1. (Año II) Jeremías 14,17-22
a) Jeremías llora e intercede. Un buen profeta se solidariza con su pueblo, le duelen sus fallos, se alegra con su bien.
Se ve que hubo una gran sequía, que afectó fuertemente al bienestar del pueblo. Hubo desolación y muerte, tanto para el ganado como para las personas con peligro de epidemias. Y eso que la tentación de siempre era adorar a Baal el «dios de la lluvia» y «de la fecundidad». Pues no les sirvió de nada ese dios falso («¿existe entre los ídolos de los gentiles quien dé la lluvia?»), y padecían el azote de la sequía y del hambre.
Jeremías se lamenta, habla de heridas y dolor en su alma: todo por culpa del pueblo y su pecado. Y se dirige a Dios en una oración muy sentida, intercediendo por todos: «Señor, reconocemos nuestra impiedad, pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu nombre… recuerda y no rompas tu alianza con nosotros».
b) Las sequías y las demás desgracias que nos afligen de cuando en cuando, no son necesariamente castigo inmediato de un pecado.
Pero también nosotros deberíamos hacer nuestra la actitud penitente de Jeremías y reconocer ante Dios que nuestro egoísmo, nuestro desvío respecto a la Nueva Alianza y nuestros pecados nos acarrean muchos males, de los que luego nos tenemos que lamentar. Empezar la misa con un acto penitencial, reconociéndonos pecadores, es una buena disposición para dejarnos llenar, después, de la Palabra y de la Eucaristía.
Además, como el profeta, nos deberíamos sentir solidarios de nuestro pueblo. De su dolor. De sus desgracias. A pesar de sus pecados. No tendríamos que desesperar de nuestra generación -ni de los jóvenes ni de los mayores-, sino ayudar a todos, en lo que podemos, y orar a Dios por ellos. La «oración universal» de la misa es otro momento expresivo de nuestra sintonía «sacerdotal» (de «mediadores») con la humanidad, exponiendo sus males y carencias ante Dios, que es una manera de reconocer nuestros límites y de comprometernos a trabajar por lo mismo por lo que rezamos: por la paz, por la justicia, por el alivio de los que sufren…
Quienes seguimos a Cristo y confiamos en su ayuda ante el Padre, podemos hacer nuestro el salmo de hoy: «socórrenos, Señor, por el honor de tu nombre, líbranos y perdona nuestros pecados; nosotros, pueblo tuyo, te daremos gracias siempre». Lo podemos rezar pensando en nosotros mismos, y también por toda la humanidad, con la que nos sentimos solidarios, deseosos de que la salvación de Dios alcance a todos.
2. Mateo 13,36-43
a) Jesús mismo nos explica la parábola que leíamos el sábado, la de la cizaña que crece junto al trigo en el campo. O sea, es él quien nos hace la homilía.
Dios siembra buena semilla, el trigo. Pero hay alguien -el maligno, el diablo- que siembra de noche la cizaña. A los discípulos, siempre dispuestos a cortar por lo sano, Jesús les dice que eso se hará a la hora de la siega, al final de los tiempos, cuando tenga lugar el juicio y la separación entre el trigo y la cizaña. Entonces sí, los «corruptores y malvados» serán objeto de juicio y de condena, mientras que «los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre».
b) De nuevo se nos recuerda que el juicio no nos corresponde a nosotros. Le pertenece a Dios y lo hará al final. Mientras tanto, el bien y el mal coexisten en nuestro campo.
Parece la defensa de una comunidad que no sólo tiene «santos» y «perfectos», sino también personas pecadoras y débiles. Nuestra comunidad no debe ser elitista, con entrada exclusiva para los perfectos (naturalmente, según la concepción maniquea que solemos tener, nosotros seríamos los «perfectos» y los «justos»). Sino que en la Iglesia, como en el campo de la parábola, hay trigo y cizaña. Y en la red, peces buenos y malos, como nos dirá Jesús pasado mañana.
No nos deberíamos escandalizar demasiado fácilmente del mal que nos parece ver a nuestro alrededor. Y, en todo caso, hemos de ser tolerantes, con paciencia «escatológica».
Al que peor le tendría que saber que haya aparecido cizaña en su campo es al sembrador, Dios, o el mismo Cristo. Y nos enseñan que hay que saber esperar, respetando la libertad de las personas y el ritmo de los tiempos. Dios sigue creyendo en el hombre, a pesar de todo.
Eso sí, tenemos que discernir el bien y el mal -no todo es trigo- y luchar para que triunfen el bien y los valores que ha sembrado Jesús, y seguir rezando «venga a nosotros tu Reino» y «líbranos del mal (o del maligno)». Convivir con el mal no significa aceptarlo.
Pero todo eso lo hacemos con un talante no violento. Sin medidas drásticas ni coactivas.
Con la fuerza de una semilla que se abre paso y de un fermento que llegará a transformar la masa, según las dos parábolas de ayer. Conscientes de que el juicio -«arrancar la cizaña»- pertenece a los tiempos últimos y no nos toca a nosotros.
«El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (1ª lectura I)
«Que mi Señor vaya con nosotros» (1ª lectura I)
«Socórrenos, Dios salvador nuestro, por el honor de tu nombre» (salmo II)
«La cosecha es el fin del tiempo» (evangelio)
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