"La juventud no es un periodo de la vida; es un estado de ánimo, un efecto de la voluntad, una cualidad de la imaginación, una intensidad emotiva una victoria de la valentía sobre la timidez, del gusto por la aventura sobre el amor al confort. No se hace uno viejo por haber vivido cierto número de años; se hace uno viejo porque ha desertado de su ideal. Los años arrugan la piel; renunciar a los ideales arruga el alma". Douglas MacArthur
En muchas casas está, relegado a cualquier rincón, el álbum o la caja de las fotografías. Repasar las más amarillentas produce sensación de melancolía: rostros perfectos, frescos, sonrientes del pasado han dejado paso a la despiadada verdad del espejo en el que esos mismos rostros se reflejan hoy. El fluir del tiempo marca arrugas, produce estrías, destiñe el tono, apaga la frescura y el vigor. Si el joven, o la muchacha, que ahora se saben atrayentes, imaginasen su rostro dentro de unas docenas de años, quedarían desconcertados.
Un modo de superar esa pesadilla nos lo sugiere el texto citado, un fragmento que se suele atribuir a un discurso del general Douglas A. MacArthur (1880-1964), figura sobresaliente de la Segunda Guerra Mundial. Es importante conservar a lo largo del tiempo el frescor interior de la búsqueda, de la pasión, del amor, de la belleza, de la espera. Y ahí radica precisamente el drama de tantos jóvenes de hoy que tienen un rostro perfecto y un cuerpo ágil pero un alma encogida, ya vieja, arrugada y decadente. Y ahí radica precisamente la vitalidad y la alegría de vivir de no pocos ancianos que, no a base de ridículas actitudes juveniles exteriores, sino por su caudal interior, llenan sus días de intereses y de esperas. Quizá habría que plantearse lo que podríamos llamar un verdadero “lifting” no de la piel, sino el del espíritu.
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