Homilía para el XIV domingo durante el año A
El texto del Evangelio, que hemos proclamado recién, contiene algunos puntos de coincidencia con el Magníficat de la Virgen María, que son muy interesantes y extremadamente reveladores.
Primero de todo, Jesús da gloria al Padre, por haber revelado a “los pequeños” lo que escondió a los sabios y a los doctos. Después invita a todos a tomar su yugo sobre las espaldas y a volverse su discípulo, porque, dice: “Yo soy manos y humilde de corazón”.
Los pequeños, los humildes, tienen un puesto muy especial en el Evangelio. El Padre siente por ellos un amor preferencial. María es una de ellos, y lo proclama al inicio del Magníficat: “Mi alma magnifica al Señor… porque se inclinó a mirar la pequeñez de su sierva”. La palabra griega utilizada aquí: tapeinôsin, se traduce de diferentes maneras según la Biblia: humildad, pequeñez, condición humilde. Se trata de la misma palabra que Jesús utiliza en el Evangelio de hoy, cuando dice que Él es manso y “humilde” (tapeinós) de corazón. Es entonces la misma palabra que utiliza María, en su Magníficat, también más adelante, cuando dice: que el Señor ha derribado a los poderosos de sus tronos y a exaltado a los “humildes” (tapeinous).
Cuando Jesús da gloria al Padre por haber revelado a los pequeños las cosas escondidas a los sabios, los pequeños de los que habla son sus discípulos. Y estos no eran ingenuos como niños. Eran hombres adultos, que sabían cómo comportarse en el mundo: Mateo, el recaudador de impuestos, sabía cómo hacer dinero; Judas, el zelota, conocía el modo de hacer guerrilla; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores que sabían guiar la barca en el lago y arrojar las redes. Ellos habían abandonado cosas para seguir a Jesús y ser sus discípulos. Cuando Jesús los invita –y nos invita- a la simplicidad del corazón, no nos invita a un comportamiento infantil o a una forma infantil de espiritualidad. Al contrario, nos invita a una forma mucho más exigente de pobreza de corazón. Nos invita a seguirlo como discípulos, y entonces a abandonar todos nuestras formas de seguridad (sexo, autoestima, reconocimiento…) y especialmente nuestra sed de poder y dinero, del mismo modo en que sus discípulos habían abandonado todo para seguirlo.
La primera lectura, del libro de Zacarías, describe al Mesías que viene no como un rey potente sobre su caballo, sino como un simple y manso salvador que avanza sobre un burrito. Pablo, el fariseo sabio y autorizado, que fue como deslumbrado en el camino a Damasco, aprendió el camino de la humildad y de la pequeñez y la describe como la vida según el espíritu, distinta de la vida según la carne.
La principal característica del pequeño, del niño, es su impotencia. El niño puede ser, a su modo, más inteligente que un adulto, puede, como él, amar y cosas semejantes. Pero porque todavía no acumuló conocimientos, bienes materiales, relaciones sociales, está privado de poder. Apenas nos volvemos adultos, queremos ejercitar el poder y el control sobre nuestra propia vida (y como generalmente no podemos, molestamos a los demás) queremos controlar la vida de los otros, sus cosas materiales, sus afectos, sus modos y hasta si uno se descuida tiene la ilusión de pensar que se puede controlar a Dios. Y a esto Jesús nos pide que renunciemos, cuando nos invita a ser uno de los pequeños (tapeinós).
Un pequeño y útil ejercicio de autoconocimiento para nosotros podría ser aquél de examinar las diversas maneras en las que se expresa, en varios aspectos de nuestra vida, la sed de poder y como defendemos este poder una vez adquirido, o supuesto. Mirar en los otros es fácil, la sabiduría popular lo expresa así: Si querés saber cómo es Carlitos dale un cargito. Contemplemos, entonces, a nuestro Señor, que vino, no como un rey poderoso sobre un trono, sino sobre un burrito, como un profeta humilde y sin poder.
Debemos ser pequeños para ejercer el verdadero poder, el poder del amor. Decía el papa emérito Benedicto XVI, el 3 de julio de 2011: “Jesús promete que dará a todos «descanso», pero pone una condición: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». ¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia? El «yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf.Jn13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad —sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar— es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa”.
Miremos también la pequeñez de su sierva santísima, su madre, y con ella cantemos, con gozo y con esperanza renovada: “Ha derribado a los poderosos de sus tronos, ha exaltado a los humildes”. Que podamos todos, un día, cantar juntos por los siglos de los siglos: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha mirado la pequeñez de sus siervos”, si esto no se diera nuestra vida equivaldría a nada.
Publicar un comentario