Homilía Solemnidad de Santiago Apóstol.
Bajo la autoridad de Pedro y con el acuerdo de los doce, los Apóstoles se distribuyen la tierra conocida para proclamar el Evangelio de perdón y de salvación, como les había ordenado Jesús. Según la tradición, a España, provincia del Imperio, es enviado Santiago el Mayor, uno de los hijos del Zebedeo, el hermano de Juan. De carácter fuerte y ambicioso, arrebatado, Hijo del Trueno, y predilecto del Señor. Hispania, culturizada por Roma, se había enriquecido con un cruce de colonizaciones y civilizaciones
Cuentan las confusas narraciones de los primeros años de la cristiandad que llegó hasta la desembocadura del río Ulla. A este campo de siembra llega Santiago, y aquí, lejos de Oriente, en el finis terrae y confín del mare tenebrosum, donde acaba la tierra, sembró las primeras semillas de las que brotaron los siete varones apostólicos, todos ungidos obispos de las primeras comunidades cristianas de España, que prepararán la gran gesta y la mayor evangelización de los nuevos pueblos de América, donde después de 1.500 años, España dejará la fe, la lengua, las costumbres y hasta el nombre de algunas ciudades, como Santiago de los Caballeros en la República Dominicana, Santiago en Cuba, en Brasil, en Panamá, en Costa Rica, en Paraguay, en Perú y en Chile, y en Argentina, especialmente Santiago del Estero. Pero esto lo ignoraba Santiago. A él le tocaba el tiempo de la siembra y del arado, del sudor y la zozobra, la angustia y el desamparo. Tanto sufría Santiago que María, la madre del Señor, compadecida de la soledad del Apóstol y, seguramente con la recomendación de su hermano Juan, y su Hijo, vino en carne mortal a Zaragoza, la Cesaraugusta, de nombre imperial, situada en la orilla del Ebro, a confortar su espíritu, según mantiene la vieja y arraigada tradición. María fortaleció su corazón solitario, su siembra al parecer estéril, la tortura del Reino que no cuajaba. No hay soledad mayor que la del que habla un lenguaje que no es comprendido, ni él mismo comprende el lenguaje y la vida de aquellos a quienes trae la Vida, porque se expresan en códigos diferentes. A los que seguimos sembrando nos fortalece el pensar y ver que es verdad que el grano sembrado en tierra da mucho fruto, viendo la cosecha de la predicación del Apóstol, que parecía inútil.
Ante su menguada cosecha y escaso número de discípulos, decidió su vuelta a Jerusalén. Cuando regresó a Palestina, en el año 44, fue torturado y decapitado por Herodes Agripa, y se prohibió que fuese enterrado. Sin embargo sus discípulos, trasladaron su cuerpo hasta la orilla del mar, donde encontraron una barca preparada para navegar pero sin tripulación. Según el Codex Calixtinus del siglo XII, y la Leyenda Áurea del siglo XIII, los discípulos del santo transportaron su cuerpo por mar hasta Galicia, y lo depositaron cerca de la ciudad romana Iria Flavia. Otra tradición hace protagonistas a los monjes andaluces que, huyendo de la invasión musulmana, subieron hacia arriba, llevando consigo los huesos de Santiago. Allí enterraron su cuerpo en un compostum o cementerio en el cercano bosque de Liberum Donum, donde levantaron un altar sobre el arca de mármol. Tras las persecuciones y prohibiciones de visitar el lugar, se olvidó la existencia del mismo, hasta que en el año 813 el eremita Pelayo observó resplandores y cánticos en el lugar. Este suceso propició llamar al lugar Campus Stellae, o Campo de la Estrella, de donde derivaría al actual nombre de Compostela. El eremita advirtió al obispo de Iria Flavia, Teodomiro, quien después de apartar la maleza descubrió los restos del apóstol identificados por la inscripción en la lápida. Informado el Rey Alfonso II del hallazgo, acudió al lugar y proclamó al apóstol Santiago Patrono del reino, edificando allí un santuario que será la Catedral.
La santidad de Santiago, discípulo, Apóstol y mártir de Cristo. Santidad que es el triunfo de la obra liberadora de Dios en el corazón del hombre; santidad que es pertenecer a Aquel que por excelencia es Santo: abismo de Verdad, Justicia y Bondad. El “tres veces santo” (Cf. Is. 6,3), en el que reside la misericordia y el perdón “y así infundes respeto” (Sal 129) como reza el salmista (Cf. Juan Pablo II, NMI n.30).
“La voluntad de Dios es nuestra santificación” (1 Ts 4,3), es la vocación de todo cristiano y de todo hombre que debe encaminar la vida creciendo en aquella, no conformándose con una “vida mediocre” y una “ética minimalista” (Cf. Juan Pablo II, op. Cit. N. 31)
Porque si hay algo que hace patente la santidad en la vida de un hombre es justamente la manifestación de una vida que está llena de grandeza. En la simplicidad de lo cotidiano manifiesta la tensión a algo grande, tensión que no se fija en dificultades y que por ello vence lo que fuese irreversible, supera lo insuperable. Santidad que por la grandeza hace de cada hombre y mujer plenamente humanos, pero es un punto donde la humanidad se trasciende a sí misma por la capacidad del don de sí misma.
Santiago es santo por que muestra su grandeza como discípulo, como apóstol y como mártir de Jesús.
Jesús configuró su vida al aceptar él ser su discípulo y abandonar con prontitud su propia vida para seguirlo. Con su hermano Juan “inmediatamente (….) dejaron la barca y a su padre y lo siguieron” (Mt. 4,21), siguieron a alguien en el que avizoraban una novedad de vida, cumplimiento de las promesas de Dios. No era ni “Elías, Jeremías y alguno de los profetas”, pero ellos confiesan: “Tú, el Mesías, el Hijo de Dios vivo “ (Mt. 16, 14.16). La grandeza de su Señor también los llena de temor y de espanto, por el poder de este Maestro, pero que junto a Pedro y a su hermano Juan escucha la palabra de Jesús: “no temas; de ahora en adelante serás pescador de hombres”. Y ellos atracaron las barcas a la orilla, y abandonándolo todo, lo siguieron” (Lc. 4,33). Nuevamente Santiago responde sin mezquindades, sin reservas, como lo manifestará en el martirio.
Como su hermano Juan es un joven impetuoso, no se conformaba con poco: “queremos nos concedas que uno a tu derecha y otra a tu izquierda, nos sentemos en tu gloria” (Mc. 10,35). No es un deseo desmesurado, fruto de la ambición desmedida. Es la pasión del que quiere estar siempre con su amigo: “¿Pueden beber del cáliz que yo mismo bebe?… ¡Podemos!” respondieron” (Mc. 10, 38.39)
El martirio, o sea morir como su Maestro, fue decisión de seguirlo con la coherencia de amar con un amor que acepta los costos de esa coherencia, que no se conforma con el mínimo de una respuesta llena de cálculo y mezquindad.
Queridos hermanos! Santiago Apóstol con su testimonio nos invita a vivir esa misma grandeza, que supera toda trivialidad. Como cristianos conocemos las exigencias del Sermón de la montaña en el que Jesús nos invita severa y pacientemente a superarnos: “Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos… Sean perfectos como es perfecto el Padre que está en los cielos” (Mt. 5,20.41)
Todos sabemos que la fuerza del Evangelio debe ayudar a regenerar la vida de cada uno, y por esta conversión, cambiar la vida de la sociedad. Esa fuerza regeneradora de una vida santa, en la vida de todos los días en el seguimiento de Jesús. Pero como la de Santiago Apóstol, debe provocar el atractivo en los demás por una exigencia marcada por la excelencia. Que ponga en el corazón de todos, la necesidad de algo nuevo, verdaderamente, que nos libere de tanta frivolidad que nos llevó a este estado de cosas como sociedad.
Qué el apóstol con María del Pilar intercedan por nosotros.
Publicar un comentario