los juegos ríe y disfruta como nadie. Sus amigas la respetan, y su palabra es resolutoria en cualquier discusión.
No ha de faltarle, tampoco, alguna cándida picardía. Como aquella de los tragos clandestinos, que recordará siempre con vergüenza. A la hora de comer, por mandato de sus padres, es la encargada de bajar a la bodega para sacar vino de la cuba. Y cede a la tentación de probarlo, sólo por tomarle el gusto, antes de servirlo a la mesa. Al principio bebe una pizca, casi nada. Poco a poco va aumentando el paladeo, y con él la cantidad. Ahora es ya una gran copa lo que saborea cada vez, antes de subir, sin que lo sepa la criada inflexible ni ninguno de sus mayores. Hasta que todo se descubre. Unicamente está en el secreto otra sirvienta más joven y consentida. En cierta ocasión, discutiendo una y otra, la criada echa en rostro de su pequeña ama este defecto, llamándola, con intención humillante, “borrachuela”. Santo remedio. Herida Mónica por el aguijón del insulto, comprende la fealdad del vicio y lo condena al instante, arrojándolo definitivamente de sí. El amor propio afrentado actúa aquí de medicina maravillosa.
Desde muy niña se está mostrando maestra en reflexionar y en cordura de saber. Lo demostrará más tarde dando lecciones en la escuela de filósofos sutiles, improvisada en el retiro de Casirciaco. Sencilla tanto como culta, desprecia las galas de lujo. Aunque mujer, su prudencia y su discreción están por encima de la vanidad.
Rica en dones de espíritu y en gracias exteriores, al cumplir los veinte se casa con Patricio, curial de Tagaste, noble pero arruinado también. El corazón del esposo, naturalmente leal y honrado, estalla en volcanes de pasiones vergonzosas. Pagano, violento, de fibra colérica y de pensamientos nada castos, choca en rudo contraste con la delicadeza de Mónica, que consigue enamorarlo y vencerlo, en medio de sus repetidas y alardeadas infidelidades. Un matrimonio así, con edades dobladas y con temples tan distintos, humanamente no puede adivinarse sino como un presagio seguro de desdicha. Pero Mónica acepta ante el altar la mano de Patricio, consciente de un holocausto y con presentimiento de misión. El tacto de su santidad y de sus silencios transforma pronto el infierno previsible del hogar en un remanso de concordia. Bien puede atestiguarlo la propia suegra, en cuya casa vive. Pagana e irritable, como Patricio, acoge las calumnias de los criados, quienes, sólo por adularla, fomentan sus celos, su malquerencia y su astucia contra Mónica. Pero la nuera ya conoce el procedimiento: no huye ni protesta, sino que convive para convertir. Y lo logra: con defensa de amor, de humildad, de dulzura, de paciencia. Táctica de éxito, que aconseja a sus amigas. Mónica nunca sale a la calle con huellas de castigos en el rostro ni comunica las defecciones maritales de Patricio. La oratoria de su ejemplo y el prestigio de su conducta sin tacha ponen paz en las disputas de familiares y extraños. Abomina los chismes y el comadreo. Al fin, la rudeza del esposo y el rencor de la suegra terminan quebrándose contra el corazón suavísimo de Mónica, trasunto ideal de la perfecta casada.
Al filo de los veintidós años Mónica es madre. El 13 de noviembre del 354 nace su primogénito: Agustín. Otros dos vástagos brotarán de su seno: Navigio y Perpetua.
Agustín es una llamarada de ímpetus contrarios. La fogosidad de Patricio y la ternura de Mónica arden en su corazón. Navigio es más plácido, más tímido, más maternal; como Jacob. Agustín lleva arreboles de crepúsculo y ascuas de fuego en la sangre. Si no concierta en número, en peso y en medida el huracán temprano de sus inquietudes, será otro Esaú. Toda la vida de Mónica va a cifrarse en un colosal esfuerzo por abrir metas de luz y caminos de seguridad al paso de este gigante.
Perpetua, la menor, se casa y enviuda pronto. No sale del solar africano. Cuando Agustín sea sacerdote ingresará en un convento, bajo su regla monástica. Navigio no abandona nunca a la madre. Va a ser su fuente de consolación y su descanso durante los extravíos de Agustín.
Se casará también y tendrá hijos. Uno de ésos se verá más tarde de subdiácono en Hipona, junto al tío obispo. Algunas hijas florecerán a su vez entre las vírgenes de Africa, al lado de la tía monja. Navigio y Perpetua, elevados a los altares, ocupan hoy un lugar de gloria en el santoral cristiano.
Mónica acierta a sustituir rápidamente los sinsabores y las contrariedades del matrimonio con la educación de sus hijos. Desde el regazo de la madre, “mientras saborean las delicias de su leche”, gustan ya la palabra y la sonrisa de Dios. Nos lo dirá el propio Agustín. Todos creen en casa por Mónica. El nombre de Jesús es familiar a hijos y criados. Aquéllos son catecúmenos. La servidumbre es cristiana. Sólo Patricio permanece infiel.
Navigio y Perpetua, discretos en dones, no son problema para Mónica. El talento fuera de lo normal de Agustín es su tormento de pesadilla. Al principio se limita a reír las quejas de los palmetazos que recibe el pequeño en la escuela de Tagaste, con su aversión clamorosa al estudio. Pero después, cuando el genio despierta monstruoso en sus potencias, con los triunfos apoteósicos de Madaura, unidos a un entusiasmo incontinente por Virgilio, por las estrofas encendidas de los poetas, por las representaciones teatrales…, Mónica mira con miedo al mar agitado de su alma y teme por su perdición.
Comienza ahora el calvario más cruel de la madre. Sólo Agustín le importa, porque le ve al borde del abismo. “Amar y ser amado” es el lema del escolar brillante, a quien el orgullo de sus paisanos vaticina ya gloria de la patria. La labor de Mónica en la educación de Agustín, estremecido de pasiones rugientes, como su padre, en el albor de los dieciséis años, cae estruendosamente a tierra. La indiferencia de Patricio, preocupado sólo por los aplausos, contribuye al derrumbamiento.
Entonces, en medio de las primeras lágrimas que vierte la madre por el hijo difícil, recibe alborozada la primera alegría: Patricio se convierte. En la primavera del año 370 abjura públicamente la religión pagana, haciéndose catecúmeno, y un año más tarde, gravemente enfermo, recibe el bautismo, muriendo poco después con muerte edificante. El valor del holocausto, concluido por Mónica en su corazón al recibir el velo de casada, resulta así absolutamente positivo.
Viuda y joven, con sus treinta y nueve años, viste sencillamente, ayuna y se ejercita en obras de piedad. Agustín no ha asistido a la muerte de su padre. Estudiante en Cartapo, recibe con dolor la triste noticia. La viuda pobre no podrá seguir costeándole los estudios. Pero el corazón generoso de un amigo, Romaniano, soluciona felizmente la contrariedad. Agustín y Mónica pagarán al mecenas con la educación de su hijo Licencio, perfectamente lograda en ciencia y en espíritu por tan extraordinarios preceptores.
Mónica quiere casto a Agustín. Al saberle en pubertad, ya antes de morir Patricio, le exhortó con valentía sobre los bienes de la continencia. Pero Agustín despreció el consejo como “palabras de mujer”. Ahora, lejos de su madre, envuelto en los peligros de una gran ciudad, “ama al fin, es amado y gusta los placeres, los celos y todas las tempestades del amor”. A los dieciocho años tiene un hijo: Adeodato. Cuando Mónica lo sabe comprende que toda su vida va a resolverse en lágrimas. No le importa que Agustín sea el primero en los estudios, que entienda sin maestro las cuestiones más abstrusas de filosofía, que triunfe en los certámenes, que en su torno exploten siempre los aplausos; sólo le importa definitivamente la salvación de su alma. Piensa, después de todo, que por la ciencia llegará a Dios. Y se decide a esperar.
Agustín lee el Hortensio de Cicerón, que le transforma intelectualmente. Penetra con avidez en la dialéctica platónica. Abriga la ilusión de hallar el nombre de Jesús, “mamado amorosamente en la leche de la madre”. Y no lo encuentra. Repasa después las Sagradas Escrituras. Pero lo hace con orgullo, sin humildad, con el corazón manchado. Y no las comprende. Mónica sigue estos pasos hacia la luz. Y cada día con más confianza, ora, se mortifica y silenciosamente continúa en espera.
El problema de Agustín, en estos momentos, es ideológico tanto como afectivo. Busca una doctrina que le proporcione el descubrimiento de la verdad y el culto al nombre de Jesús, sin renunciar a las pasiones. Todo esto le promete el maniqueísmo. Y se afilia con entusiasmo a su fe. Apenas cuenta diecinueve años y aparece ya con tacha de concubinato y herejía. ¡Horror para Mónica! Ferviente maniqueo, se hace apóstol de la secta. En seguida comienzan las conversiones. Todos cuantos le siguen, Alipio, Romaniano, Honorato, Nebridio…. prendados de su lógica y de su corazón, figuran entre los adeptos. Mónica llora desconsolada. Regresa Agustín de Cartago, al terminar sus estudios, y prosigue la captación en Tagaste. A su propia madre trata de convencer. Pero sólo ella se le resiste y le echa de casa. Cabizbajo, se refugia en la de su mecenas y abre escuela de gramática entre los suyos.
Le acompaña la mujer y el hijo. Mónica no tolera la separación y le visita a diario. Es ley de corazones grandes. Un día le cuenta un sueño. Estando de pie sobre una regla, triste y afligida, ve venir a un joven resplandeciente, que le pregunta el porqué de sus lágrimas. Mónica le contesta que la causa no es sino la perdición de Agustín, El joven, para su confortación, le ordena entonces que mire y observe cómo donde ella está se encuentra el hijo. Mirando rápidamente hacia atrás, descubre con alegría que no se engaña. Y pronostica luego Mónica a Agustín que muy pronto le verá católico. Pero éste interpreta la visión volviéndola hacia sí, intentando persuadir a la madre de que es ella la que algún día terminará en maniquea. A lo cual replica agudamente: “No me dijo: ‘Donde él está allí estás tú’, sino: ‘Donde tú estás allí está él’. Y agrega, sonriendo, que se cumplirá la profecía.
A pesar de todo, Agustín continúa en la oscuridad y Mónica sigue llorando. Por esta misma época visita a un santo obispo en demanda de orientación, e insiste ante él con lágrimas incontenidas para que le ayude en su desconsuelo. Y, asomándose a su alma, le responde el obispo con acento seguro: “Ve en paz, mujer, y que Dios te dé vida; no es posible que hijo de tantas lágrimas perezca”.
Tras la muerte de un amigo entrañable Agustín languidece, comienza a sentirse mal y precipita su salida para Cartago, donde abre cátedra de retórica. Con el alejamiento todo se cura. Mónica no lo impide, pues en ello va la salud del hijo. Y confía en el milagro de la ciencia. Nacen aquí las primeras dudas del joven maestro en torno a la dogmática maniquea, que sus doctores no aciertan a resolverle.
Sin paz en el alma y sin convicción en la inteligencia, Agustín emprende la búsqueda por otros horizontes. Y anuncia su salida para Roma. La madre, armada de valor, se presenta en Cartago para impedirlo. Teme que en la capital del Orbe se pierda irremisiblemente. Agustín, contrariado en sus planes, huye con una mentira. Mientras ora ella en la ermita de San Cipriano, él la abandona y sube a la nave que le conducirá a la urbe. Cuando Mónica advierte el engaño enloquece de dolor. ¡Mucho tarda en cumplirse la visión de la regla!
En Roma explica Agustín durante un año, pródigo en desilusiones escolares y en angustia espiritual. Por un lado, los alumnos no le pagan. Por otro, conoce al fin la corrupción de los maniqueos y decide abandonar la secta. La duda absoluta y el escepticismo universal le llevan al pórtico de los académicos. Enferma entonces gravemente, sin inquietarse por morir sin bautismo, con riesgo de condenación. Se cura, según intuirá después, por las oraciones de su madre, siempre a su lado, a pesar de la lejanía.
Roma no le llena y prepara otro salto. Huye de sí mismo, sin lograr ausentarse. En el año 385 gana brillantemente la cátedra de elocuencia patrocinada por los emperadores en Milán. El problema económico se le esclarece. Informada Mónica de la enfermedad y del triunfo académico sale para Roma. La acompaña Navigio. Perpetua, casada, queda en Tagaste. Con ánimo sereno en medio de una borrasca aparatosa, hace felizmente la travesía. En Roma se entera de la salida para Milán. Desilusión otra vez. Nuevamente de viaje, llega a la ciudad lombarda y se arroja en los brazos del hijo. Le encuentra muy otro. Va a rechazar abiertamente la herejía maniquea. Pero ahora es cuando más necesita a la madre. Tiene vacíos el corazón y el pensamiento. En sus razones atiende sólo al encanto de lo formal, sin fe en la verdad. Mónica se dispone a rellenarle de contenido. Para ello visita a San Ambrosio y le presenta a Agustín. Se tratan los tres. El santo obispo felicita al deslumbrante profesor por tener una madre tan extraordinaria. Mónica inventa excusas para que el hijo repita las visitas. Pero Ambrosio no es explícito: espera que la gracia obre independiente del hombre. En compañía de la madre Agustín asiste a los sermones de la basílica ambrosiana, interesado por el estilo y por la dicción, sin cuidados para mayores honduras. Pero con la retórica, sutilmente, penetra en los oídos del puro artista la luz de la verdad cristiana. Sin discusiones, ni con la madre ni con el obispo, Agustín medita, y poco a poco va hallando a Dios dentro de sí.
Comienza a entusiasmarle San Pablo. Conversa con personas venerables, confiándoles sus angustias interiores. Está a punto de romper con los vínculos del pecado. Pero la voluntad de la carne se afirma en él más fuerte que la del espíritu. Y lucha sin redimirse de las cadenas que le esclavizan.
Mónica sigue con más atención que nunca el desarrollo del drama y redobla sus oraciones. Presiente la alborada de Dios. La borrasca irrumpe inclemente en el alma agitada de Agustín. Hasta que un día, en una crisis de rebelión frente a sus miserias, el canto suavísimo de la gracia suena rotundo en su corazón. Y el hombre viejo, perdido por Adán y prisionero en la culpa, se transforma en el hombre nuevo, salvado por Cristo y libre en la fe.
Las lágrimas de Mónica han precipitado el desenlace feliz. Se ha cumplido la profecía. Agustín está ya en la regla junto a la madre. Con su adiós a la vanidad de la retórica se retira a la quinta de Casiciaco. Van tras él los amigos de siempre, discípulos del maestro en sus desviaciones maniqueas y en sus pasos hacia la pila bautismal, seguros de que su elección, antes y ahora, es criterio de sabiduría. A tanto llega la autoridad de su preeminencia. Le acompaña su madre, con Navigio y Adeodato. Sólo falta la mujer que le dio este hijo, recluida desde hace meses en un convento de Africa, donde habrá rezado, sin duda por él.
Otoño melancólico y dulce, con suavidad dorada en la vertiente alpina, con inquietud anhelante de recibir a Dios por el bautismo, con doctas controversias, con poesía en las almas, bajo la providencia amorosa de Mónica…, esto es Casiciaco en los primeros fervores de la conversión. La vida allí, de otoño a primavera, es una preparación al bautismo, entre lecturas y discusiones, elevándose a Dios por la belleza de las cosas. Mónica cuida de todos con materna solicitud. El ejemplo de su santidad les dirige, corrigiendo e ilustrando, presente a cada uno, “con traje de mujer, fe de varón, seguridad de señora, caridad de madre y piedad cristiana”. Entona con ellos los salmos de David. Participa en los diálogos de sobremesa, aunque humildemente se resiste a emitir opinión en aquel cenáculo. Instada por Agustín, encauza discusiones sobre la verdad, la hermosura, el orden, la felicidad y el amor de Dios, con una sabiduría, una discreción y un talento, desplegados muy por encima de la frivolidad sensible, que a todos sorprende, penetrando sin dificultad y con agudeza en cuestiones arduas aun para los versados.
Transcurrido el tiempo de iniciación, al cabo de siete meses, Agustín, Adeodato y sus amigos dan el paso regenerante, recibiendo en Milán el sacramento del bautismo. La ceremonia se ha fijado para el día 25 de abril del año 387. Una fecha de glorioso recuerdo, señalada con piedra blanca en el calendario de la Iglesia. La presencia de Mónica, con lágrimas todavía, pero no de ansiedad dolorosa, sino de júbilo radiante, realza la solemnidad del acto. No ha sido estéril tanta súplica. Agustín funde sus emociones con las incontenidas de la madre, mientras el torrente de la gracia penetra en su corazón, entre el eco novísimo que han dejado disperso por las bóvedas las cadencias exultantes del Te Deum laudamus.
Una armonía inefable inunda el alma de Mónica. Todo es paz en su vida. Nada la detiene ya en la tierra. Sólo siente la nostalgia del cielo. Colinada, su misión, ¿para qué esperar?
Entretanto, madre e hijo, con la pequeña comunidad de bautizados, vuelven a Africa. En el puerto romano de Ostia se detienen unos días, mientras llega el momento de embarcar.
Caen las primeras hojas de otoño. Declina la tarde, una famosa tarde del año 387. Mónica y Agustín están solos junto al mar, reclinados sobre una ventana. Con olvido del pretérito y atentos únicamente al porvenir, se ocupan de la verdad, presente en la vida eterna de Dios. Piensan que ante el gozo de aquella vida vale el deleite perecedero del sentido. Recorren la escala de los seres corpóreos. Se elevan interiormente sobre la luna y el sol. Suben más arriba de las estrellas, admirando la obra del dedo divino. Llegan, a la esfera intáctil del pensamiento, y la transcienden también. Alcanzan, por fin, la región de la abundancia indeficiente, donde se apacienta Israel con el pasto inmarchito de la verdad pura. La vida aquí se llama Sabiduría, principio de todas las cosas, así de las que fueron como de las que serán, existente antes del tiempo, increada, total y constante en el ser, con ausencia de pasado y de futuro. Y hablando de ella y desvividos por su logro, llegan a tocarla un instante, con el ímpetu más intenso de su corazón, elevado sobre las ataduras de la pesada mortalidad. Pero el arrebato de beatitud se desvanece. Con un hondo suspiro vuelven a la tierra y al estrépito de las palabras, dejando allí prisioneras las primicias del espíritu. Mónica tiene las manos de Agustín entre las suyas. No aciertan con la frase que exprese la ansiedad de su ánimo: si enmudeciesen las cosas y sólo Dios hablase, no por ellas, sino directamente por sí, oyéndole sin sonido de voces, en contacto del pensamiento con su Sabiduría, abismada el alma en la fruición de sus dulzuras, como en aquel instante de efímero deleite, ¿no sería esto el “entra en el gozo de tu Señor”? “Y tanta dicha, ¿cuándo será?”, exclama Agustín enardecido. Por lo que a mí atañe, prosigue Mónica, más sosegada y menos vehemente, nada me ilusiona ya en esta vida. No sé qué hago en ella ni por qué estoy aquí aún, consumado cuanto podía esperar en este siglo. Por una sola cosa deseaba detenerme un poco más: verte cristiano y católico antes de bajar al sepulcro. Con creces me lo ha dado el Señor, pues te veo siervo suyo cabal, con desdén para la felicidad terrena. Por lo mismo, ¿qué hago yo aquí?
Cinco días después es atacada por una fiebre maligna. Su presentimiento no precisa más. Comprende y manifiesta a todos que ha llegado su hora. Sin preocupaciones por la sepultura, construida en Tagaste junto a la de Patricio, y satisfecha de haber cumplido la misión del hogar, no le importa ni el dónde ni el cuándo para morir. Su serenidad es sorprendente. Nadie quiere creerlo. De pronto, un éxtasis, alarmante pero dulcísimo, deja inmóvil su cuerpo durante un breve intervalo. ¿Dónde estoy?, pregunta al volver en sí. Y añade con suavidad: Aquí dejaréis enterrada a vuestra madre.
Un movimiento de dolor irreprimible se estremece en la estancia. La angustia es general. Adeodato estalla en lamentos inconsolables. “Mejor sería morir en la patria, antes que en este pueblo extraño”, profiere Navigio. Mónica le reprende con una mirada de autoridad y reproche, y, dirigiéndose a Agustín, más sereno y más fuerte, corrige imperiosa: Enterrad este mi cuerpo dondequiera, ni os preocupe más su cuidado. Una sola cosa os pido, que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde os hallareis.
Este es su testamento. Poco después, agravándose la enfermedad, entra en agonía. Minutos más tarde, con la suavidad de un crepúsculo sin nubes, es liberada del cuerpo aquella alma trasparente, anhelosa de aires más puros, Nacida para la eternidad del goce beatífico, deja de llorar en la tierra, a los cincuenta y seis años de edad, para recibir el premio de sus lágrimas: un cielo de consolación gloriosa para sí, y la gracia de la fe con una corona de inmortalidad para su hijo.
Después del entierro nadie acierta a separarse del sepulcro. Tantas cosas les recuerda. La afligida comunidad aplaza por ello el viaje de retorno a la patria. Durante un año permanecen aún entre Roma y Ostia, asociándose a los cánticos de las basílicas y orando ante la tumba inolvidable, en súplica de iluminación y de consuelo.
La presencia protectora de la ausente adorada se acusa en la vida de todos. Trece años después, en obsequio devoto de gratitud, la pluma de Agustín cantará sus virtudes con fidelidad amorosa. Los siglos venideros recogerán con entusiasmo este mensaje finísimo de ternura filial. Su luz penetra en las familias, portadora de paz interior. Angel del hogar cristiano, las esposas desamparadas y las madres afligidas de todos los tiempos hallan siempre en su memoria el bálsamo de salud que cura las penas en el infortunio y un paño de lágrimas para enjugar el espíritu en la contrariedad.
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