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Homilía para el XVII domingo durante el año A


Tuve algunas ocasiones de hablar con profesionales que no tienen fe cristiana, y que se definían, como por otra lado es típico en España, como “agnósticos”, alguno incluso agregaba: “agnóstico en búsqueda”. Y una vez un conocido que no es creyente, o al menos piensa que no lo es, de improviso se encontró con una enfermedad degenerativa, y lo afrontó con coraje y dignidad y cuando lo encontré me dijo: “tener tu fe me ayudaría”. Estos dos ejemplos –y estoy seguro de que ustedes podrían citar más de uno- nos permite ver como el camino hacia el Reino de Dios y hacia la felicidad es distinto para cada persona. Las tres parábolas que hemos escuchado subrayan también que el misterio tiene una camino único para cada persona.


El hombre de la primera parábola, el que descubre un tesoro en un campo, no buscaba tesoros. Simplemente lo encuentra, casualmente. El autor de la parábola no se preocupa ni siquiera de explicar en cuales circunstancias el hombre hizo este descubrimiento. Esto importa poco. Lo que importa es que tubo la sabiduría de percibir el valor de eso que había descubierto casi por casualidad. Comprende también que no es verdaderamente casualidad que hizo este descubrimiento, y que aquél tesoro es parte integrante de un campo, de una realidad más grande que el tesoro mismo. Y no irá de noche a sacar el tesoro –lo que podría hacer sin que nadie se entere- al contrario, comprará el campo y tomará posesión legítima de su tesoro. Por eso el vende todas sus otras posesiones, habiendo evaluado que el negocio valía la pena. El tesoro del Evangelio se encuentra concretamente en un campo que podríamos interpretar como una imagen de la Iglesia con todas sus estructuras. El campo no es el tesoro, sino que uno está en el otro y son inseparables. Para profundizar esta idea recordemos lo que decía el papa Francisco en la catequesis, del 25 de junio pasado, sobre la Iglesia: «¡Cuántas veces el Papa Benedicto ha descrito la Iglesia como un “nosotros” eclesial! A veces sucede que escuchamos a alguien decir: “yo creo en Dios, creo en Jesús, pero la Iglesia no me interesa”. ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? Y esto no está bien. Existe quién considera que puede tener una relación personal directa, inmediata con Jesucristo fuera de la comunión y de la mediación de la Iglesia. Son tentaciones peligrosas y dañinas. Son, como decía Pablo VI, dicotomías absurdas. Es verdad que caminar juntos es difícil y a veces puede resultar fatigoso: puede suceder que algún hermano o alguna hermana nos haga problema o nos de escándalo. Pero el Señor ha confiado su mensaje de salvación a personas humanas, a todos nosotros, a testigos; y es en nuestros hermanos y en nuestras hermanas, con sus virtudes y sus límites, que viene a nosotros y se hace reconocer. Y esto significa pertenecer a la Iglesia. Recuérdenlo bien: ser cristianos significa pertenencia a la Iglesia. El nombre es “cristiano”, el apellido es “pertenencia a la Iglesia”»


Otra cosa es el hombre de la segunda parábola. Es un buscador y también un conocedor. Es un negociante de perlas preciosas y aunque tenga ya una buena colección, está siempre a la búsqueda de perlas de mayor calidad. Un día encuentra una de cualidad excepcional. Como buen conocedor, juzga que esta perla sola vale más de cuanto ya posee. También él vende todo lo que tenía y compra esta perla rara que satisface todas sus expectativas.


El hombre de la tercera parábola es también distinto. Es un pescador que ha tirado las redes al mar como de costumbre, y que aprobó de todo un poco, cosas útiles y cosas inútiles. Pone los peces buenos en el cesto y no tiene problemas en tirar al mar el resto.


Jesús, en el Evangelio, nos habla frecuentemente de renuncia. Estas tres parábolas nos ayudan a comprender que la renuncia –a cualquier cosa, y también a todo lo que tenemos, y hasta a todo lo que somos- no tiene sentido si no es la consecuencia de una elección juiciosa y serena. Y para comprar el campo, donde se encuentra el tesoro, el hombre de la primera parábola, se deshace de todo lo otro que posee; y para comprar la perla que corona todas las búsquedas del comerciante de la segunda parábola vende, también él, todo lo que tiene. En fin, el pescador de la tercera parábola está suficientemente pagado con el gran número de pescados de calidad que consiguió, que no duda en tirar el resto al mar. Los tres, encuentran su gozo y su felicidad en esta elección y en la determinación que la acompaña.


Poco importa como hemos encontrado el tesoro del Evangelio, este tesoro nos satisface y será el fundamento de nuestro gozo y de nuestra felicidad únicamente si tenemos el coraje de pagar el precio y de deshacernos de todo lo que en nuestra vida no es compatible con el mensaje evangélico. Sea que seamos agricultures, comerciantes de perlas, o pescadores, nos tocará un día u otro saber bien discernir y calcular el valor de lo que hemos descubierto, encontrado o capturado en la red, en relación a todo aquello que poseemos ya.


Para saber hacer las elecciones necesarias en el momento oportuno, hagamos como Salomón en la primera lectura. Pidamos a Dios la sabiduría, no la ciencia infusa de lo que se necesita hacer, sino un corazón atento e inteligente que sepa discernir y hacer las elecciones necesarias en el momento oportuno. La primera elección debe ser Dios y sus cosas, la segunda el otro (el hermano nunca es un objeto, ni una mercancía recordemos la Iglesia, debemos vivir en comunión, la gente no se tasa, no se compra y no se vende) y después ir usando y no poniendo como fin lo material, pero aunque no lo hagamos convencidos la muerte y el capricho del deseo, tarde o temprano, nos despojará de todo. Dios nos espera, tengamos confianza.


Que nuestra Madre la Virgen nos ayude a nunca vender todo por una baratija, una bisutería (bijouterie), por una chuchería, sino que nos despojemos de todo por el único tesoro: Dios.




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