La Iglesia, el Cuerpo de Cristo en la historia de los hombres, a la vez que es santa, está necesitada de reforma y renovación, por las adherencias de los hombres, de los tiempos, y por los propios pecados de quienes la forman.
Se encarna en las culturas diferentes y el paso del tiempo hace que algunos elementos se distorsionen, o no respondan a su verdad, o no sean ya útiles sino un lastre. Insistamos, el mayor lastre es el pecado de los hombres que deforma la belleza de la Iglesia. La Constitución Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, afirma:
"mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación" (LG 8).
Por ejemplo, recordamos, como un caso entre otros, la misma Liturgia y con lo que el Concilio Vaticano II enseña:
"Porque la Liturgia consta de una parte que es inmutable por ser la institución divina, y de otras partes sujetas a cambio, que en el decurso del tiempo pueden y aun deben variar, si es que en ellas se han introducido elementos que no responden bien a la naturaleza íntima de la misma Liturgia o han llegado a ser menos apropiados" (SC 21).
La Iglesia, cada cierto tiempo, movida por el Espíritu Santo para vivir más fielmente según Cristo, convocó diversos Concilios de reforma (Letrán, Trento, Vaticano...) y en etapas difíciles, Dios suscitó Papas y obispos que fueron cabeza y promotores de una renovación general de la Iglesia en mayor santidad.
En esa dinámica del Espíritu Santo se incluyen los santos, que, hijos de su época, acometen reformas que son ofertas de vida, movimientos nuevos, carismas que promueven la santidad, el fervor, el celo apostólico, la misión, la contemplación, la alabanza, es decir, aquello más debilitado en la época en que vivieron. Recordemos, sumariamente algunos: san Francisco y Santo Domingo en la Edad Media, más adelante Santa Catalina, o en la Edad Moderna, San Cayetano, San Ignacio, Santa Teresa...
Los verdaderos y grandes reformadores, sin duda, son los santos con su misma santidad de vida y con la misión encomendada por el Señor, siempre en fidelidad y amor a la Iglesia. Ellos son para nosotros los modelos de una verdadera reforma y renovación de la Iglesia, limpias, sin adherencias ideológicas, ni disensos, ni falsos profetismos aupados por los medios de comunicación, sino el trabajo perseverante de los hijos fieles de la Iglesia, de sus mejores hijos.
"En las vicisitudes de la historia, han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a la humanidad de los valles oscuros en los cuales siempre está en peligro de precipitarse; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: 'Y era muy bueno' " (Benedicto XVI, Disc. en la Vigilia de los jóvenes, Colonia-Alemania, 20-agosto-2005).
Cuando a veces la precipitación llega a identificar la reforma o la renovación con una acomodación a las exigencias secularizadoras del mundo, o su mentalidad, rebajando las exigencias del Evangelio para atraer falsamente, adecuándolo a los modos más cómodos; cuando a veces la reforma o la renovación soñadas se inspiran en las ideologías de moda, o en los sistemas sociales democráticos... los santos nos hacen ver el contenido y la verdad de cualquier reforma.
No son las ideologías, no son los discursos de denuncia agrios y llenos de resentimiento, ni los planes pastorales, ni los manifiestos, los que salvan y renuevan la Iglesia, sino los hombres y mujeres santos, llenos de Dios, movidos por el Espíritu Santo, que aman apasionadamente la Iglesia.
"Sólo de los santos, sólo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo... No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es neustro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo, y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos, si no es el amor?" (Ibíd.).
Los santos sabían de ese amor puro, caridad sobrenatural, y por eso fueron tan excelentes reformadores. Ni un ápica se apartaron de la Iglesia, sino que se situaron en su corazón mismo para recibir el amor del Corazón de Cristo.
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