24 de julio.

Jesús sembrador.

Jesús sembrador.



1. (Año II) Jeremías 2,1-3.7-8.12-13


a) De nuevo leemos en Jeremías -como lo habíamos hecho en Miqueas el lunes pasado una querella judicial de Yahvé contra su pueblo. Esta vez pone como testigos a los cielos, para que oigan su queja: «espantaos, cielos, horrorizaos y pasmaos…»


¿Qué había hecho Yahvé? Sólo el bien: había liberado al pueblo, lo había conducido con cariño inmenso a la tierra prometida.


¿Cómo respondió Israel? Al principio, en el desierto -reciente todavía la salida de Egipto- sí, amaba a Dios con amor de novia y le seguía. Pero luego, cuando entró en Canaán, se sucedieron las infidelidades: profanaron la Alianza con toda clase de idolatrías. Los sacerdotes, los doctores de la ley, los pastores y los profetas -las clases dirigentes- fueron los primeros en desviarse de su deber, dando mal ejemplo a todos.


Unos y otros cayeron en la peor necedad: «me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua».


b) ¿Mereceríamos nosotros, los cristianos -y, más aun, los religiosos o los ministros ordenados de la Iglesia- este reproche de Dios?


Las lecturas no se proclaman para que nos enteremos de lo que pasaba seiscientos años antes de Cristo. Son una palabra dicha por el Dios viviente, hoy y aquí, para nosotros.


Esta palabra nos interpela seriamente. ¿Hemos aflojado en nuestro amor primero y en nuestra memoria agradecida hacia los beneficios continuos de Dios? ¿hemos sido infieles a la Alianza? Y si somos religiosos o ministros en la comunidad, ¿hemos guiado mal a los demás, escandalizándolos con nuestro ejemplo de infidelidad?


También nosotros podríamos reconocer, si somos sinceros, que nos estamos construyendo cisternas agrietadas, de aguas contaminadas, que no apagarán nunca nuestra sed.


Jesús se presenta a sí mismo como el agua viva, en el diálogo con la samaritana, junto al pozo de Jacob. Y nos ha dicho: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba». El agua viva y fresca que nos da Cristo es su Espíritu (Jn 7,37-39). ¿Estamos, más o menos conscientemente, tratando de saciar nuestra sed (nuestras varias clases de sed) en otros aljibes, que ya se nos ha avisado que no nos servirán para nada?


Podemos rezar por nuestra cuenta el salmo: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Tú nos das a beber del torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz».


2. Mateo 13,10-17


a) «¿Por qué les hablas en parábolas?». Las parábolas de Jesús tienen claridad y pedagogía para hacer entender su intención a todos. Menos a los que no quieren entenderla.


Si ayer la parábola del sembrador empezaba hablándonos de la siembra y del fruto final, hoy la explicación que empieza a dar Jesús -y que terminará mañana- se fija, más bien, en aquellas personas que no están dispuestas a que la semilla produzca fruto en sus vidas.


¿Por qué unos entienden y otros no? Las parábolas pueden resultar sencillas de entender o impenetrables… Jesús habla de personas que oyen pero no entienden, y miran pero no ven: la explicación es que «son duros de oído y han cerrado los ojos para no ver ni oír ni entender ni convertirse».


En el fondo, la conducta de cada uno y las actitudes que ha tomado ya previamente, son las que deciden si ve o no ve, si quiere ver o no. Cada persona es responsable de captar el don de Dios, acogerlo o rechazarlo.


b) Es de suponer que Jesús nos puede dirigir a nosotros la bienaventuranza: «dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen». Los ojos de los sencillos son los que descubren los misterios del Reino. No los ojos de los orgullosos o complicados.


Hemos recibido de Dios el don de la fe y con sencillez intentamos responder a ese don desde nuestra vida. Nos hemos enterado del proyecto de salvación de Cristo y lo estamos siguiendo.


Pero también podemos hacer ver que no oímos o que no entendemos, porque, en el fondo, no nos interesa aceptar el contenido de lo que oímos o de lo que vemos. Y no hay peor sordo que el no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver.


¿Hacemos caso, cada día, de la Palabra que oímos? ¿nos dejamos interpelar por ella también cuando resulta exigente y va contra la corriente de este mundo o contra los propios gustos? Nosotros, que hemos recibido más gracias de Dios que otros muchos, deberíamos ser también mucho más generosos en nuestra aceptación de su semilla y dar más frutos que otros. Si tomásemos en serio las lecturas, nuestra vida seria bastante distinta.


«En ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (salmo II)


«Dichosos vuestros ojos porque ven» (evangelio)




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