El pasado 14 de julio a las 12 de la noche finalizaron las fiestas de San Fermín en Pamplona. La gente se congregó en la plaza del Ayuntamiento, con velas y pañuelicos en alto, y entonó el "pobre de mí", la canción de despedida de las fiestas.
En verano, por casi toda la geografía española se celebran diversas fiestas patronales. Son ocasiones de encontrarse con familiares y amigos, de compartir mesa y alegría. Pero al cabo de un tiempo, más o menos largo, se acaban. Es ley de vida.
Al regusto de pena que produce el final de las fiestas, enseguida se le suma el anhelo esperanzado de repetir la experiencia al año siguiente. En Pamplona, tras el “pobre de mí”, a renglón seguido, se escucha el "ya falta menos" (para que llegue el siguiente San Fermín, claro).
Tanto en los Colegios como en las Parroquias, al inicio de las vacaciones estivales, suelen recordar a nuestros hijos que no den vacaciones a Dios, sino que le sigan tratando allí donde estén.
Las fiestas populares constituyen una buena ocasión para que padres e hijos hablemos, por un lado de la caducidad de las alegrías mundanas y por otro de la esperanza en el porvenir. Ambos mensajes son importantes y, si los tratamos con un cierto enfoque sobrenatural, estaremos contribuyendo a ese objetivo de no dar vacaciones a Dios.
Tenemos que enseñar a nuestros hijos que no deben poner todas sus ilusiones en cuestiones perecederas para evitarles una frustración innecesaria, un vacío difícil de llenar.
Al mismo tiempo debemos ofrecerles “horizontes de grandeza”, alentándoles a perseguirlos con esfuerzo y constancia, sin perder la esperanza.
Es bueno aprovechar todas las ocasiones que se nos presenten para una “catequesis ocasional”.
Ujué
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