(230) El Jesús de Pagola, 10ª edición –3



–Pocos lectores visitan los domingos las páginas web…


–El Día del Señor es un buen día para dar testimonio de la verdad de Cristo.



Sigo comentando el Jesús. Aproximación histórica (10ª ed.-2013) de José Antonio Pagola.


–Los milagros. El Nuevo Testamento, los Evangelios concretamente, nos dicen que Jesús hizo durante su ministerio público muchos milagros (Mc 6,5; Mt 14,35-36). En la primera predicación apostólica, San Pedro ya argumentaba por este hecho cierto para suscitar la fe en Cristo. «Varones israelitas, escuchad estas palabras. Jesús de Nazaret, varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por Él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis» (Hch 2,22). Hasta los propios enemigos del Señor lo reconocen: «¿qué hacemos con este hombre, que hace muchos milagros?» (Jn 11,47). Y como dice el apóstol San Juan, hizo Jesús muchos más milagros, por supuesto, que los que quedan referidos en los Evangelios (Jn 20,30). Pero esta realidad histórica indiscutible no se ajusta nada a la presentación que Pagola quiere hacer de la figura de Jesús. Por eso lo primero que hace es negar el número de los milagros, reducirlos a unos pocos:




«Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcismos» (185). El Diccionario de la Real Academia Española entiende que «puñado», en la segunda acepción, es «poca cantidad de algo», etc. Pero no le basta a Pagola con reducir el número de los milagros de Cristo: necesita devaluarlos, poner en duda o negar su verdadera condición milagrosa y sobre-natural.



Los exorcismos de Jesús, según Pagola, no consistían propiamente en expulsar demonios de los hombres.



Jesús «…practicó exorcismos liberando de su mal a personas consideradas en aquella cultura como poseídas por espíritus malignos» (502). «En general, los exegetas tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad. Se trataría de casos de epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de conciencia” en los que el individuo proyecta de manera dramática hacia un personaje maligno las represiones y conflictos que desgarran su mundo interior. Sin duda es legítimo pensar hoy así, pero lo que vivían aquellos campesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo de “proyección” de conflictos sobre otro personaje» (179). Ellos, pobres ignorantes, pensaban que Jesús, mediante sus irresistibles exorcismos, echaba realmente fuera de un hombre a ciertos demonios que se habían apoderado de él. Pero no. «Probablemente es más acertado ver en el fenómeno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por personas oprimidas para defenderse de una situación insoportable» (180). O sea que de exorcismos portentosos… nada.



La sanación prodigiosa de los enfermos, tantas veces atribuida en los Evangelios a Jesús, no es tampoco para Pagola una acción propiamente «milagrosa», sobre-humana, divina. Por el contrario, la explica así:



«La gente no acude a él en busca de remedios o recetas, sino para encontrarse con él. Lo decisivo es el encuentro con el curador. La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada enfermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capacidad para contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud» (175).



Los ciegos, los leprosos, la hemorroísa, el militar que tiene un servidor moribundo, la cananea, dice Pagola, no se acercan al Maestro para obtener curaciones, sino «para encontrarse con él». Esto es obviamente falso. Pero además nos resulta prácticamente imposible creer que esa terapia pagólica de Jesús pudiera ser eficaz para dar la vista a un ciego de nacimiento, para sanar a distancia a un enfermo agonizante, o para resucitar a Lázaro, un muerto de cuatro días, que ya olía mal.


Pagola, por otra parte, y es importante señalarlo, no se molesta en referir los milagros de Jesús sobre la naturaleza –multiplicar los panes, calmar la tempestad, la pesca sobreabundante, etc.–. Piensa, al parecer, que ya el propio lector, sin su asesoría, se dará cuenta enseguida de que se trata de meras creaciones fabuladas, que expresan la veneración que sentían por el Salvador las primeras generaciones cristianas.


–La Última Cena. Quizá ustedes crean que la última Cena de Jesús con sus apóstoles fue la celebración de una Pascua profundamente renovada, en la que él mismo era el Cordero pascual. Quizá vean en la Cena la inauguración de una Alianza Nueva, sellada con su sangre, la Eucaristía, el definitivo sacrificio expiatorio para la remisión de los pecados del mundo («ésto es mi cuerpo que se entrega, mi sangre que se derrama»). Verán en la Cena incluso que Jesús instituye en ella el sacerdocio ministerial y una gran acción litúrgica que, como la Pascua judía, ha de ser actualizada siempre en memoria suya hasta su segunda venida al final de los tiempos. Pero si así piensan, eso es señal de que no son cristianos «adultos». Todas ésas son consideraciones piadosas, pero, según Pagola, ajenas a Jesús.



Hace notar Pagola, en primer lugar, que «Jesús no interpretó su muerte desde una perspectiva sacrificial. No la entendió como un sacrificio de expiación ofrecido al Padre» (362). «Lo que hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos […] Al parecer, no se trata de una cena pascual […] Probablemente no es una cena de Pascua» (375-376). Y añade en notas: «Marcos, Mateo y Lucas dan suficientes indicaciones para que el lector identifique la cena con la Pascua judía (Marcos 14,1.12.16-17 y paralelos) […] Hoy, por lo general [sin embargo], los autores niegan el carácter pascual de la última cena o lo dejan bajo interrogante (Schürmann, Léon Dufour, Theissen, Schlosser, Roloff, Theobald…» «El relato de Marcos 14,13-15 y paralelos sobre la preparación de la cena pascual tiene rasgos legendarios y no permite deducir ninguna conclusión histórica» (376). En cuanto al lavado de los pies, únicamente narrado por San Juan (13,1-16), «la escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de modo admirable el pensamiento de Jesús» (380).


Eso sí, «Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios» (377). Y añade aquí Pagola algunas palabras sobre la Cena, que con muy buena voluntad podrían ser entendidas en sentido católico. Pero lo dicho queda dicho: la última Cena no es la nueva Pascua del nuevo Israel, conscientemente instituida por Cristo en el pan y el vino, en su Cuerpo y su Sangre. La última Cena, donde la Iglesia ve desde el principio la institución de la Eucaristía, no tiene propiamente un carácter sacrificial y expiatorio.



Ahora bien, según esta interpretación de Pagola, ¿qué sentido tienen hoy las Misas que se celebran cada día en cientos de miles de comunidades cristianas? No podemos pensar, ciertamente, que la Misa actual sea y signifique algo mayor que la última Cena. Habremos de entender, pues, que hoy se celebra en la Misa una cena de amigos, unidos todos por el amor a Jesús, en una anticipación figurativa del banquete del reino de los cielos. Y de este modo la aproximación histórica de Pagola a la Cena queda a una distancia de años-luz respecto de la fe católica en la Eucaristía, en el Sacrificio de la Nueva Alianza, en el sacerdocio ministerial, en la sagrada Liturgia. Quizá convendría sacar del Nuevo Testamento la carta a los Hebreos.


–La Muerte. Pagola, como ya señalé en mi artículo anterior (229), omitiendo el triple anuncio que hace Jesús de su pasión, recogido por los tres evangelistas sinópticos, oculta el pre-conocimiento y el dominio sobrehumano-divino que Cristo tiene sobre su muerte: «nadie me quita la vida; soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla» (Jn 10,17-18). Al ser éste un lenguaje demasiado divino, forzosamente ha de ser falso, una mera creación literaria del evangelista. En realidad, así como niega Pagola los «evangelios de la infancia», rechaza prácticamente todos los «evangelios de la Pasión», como iremos comprobando.


La muerte en la Cruz no tiene para Cristo ningún sentido de sacrificio expiatorio, en el que se inicia una Alianza Nueva para la salvación del mundo. Según el Evangelio de Pagola.



Jesús «no buscaba el martirio. No era ese el objetivo de su vida. Nunca quiso el sufrimiento ni para él ni para los demás. El sufrimiento es malo […] No huye ante las amenazas; tampoco modifica su mensaje; no lo adapta ni suaviza […] Prefería morir antes que traicionar la misión para la ques se sabía escogido […] Era inevitable [sin embargo] que, en su conciencia, se despertaran no pocas preguntas: ¿cómo podía Dios llamarlo a proclamar la llegada decisiva de su reinado, para dejar luego que esta misión acabara en un fracaso? ¿Es que Dios se podía contradecir? ¿Era posible conciliar su muerte con su misión?» (361)… «Al parecer, Jesús no elaboró ninguna teoría sobre su muerte, no hizo teología sobre su crucifixión […] Jesús no interpretó su muerte desde una perspectiva sacrificial. No la entendió como un sacrificio de expiación ofrecido al Padre. No era su lenguaje […] Nunca imaginó a su Padre como un Dios que pedía de él su muerte y destrucción para que su honor, justamente ofendido por el pecado, quedara por fin restaurado y, en consecuencia, pudiera en adelante perdonar a los seres humanos. Nunca se le ve ofreciendo su vida como una inmolación al Padre para obtener de él clemencia para el mundo. El Padre no necesita que nadie sea destruido en su honor. Su amor a sus hijos e hijas es gratuito, su perdón, incondicional» (362-363).


«Los primeros cristianos echan mano de diversos modelos para explicar de alguna manera la “locura” de la crucifixión. Lo presentan como un “sacrificio de expiación”, una “alianza nueva” entre Dios y los hombres sellada con la sangre de Jesús; les agrada describir su muerte como la del “siervo sufriente”, un hombre justo e inocente que, según el libro de Isaías, carga con las culpas y pecados de otros para convertirse en salvación para los demás» (450). Pero que, obviamente, en modo alguno es una figura profética de Jesús.



Contra estas interpretaciones de Pagola podríamos aducir tantos discursos y parábolas del mismo Jesús, que las contradicen claramente: los anuncios reiterados de su pasión, el heredero de la Viña, muerto por los viñadores infieles, el Pastor bueno que da su vida por las ovejas, el lenguaje estrictamente sacrifical que emplea en su última Cena, etc. Pero comienza a apoderarse de nosotros, escritor y lectores, el cansancio. Y el aburrimiento. Y la indignación.


–La muerte de Cristo, según Pagola, no es voluntad providente del Padre, ni tampoco de Cristo. Lo afirma con insistencia, y argumentándolo de muchos modos. No podemos ni pensar que el Padre «quisiera» la muerte de Cristo, ni que «quisiera» reconciliarse con la humanidad por el sacrificio de la sangre de un inocente. En la cruz –diga Jesús lo que quiera, o la carta a los Hebreos o la Liturgia eucarística– no hay ofrenda ni sacrificio expiatorio, que cumpla un plan divino eterno, revelado y anunciado por los profetas, sino la muerte cruel que sufre Jesús por mantenerse a toda costa fiel a su misión profética (446-452). Ya he rechazado estas falacias más detenidamente en otros artículos anteriores (137: El Señor quiso la Cruz, y 138: Por qué Dios quiso la Cruz). (( http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1105221118-137-la-cruz-gloriosa-i-el-sen )) (( http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1105300552-title ))


Todas estas afirmaciones son inconciliables tanto con la Escritura sagrada como con la fe de la Iglesia. Anuncia Jesús su muerte a sus discípulos varias veces: «y esto se lo decía con toda claridad» (Mt 8,31). Rechaza violentamente a Simón Pedro cuando éste se escandaliza por el anuncio de la cruz: «piensas como los hombres, no según Dios» (Mt 16,22-23). Impide que sus discípulos, llegada la hora, le defiendan: «¿cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?» (Mt 26,54). En Getsemaní hace suya la voluntad del Padre, «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8). ¿«Obediente» a quién? Obviamente a la voluntad del Padre. Reprocha seriamente a los discípulos de Emáus: «¡hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera?» (Lc 24,25-27). Éste es el Evangelio que, en esos mismos términos, fue predicado desde el principio como mensaje central de la Buena Noticia (p. ej., Hch 3,18; 1Pe 1,19-20; Rm 5,8).



Por supuesto que estas verdades reveladas sobre el misterio de la Pasión, como todas, pueden ser mal interpretadas y han de ser bien explicadas y entendidas. Pero lo que es inadmisible es que se nieguen, y que se hable un lenguaje que contra-dice exactamente lo que dicen las Escrituras, los Padres y la Liturgia universal –«Dios misericordioso, que quisiste que tu Hijo único entregara su vida en la cruz para nuestra salvación»–, etc. Lo que Pagola afirma acerca de la voluntad del Padre y la de Cristo en relación a la muerte en la cruz es antitético a la enseñanza constante y universal del Magisterio apostólico (valga como síntesis el Catecismo 599-623).



–Las causas principales de la muerte de Cristo son también acomodadas por Pagola a su ideología.



«Las noticias de Marcos y de Juan, que presentan a los fariseos buscando la muerte de Jesús, no son creíbles históricamente» (350, nota). Si no son los fariseos los instigadores de la muerte de Jesús, ¿habría sido entonces el Sanedrín el culpable de su condena?: «reo es de muerte»… «En realidad, todo hace pensar que esta comparecencia de Jesús ante el Sanedrín judío nunca tuvo lugar. Probablemente, esta dramática escena es una composición cristiana posterior» (389). Quizá entonces la causa de la muerte de Cristo habrá que buscarla en el gobernador romano… «¿Hubo realmente un proceso ante el prefecto romano?» Parece, sin embargo, por «la vaguedad de las acusaciones y el episodio legendario de Barrabás» que probablemente hay que «sospechar que nos encontramos ante una composición cristiana y no ante una información histórica». Aunque, en todo caso, «por perfecto o imperfecto que este fuera, hubo un proceso en el que el prefecto romano condena a Jesús a ser ejecutado en una cruz» (396-397). En cuanto a las comparecencias de Jesús ante Caifás y también ante el pretorio, que se burla de él, hay que decir que «probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas dos escenas goza de rigor histórico» (405).



Los evangelios muestran que Israel rechaza a Cristo principalmente porque manifiesta en palabras y acciones una autoridad propia del Ser divino. En una escena que describe San Juan (10,33) pretenden matarlo por lapidación, y alegan: porque «tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios». Con ocasión de la resurrección de Lázaro, el Sanedrín, reunido en sesión extraordinaria, condena a muerte a Jesús «porque hace muchos milagros», y algunos de ellos, concretamente la resurrección de Lázaro, de una categoría divina insoportable: «desde aquel día tomaron la resolución de matarle» (Jn 11,53). En pocas palabras: el Sanedrín condena a muerte a Jesús «por blasfemo» (Mc 14,64 y Mt 26,65). Sin embargo, según entiende Pagola, las explicaciones de la muerte de Cristo que acabamos de indicar no son históricas, es decir, no son conformes con su ideología, y por eso comenta:



«Aunque, según el relato, Jesús es condenado por “blasfemo” al haberse proclamado “Mesías”, “Hijo de Dios” e “Hijo del hombre”, la combinación de estos tres grandes títulos cristológicos que constituían el núcleo de la fe en Jesús, expresada en el lenguaje cristiano de los años sesenta, nos está indicando que estamos ante una escena que difícilmente puede ser histórica. Jesús no es condenado por nada de esto» (391).



Sabemos, en cambio, que Jesús entró una vez en el Templo y expulsó violentamente a los vendedores. Unos evangelistas sitúan esta escena al final de su vida pública (Mc 11,15-19; Lc 19,45-46), y otro, a sus comienzos (Jn 2,13-22). Hoy los autores de Sinopsis de los cuatro evangelios (como las que tengo yo a mano, de Leal, Benoit y Boismard), sitúan la expulsión de los mercaderes en el Templo al principio del ministerio de Jesús. Pagola, sin embargo, prefiere situar la escena al final de la vida de Jesús. No quiere verle condenado a muerte por blasfemo, sino por revolucionario, que se enfrenta con el régimen sacerdotal del Templo.



Después de su última estancia en Betania, Jesús «vuelve a la ciudad y realiza la acción pública más grave de toda su vida. De hecho, esta intervención en el templo es lo que desencadena su detención y rápida ejecución» (370). O sea que no lo mataron por blasfemo, por hablar de sí mismo como si fuera Dios.



–La descripción de los sucesos concretos del Calvario tampoco es histórica, según Pagola. No pudo haber nadie junto al Crucificado que más tarde diera testimonio detallado de lo que éste dijo o hizo.



«Aunque se ha dicho con frecuencia que la presencia [junto a la cruz] de estas mujeres [María, su madre, y de otras] ha podido reconfortar a Jesús, el hecho es poco probable. Rodeado por los soldados de Pilato y los encargados de la ejecución, es difícil pensar que, durante su agonía, haya podido adivinar su presencia, obligadas como estaban a permanecer a distancia, perdidas entre la gente» (416). «Casi todas las palabras concretas que ponen los evangelistas en labios de Jesús reflejan probablemente las reflexiones de los cristianos, que van ahondando en la muerte de Jesús desde diversas perspectivas» (416). Ignorando los discípulos las palabras concretas de Jesús en la cruz, acuden a poner en sus labios salmos de sufrimiento. De modo semejante, «parece bastante claro que el “diálogo” de Jesús con su “madre” y el “discípulo amado” es una escena construida por el evangelio de Juan. Lo mismo hemos de decir del “diálogo” entre los dos malhechores y Jesús, redactado casi con seguridad por Lucas. Por otra parte, produce un cierto desencanto saber que la oración tal vez más bella de todo el relato de la pasión es textualmente dudosa. Según el evangelista Lucas, al ser clavado en la cruz, Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Sin duda, esa ha sido su actitud interior». Pero probablemente ese perdón «lo ha hecho en silencio, o al menos sin que nadie le haya podido escuchar […] Fue Lucas o tal vez un copista del siglo II quien puso en su boca lo que todos pensaban en la comunidad cristiana» (417-418).



–Finalmente, la muerte de Jesús se produce en una gran angustia.



«Juan habla de “turbación”: Jesús está desconcertado, roto interiormente. Lucas subraya la “ansiedad” […] No necesita muchas palabras para comunicarse con Dios: “Tú lo puedes todo. Yo no quiero morir. Pero estoy dispuesto a lo que tú quieras […] Aparta lejos de mí esa copa. No me la acerques más. Quiero vivir”» (413-414). Pagola añade en nota: «Esta imagen de un Jesús turbado y angustiado, caído en tierra para implorar a Dios que lo libere de su destino, contrasta fuertemente con la muerte de Sócrates descrita por Platón. Obligado a tomar veneno, Sócrates acepta su muerte sin lágrimas ni súplicas patéticas, con la certeza de dirigirse al mundo de la verdad, de la belleza y la bondad perfectas» (413). Jesús no llega a tanto.



–La Resurrección. La Iglesia católica enseña que «el misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas, como lo atestigua el Nuevo Testamento» (Catecismo 639). Es «un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros de los apóstoles con Cristo resucitado» (ib. 647; cf. 641-644). Pero Pagola ni admite la señal del «sepulcro vacío», ni la realidad de «las apariciones del Resucitado». Para él, así como no tienen historicidad los evangelios de la Infancia y los de la Pasión, tampoco la tienen los sucesos ocurridos entre la Resurrección y la Ascensión de Jesús a los cielos.


En cuanto al sepulcro vacío , Pagola estima que



…«se trata de un relato tardío […] No es fácil saber si las cosas sucedieron tal como se describen en los evangelios» (442)… «Para muchos investigadores, tampoco queda del todo claro si las mujeres encontraron vacío el sepulcro de Jesús» (444). «Más que información histórica, lo que encontramos en estos relatos es predicación de los primeros cristianos sobre la resurrección de Jesús […] Todo hace pensar que no fue un sepulcro vacío lo que generó la fe en Cristo resucitado, sino el “encuentro” que vivieron los seguidores, que lo experimentaron lleno de vida después de su muerte» (445). «Es más fácil pensar que el relato [de la peregrinación anual al sepulcro vacío] nació en ambientes populares donde se entendía la resurrección corporal de Jesús de manera material y física, como continuidad de su cuerpo terreno. Para estos creyentes, este relato resultaba fascinante» (445).



Pagola da a entender que no hay –o que no tiene por qué haber– continuidad entre el cuerpo de Jesús crucificado y muerto, y el resucitado. En las ediciones anteriores a la revisión del texto lo decía más claramente (4ª ed., pg. 433). La resurrección de Cristo no tendría por qué implicar necesariamente la revivificación del cuerpo que tenía en el momento de morir… Si éste se encontrara un día en un sepulcro ignorado ahora, nuestra fe en Cristo resucitado seguiría intacta. En «ambientes populares», sin embargo, se pensó al principio en el cuerpo del Resucitado «como continuidad de su cuerpo terreno»…


Por el contrario, no sólo en «ambientes populares» se cree desde el principio en la continuidad del cuerpo terreno de Jesús y del cuerpo del Resucitado. Una continuidad que, obviamente, no es la de Lázaro resucitado, que vuelve a su vida mortal. Esa continuidad es atestiguada claramente en el Evangelio: «Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tocadme y ved. Que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39). «Trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20,27). Ésa es, justamente, la fe que la Iglesia proclama desde antiguo, hasta hoy, en media docena de Símbolos y Concilios: «todos ellos resucitarán con el propio cuerpo que ahora llevan» (1215, Letrán: Dz 429). La resurrección de Cristo salva de la muerte al hombre entero: salva su alma y salva su propio cuerpo.


Por otra parte, la muerte y la resurrección de Jesús son simultáneas. Nos asegura Pagola que la permanencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro durante «tres días» no es un dato cronológico: simplemente «significa el “día decisivo”» (427). Afirma –y se supone que para aseverarlo en su aproximación histórica se basa en fuentes que nosotros lamentablemente desconocemos– que Jesús resucita en el mismo momento en que muere.



«En el mismo momento en que Jesús siente que todo su ser se pierde definitivamente siguiendo el triste destino de todos los humanos, Dios interviene para regalarle su propia vida. Allí donde todo se acaba para Jesús, Dios empieza algo radicalmente nuevo» (430). «Dios estaba con Jesús. Por eso, al morir, se ha encontrado resucitado en sus brazos» (449).



En cuanto a las apariciones del Resucitado , como ya podemos prever, Pagola las niega, reduciéndolas a meras «experiencias» espirituales íntimas. Más aún, piensa que los Evangelios de las apariciones son tan realistas que pueden inducir a error.



«Los relatos evangélicos sobre las “apariciones” pueden crear en nosotros cierta confusión. Según los evangelistas, Jesús puede ser visto y tocado, puede comer, subir al cielo hasta quedar ocultado por una nube» (429). La resurrección de Jesús vendría a ser así como la de Lázaro. Pero hemos de interpretar bien esos relatos. «No pretenden [los evangelistas] ofrecernos información para que podamos reconstruir los hechos tal como sucedieron, a partir del tercer día después de la crucifixión. Son “catequesis” deliciosas que evocan las primeras experiencias para ahondar más en la fe en Cristo resucitado» (429, en nota).



Todos estos «hechos», partiendo de un racionalismo crítico, son impensables. No olvidemos que, ya desde 1793, cuando el señor don Manuel Kant escribió La Religión dentro de los límites de la sola razón, una persona culta, por muy creyente que sea, no debe permitirse creer en tales paparruchas. No hay, pues, propiamente apariciones del Resucitado, sino que más bien ha de hablarse de «primeras experiencias» que los cristianos tienen de Jesús después de su muerte, cuando lo captan íntimamente como viviente. Por otra parte,



«el esquema de Lucas limitando las manifestaciones del resucitado a cuarenta días es meramente convencional» (433, nota). «En algún momento caen en la cuenta de que Dios les está revelando al crucificado lleno de vida. No lo habían podido captar así con anterioridad. Es ahora cuando lo están “viendo” realmente, en toda su “gloria” de resucitado» (435). «En una época relativamente tardía, cuando los cristianos llevan ya cuarenta o cincuenta años viviendo de la fe en Cristo resucitado, nos encontramos con unos relatos llenos de encanto que evocan los primeros “encuentros” de los discípulos con Jesús resucitado» (437). «Hemos de aprender a leer correctamente estos textos viendo en esas escenas tan gráficas no descripciones concretas sobre lo ocurrido, sino procedimientos narrativos que tratan de evocar, de alguna manera, la experiencia de Cristo resucitado» (438, nota).



Por tanto, los encuentros y diálogos de Cristo con los de Emaús, con María Magdalena, con los Doce en diversas ocasiones, comiendo incluso con ellos, las tres preguntas de Jesús a Pedro, son siempre creaciones literarias y catequéticas, compuestas por quienes «llevan ya cuarenta o cincuenta años viviendo de la fe en Cristo resucitado» (438). No proporcionan, pues, datos válidos para fundamentar una «aproximación histórica» a Jesús. Niega, pues, Pagola todo lo que acerca de las apariciones del Resucitado afirma y cree la Iglesia desde hace veinte siglos en Oriente y Occidente; eso que ingenuamente confiesa hoy el Catecismo de la Iglesia Católica (641-644).


Por último, el misterio de la Ascensión no tiene historicidad alguna, según Pagola. Ya nos lo temíamos, después de leer tantas páginas de su libro.



«Lucas es el único evangelista que narra la “ascensión” de Jesús al cielo […] La “ascensión” es una composición literaria imaginada por Lucas con una intención teológica muy clara» (441, nota).



Como vemos, para Pagola casi todo en los Evangelios es una creación literaria y catequética, compuesta por quienes llevaban cuarenta o cincuenta años viviendo la fe en el Resucitado. Casi nada de las palabras y de los hechos que ellos narran, a veces con toda minuciosidad, sucedieron tal como lo cuentan. Carecen, pues, estos escritos evangélicos de una historicidad mínima… Ahora bien, si ésa fuera la verdad, cualquier imagen que se dibuje de Jesús, como la que expresa la ideología de Pagola, puede darse por válida. Incluso se puede concluir también que todas las aproximaciones históricas a Jesús, como ésta de Pagola, son meras «creaciones literarias», compuestas veinte siglos después de los hechos que analizan.



Por el contrario, «la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo» (Vat. II, Dei Verbum 9). La Iglesia afirma sin vacilar «la historicidad de los Evangelios» (Catecismo 126). Los hagiógrafos, apóstoles, evangelistas, son autores muy especialmente elegidos e inspirados por el Espíritu Santo, que en sus escritos, con el sello vivo de su personalidad y lenguaje, nos transmiten acontecimientos históricos que ellos, o a veces otros testigos fidedignos, han visto y oído.



San Lucas: «Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, tal como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resulto escribírterlos por su orden, ilustre Teófilo, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (1,1-4). –San Pedro: «Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20). –San Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida… Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros, y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,1-4).



No se apoya, por tanto, nuestra fe en las «experiencias» íntimas de aquellos que creyeron en el Resucitado, y que medio siglo después las expresaron en «creaciones literarias». De ahí no sale otro Jesús que aquel que a cada uno de nosotros se le antoje. La roca sobre la que se edifica la fe de la Iglesia en Jesús es el testimonio que dieron los Apóstoles de lo que habían visto y oído: es la sagrada Escritura, la Palabra de Dios, entendida a la luz de la Tradición y del Magisterio apostólico siempre vivo.


José María Iraburu, sacerdote





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