1. (Año II) Miqueas 7,14-15.18-20
a) Esta tercera y última página de Miqueas es más esperanzadora que las anteriores.
Es una mezcla de afirmaciones proféticas y de súplica ante Dios, ensalzando su misericordia. La confianza del profeta se basa en que Dios seguirá siendo fiel a las promesas que había hecho, ya desde Abrahán, y que pastoreará al pueblo de su heredad.
Pero, sobre todo, se basa en que Dios seguirá haciendo lo que sabe hacer mejor: perdonar.
Es un retrato entrañable: «¿qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado?… se complace en la misericordia… arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos».
b) Los que hemos escuchado, además de la voz de los profetas, lo que nos dice Jesús sobre el amor de Dios -describiéndolo como el padre del hijo pródigo o como el pastor que busca la oveja descarriada- tenemos todavía más motivos para dejarnos llenar de esperanza y alegrarnos con esta noticia de la misericordia de Dios.
Si tenemos a mano la encíclica de san Juan Pablo II «Dives in misericordia» «Rico en misericordia» (de 1980), nos haría mucho bien releerla.
Para nosotros mismos, también necesitamos oir esta buena noticia, porque todos somos débiles y nos alegramos del perdón de Dios. La Eucaristía la solemos empezar con la invocación «Señor, ten piedad». Y, sobre todo, en el sacramento de la Reconciliación participamos de la victoria que Jesús consiguió en su cruz contra el pecado y el mal.
Y para los demás, porque no tenemos que cansarnos de proclamar esta bondad de Dios para con los débiles y pecadores. Dios deja siempre abierta la puerta a la misericordia y a la rehabilitación de las personas y de los pueblos.
El salmo refleja bien la idea del profeta y nuestros sentimientos de confianza: «Señor, has sido bueno con tu tierra, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados… muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación».
La última palabra de la historia no es nuestro pecado, sino, como nos dice Miqueas, el amor perdonador de Dios.
2. Mateo 12,46-50
a) El episodio es sencillo: la madre y los parientes de Jesús quieren saludarle, y alguien se lo viene a decir.
Jesús, quien, seguramente, luego les atendería con toda amabilidad, aprovecha para anunciarnos el nuevo concepto de familia que se va a establecer en torno a él. No van a ser decisivos los vínculos de la sangre: «el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre».
Naturalmente, no niega los valores de la familia humana. Pero aquí le interesa subrayar que la Iglesia es suprarracial, no limitada a un pueblo, como el antiguo Israel. La familia de los creyentes no se va a fundar en criterios de sangre o de raza. Los que creen en Jesús y cumplen la voluntad de su Padre, ésos son su nueva familia. Incluso a veces, si hay oposición, Jesús nos enseñará a renunciar a la familia y seguirle, a amarle a él más que a nuestros propios padres.
b) Jesús habla de nosotros, los que pertenecemos a su familia por la fe, por el Bautismo, por nuestra inserción en su comunidad. Eso son nuestro mayor titulo de honor.
Pero también podemos aceptar otra lección: pertenecer a la Iglesia de Jesús no es garantía última, ni la prueba de toque de que, en verdad, seamos «hermanos y madre» de Jesús. Dependerá de si cumplimos o no la voluntad del Padre. La fe tiene consecuencias en la vida. Los sacramentos, y en particular la Eucaristía, piden coherencia en la conducta de cada día, para que podamos ser reconocidos como verdaderos seguidores y familiares de Jesús.
Como María, la Madre, que entra en pleno en esta nueva definición de familia, porque ella sí supo decir -y luego cumplir- aquello de «hágase en mi según tu palabra». Aceptó la voluntad de Dios en su vida. Los Padres decían que fue madre antes por la fe que por la maternidad biológica. Es el mejor modelo para los creyentes.
Cuando acudimos a la Eucaristía, a veces no conocemos a las personas que tenemos al lado. Pero también ellas son creyentes y han venido, lo mismo que nosotros, a escuchar lo que Dios nos va a decir, a rezar y cantar, a celebrar el gesto sacramental de la comunión con el Resucitado. Ahí es donde podemos acordarnos de que la familia a la que pertenecemos como cristianos es la de los creyentes en Jesús, que intentan cumplir en sus vidas la voluntad de Dios.
Por eso, todos con el mismo derecho podremos elevar a Dios la oración que Jesús nos enseñó: «Padre nuestro, que estás en el cielo…».
«Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos» (1ª lectura II)
«Muéstranos tu misericordia y danos tu salvación» (salmo II)
«El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (evangelio)
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