Al terminar cada convivencia o curso de formación o de retiro, las asistentes vienen en tropel a contar sus “propósitos”.
―¿Cuántos propósitos has sacado?
―Seis.
―Demasiados. No podemos llevar sobrepeso en el avión. Redúcelos a tres y que no abulten mucho.
―Pero es que yo tengo que mejorar en tantas cosas...
―Bueno. Entonces podemos hacer lo siguiente: los propósitos más gordos los metes en el congelador y, cuando estén bien congelados, los facturas a la Península con Seur. Ya los irás descongelando uno a uno, con calma. Uno al mes, como mucho: le sacas brillo y lo pones en funcionamiento.
―¿Y los propósitos pequeños?
―Los metes en el equipaje de mano, y puedes empezar a vivirlos en el avión. No hace falta que se entere la azafata.
―O sea, que los recortes por la crisis afectan también a mis propósitos.
―No hay más remedio. Si sales demasiado cargada de este curso, la prima de riesgo aumenta.
―¿Y cuál es el riesgo?
―Que haya que tirarlos por la ventana al Atlántico para que los propósitos no hagan zozobrar a nuestra aeronave.
Mi interlocutora se aleja. Nos hemos entendido perfectamente.
―¿Y los deseos? ―me pregunta de pronto―.
―Ésos no pesan. Puedes llevarlos puestos. ¡Y que sean grandes!
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