Ahora bien, las pasiones personales como la soberbia o el fanatismo sí que pueden pulular en algunos colaboradores parroquiales. Y en esos momentos en que hay que tomar decisiones tajantes, es cuando se ve el buen gobierno de un párroco. Porque como todos los párrocos saben, basta un solo parroquiano que actúe con malicia para que todo el orden eclesial de una parroquia pueda ponerse patas arriba.
En nuestras parroquias, bien lo saben los que son párrocos, se encuentran con laicos que son torquemadas en pequeño. En pequeño, por el poder de acción, pero con igual ardor inquisitorial. Se encuentran con pequeños Leonardos Boff. Con Casaldáligas en miniatura, que aunque laicos albergan una clara vocación episcopal. Se encuentran, de pronto, con una familia unida como una piña (unidos como una piña en su talibanismo) y que preferirías que fuera mormona, para que santificaran un poco a sus pastores. Los párrocos se encuentran con arrios, con lefevbres.
La masa de la gente normalmente es buena. Pero en medio de ese mar de parroquianos, bucean elementos distorsionados y distorsionadores. Elementos que vienen a la Iglesia no a recibir, sino a predicar sus ideas. Por eso, el párroco tiene una gran tarea en su misión de gobernar. De hacer lo posible para que los extremistas y los malrrollistas no preponderen.
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