1 de junio.

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Homilía para la ascensión del Señor, ciclo A


La muerte de Jesús fue para los discípulos, y en particular para los apóstoles, una verdadera tragedia. Esta tragedia no había golpeado solamente a Jesús mismo, sino que los tocaba profundamente a ellos. No es fácil darse cuenta, de lo que, esta desgracia aparente, representaba para ellos. Habían puesto toda su fe (mucha o poca) y todas sus esperanzas en aquél joven maestro. Para seguirlo habían dejado todo, no sólo los pocos bienes materiales que tenían, si no a su familia, sus oficios, sus sueños. Habían apoyado todo en Él, y entonces, todo crujía. La frase que, quizá, nos trasmite mejor esto, podría ser aquella de los discípulos de Emaús: “Pensábamos que era él que libraría a Israel”, “Pensábamos… pero ahora, nada…”


Las muchas apariciones de Jesús, en las semanas que siguieron a su muerte y Resurrección, fueron como un tiempo de transición para ellos. Un tiempo para elaborar el luto de todas sus esperanzas humanas. Jesús admirable pedagogo, los habituaba gradualmente a su ausencia.


El inicio de los Hechos de los Apóstoles muestra bien que la última aparición de Jesús, su Asunción, fue el in de este período de luto (no luto de Cristo, sino de todas las esperanzas demasiado humanas. Jesús no era un liberador político, Jesús no venía a buscar el éxito humano, Jesús no era un milagrero presumido) y es el inicio de un nuevo período. El inicio de la Iglesia. Todo esto que mira a Jesús –todo lo que ha enseñado y hecho, san Lucas lo ha puesto en su Evangelio. En el libro que comienza, Los Hechos, dirigiéndolo a su amigo Teófilo, narra la historia de la Iglesia, en sus inicios.


Pablo no conoció este período, porque todavía no había conocido a Jesús, antes de su muerte. El Cristo que se le manifestó en el camino a Damasco, era Jesús ya Resucitado, presente en su Iglesia: “Yo soy Jesús a quién tu persigues”, le dijo el Señor. Para Pablo, desde el inicio de su conversión, Jesús es el Cristo resucitado de entre los muertos, sentado a la diestra del Padre, pero al mismo tiempo a la cabeza de su Iglesia, continuamente presente en el mundo, a través de los que creen en Él y son sus testigos.


El relato de la Ascensión es entre los relatos que tratan de Jesús, uno de los que tienen más diferencia, entre un Evangelio y el otro. Y esto porque es un momento no sólo personal, para los testigos, sino comunitario. Y sabemos que la gracia de la divina inspiración no suprime al autor divino, sino que lo guía, con su bagaje afectivo-espiritual-intelectual. El mensaje que cada uno nos quiere transmitir, indica el pasaje del misterio de Jesús presente, de verdad, en el misterio de su Iglesia.


Este año tenemos el realato de san Mateo, en el Evangelio de hoy. Detengámonos un instante en la palabra de Jesús. El primero afirma que “todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra”. A primera vista parece sorprendente oír hablar así, a Jesús, de poder, mientras durante toda su vida terrena, ha rechazado el poder, como ha rehusado ejercitarlo. Pero el paradojal evangelio nos muestra que es precisamente el que se abaja, el que se ensalza. Como dirá el himno cristológico de san Pablo en su carta a los Filipenses: “Él se humilló, se hizo obediente, hasta la muerte… y por eso Dios lo ha exaltado y le ha dado el nombre de Kyrios, Señor”. El nombre de Dios. Él tiene, entonces, plena autoridad sobre sus discípulos, y los manda, como el Padre había hecho con Él. “vayan pues a todas las naciones….”


Su misión es de “hacer discípulos por todas las naciones, bautizándolos y enseñándoles a seguir todos los mandamientos recibidos de Él”. ¿Cómo harán esto? Esencialmente siendo testigos con su vida. Es lo que hemos escuchado en los Hechos de los apóstoles: “Ustedes serán mis testigos en Jerusalén, en Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra”.


¿Dónde encontrarán la fuerza para cumplir esta misión? En la simple promesa que les hace Jesús: “Yo estoy (no yo estaré) con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.


Esta misión transmitida a los discípulos es también la nuestra. Sea cual sea nuestra vocación particular, en el seno de la Iglesia. Estamos todos llamados a ser testigos de Cristo resucitado, el Viviente, a través de nuestra vida cristiana. Pidamos, entonces, al Señor en esta Eucaristía, de manos de María, nuestra madre, ser siempre fieles a esta misión, fortalecidos con la certeza de que Él está siempre con nosotros, con nuestra Iglesia, en cada uno de nosotros, y con Él podemos ir hasta el fin del mundo. Amén.




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