Erigir la satisfacción de los propios deseos en el bien supremo que garantiza la realización personal supone precipitarse por una pendiente que lleva a la falta de respeto de uno mismo y de los demás, los cuales se perciben como seres que coartan el ejercicio de mi libertad, una libertad auto-referencial, desvinculada de la realidad. “El enemigo es el otro, el extraño”, señala Friedrich Meinecke. El problema es que esta es precisamente la consigna fundamental de la sociedad posmodernista en la que vivimos, cuyo Ordenamiento jurídico tiende a elevar los deseos –incluso espurios– a la categoría de derechos subjetivos. Hace varias semanas, el exalcalde de Paris, Bertrand Delanoë, intentando defender o justificar la relación amorosa de Hollande, el presidente de Francia, reivindicó el derecho a “la pasión y al arrebato”. No se refería a un arrebato sentimental o platónico sino sexual. En efecto, si la realización personal pasa por la satisfacción de los deseos, qué menos que reivindicar un derecho a satisfacer las pulsiones de los propios deseos sexuales. Además, la garantía del ejercicio pleno y placentero de ese ‘derecho’ debe primar sobre otro tipo de vínculos personales como el existente entre madre e hijo engendrado (en el caso del aborto), o el de fidelidad entre los cónyuges (en el caso del matrimonio). Se trata, en definitiva, de romper con cualquier vínculo o realidad que pudiera impedir el ejercicio de ese ‘derecho’.
Son las denominadas políticas del deseo, cuya fuerza y presencia en Europa y Estados Unidos resultan patentes. Según ese enfoque, ningún vínculo ni realidad debieran impedir la satisfacción de los propios deseos, como el de una madre a tener un hijo o a ‘deshacerse’ de él, el de un cónyuge a poder divorciarse de inmediato si las cosas no le van como había imaginado, el de una persona mayor a dejar de vivir si la vida no le ofrece el mínimo de bienestar, el de un homosexual a contraer matrimonio…
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