octubre 2013

“Dichosos los pobres de en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos vosotros cuando os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa.

Estas alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos”. (Mt 5,1-12)



Celebramos hoy nuestro Santo.

Porque celebramos la santidad de todo el Pueblo de Dios.

Los que están en los altares y los que andamos por ahí, por la calle.

Los Santos que están en los altares están para animar al resto del Pueblo de Dios.

Pero no son los únicos santos.

¿No rezamos en el Credo: “Creo en la Iglesia santa”?


Hay mucha más santidad que la canonizada.

Hay mucha santidad anónima que da vida a la Iglesia.

Hay mucha más bondad anónima que la elevada a los altares.

Hay la santidad de esa madre que día a día lucha por sus hijos.

Hay la santidad de ese padre que día a día suda para dar de come a sus hijos.

Hay la santidad de esas empleadas de servicio doméstico que se ganan el pan con dignidad.

Hay la santidad de ese obrero que cada día tiene que luchar por la vida.

Hay la santidad de esos que:

Luchan por la dignidad de los demás.

Lloran por el sufrimiento de cada día.

Sufren con los que sufren.

Tienen un corazón de misericordia para con los demás.

Tienen un corazón limpio porque viven en la verdad.

Luchan por un mundo de justicia y de paz.

Son perseguidos por causa del Evangelio.


Por eso hoy la Liturgia nos ofrece el Evangelio de las Bienaventuranzas.

Ese manual de santidad común para todos.

de cuantos se sienten libres, incluso en los momentos difíciles.

de cuando viven luchando en la vida por los demás.

de cuantos viven confesando y anunciando el Evangelio.

de cuantos sin hacer ruido vive la experiencia de Dios.

de cuantos sin ser comprendidos, siguen creyendo en el Evangelio.

de cuantos siendo rechazados, siguen felices dando testimonio de Dios.


La santidad no está en hacer grandes milagros.

La santidad está en la sencillez de la vida impregnada de Evangelio.

La santidad está en vivir silenciosa y calladamente a Dios en nuestros corazones.

La santidad es:

Vivir la alegría de nuestra fe.

Vivir la alegría de nuestro Bautismo.

Vivir la alegría de nuestro Matrimonio.

Vivir la alegría de nuestro amor a los hermanos.

Vivir la alegría de nuestra lucha por la justicia.

Vivir la alegría de nuestro servicio a los demás.

Vivir la alegría de nuestra preocupación por la dignidad de los otros.

Vivir la alegría de luchas diarias por la vida y sin perder nuestra paz.


La santidad es vivir nuestros sufrimientos de cada día.

La santidad es amar y amar a todos.

La santidad es hacer felices a los demás.

Esos son los grandes pequeños milagros que nos acreditan como santos.


A todos vosotros mis hermanos permítanme que hoy los llame “mis hermanos santos”.

A todos los santos que hoy celebráis vuestro día ¡Felicidades!


Clemente Sobrado C. P.




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Al parecer ha nacido una nueva ciencia que estudia la evolución psíquica del feto, la “Embriología psicológica”, que no sólo atestigua la capacidad de percibir en el vientre materno estímulos físicos como luces y sonidos, como la voz paterna, sino que estudia las reacciones del feto ante esos estímulos.



Así se ha descubierto, por ejemplo, una mayor predilección por Mozart que por la música rock. La primera produce relajación. Pero esto no es todo, se sabe también que el feto percibe los estados psíquicos del padre y de la madre, con sus emociones y sentimientos, a través de parámetros fisiológicos como la frecuencia cardíaca.



En otras palabras, percibe el clima de amorosa acogida o de tensa preocupación por parte del ambiente familiar. Es más, puede afirmarse que estos estímulos influirán no sólo en la psicología del feto, sino posteriormente en su vida postnatal.


La consideración conjunta de las tres lecturas que la Iglesia ha seleccionado para la celebración de la solemnidad de Todos los Santos responde a tres preguntas que podemos hacernos: ¿Quiénes están en el cielo?, ¿qué es el cielo? y ¿cómo se va al cielo?


Lo más importante, creo yo, es desear el cielo. Lo que no se desea no despierta curiosidad ni tampoco se busca. Aspiraremos al cielo si el cielo nos resulta deseable, apetecible. El deseo es movimiento, acción e impulso. Un dinamismo bueno si el objeto de ese anhelo es bueno.


¿Quiénes están en el cielo? Responde la palabra de Dios en el libro del Apocalipsis: “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”. Los que han llegado ya a la meta son muchos; son muchedumbre, una multitud inmensa de personas. Tantas que son imposibles de contar. Tantas que proceden de la universalidad del tiempo y del espacio: de ayer y de hoy, de cerca y de lejos. Tantas que superan las estrecheces que nos acechan y que nos dividen en la vida presente: “de toda nación, raza, pueblo y lengua”.



Yo espero que, entre tantos, estarán muchos a quienes hemos conocido y amado en esta vida. Dentro de pocos meses tendremos la certeza de que, entre ellos, estará, por ejemplo, el beato Juan Pablo II, a quien hemos conocido y amado en esta vida. Y, como él, tantos otros: familiares, amigos, seres queridos… Una muchedumbre inmensa.


La segunda pregunta es: ¿Qué es el cielo?. Y viene a contestarnos la primera carta del Apóstol San Juan: “lo veremos tal cual es”. El cielo es “ver” a Dios. Sin intermediarios, o con la sola mediación de quien es Dios y hombre, Jesucristo. No se puede ver a Dios sin morir, pero en el cielo ya no hay muerte y la comunicación con Dios será todo lo directa que pueda ser. Dios nos ha “divinizado” por la gracia para que podamos verle a Él. El cielo no es tanto un “que” como un “quien”. El cielo es Dios. Ahora vivimos ya en comunión con Dios en el claroscuro de la fe; pero la fe pertenece a la provisionalidad del camino de esta vida. La fe se verá culminada, coronada, en la visión.


La tercera pregunta es: ¿Cómo se va al cielo? Jesús nos lo dice con las bienaventuranzas: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Las bienaventuranzas constituyen el retrato de Jesús. Ser bienaventurado es ser como Jesús, parecerse a Él, dejándonos modelar por el Espíritu Santo.


No es imposible ser bienaventurado. Muchos lo son, incluso muchos cercanos a nosotros. Y, además, no es una tarea que podamos emprender solo con nuestros esfuerzos. Podemos llegar a ser bienaventurados si nos abrimos a la acción de la gracia de Dios.


¿Quiénes están en el cielo? ¿Qué es el cielo? ¿Cómo se va al cielo? La fe, que se transmite sacramentalmente en la Liturgia (cf Lumen fidei, 40) nos da una respuesta que aviva el deseo, el ansia de Dios.


Celebrar la fe es la mejor manera de profesarla y de dejarse guiar por la energía enorme que despliega. Una energía que hace posible el amor y la esperanza.


Guillermo Juan Morado.


EL CAMINO DE LA FE. REFLEXIONES AL HILO DEL AÑO LITÚRGICO

Autor : Juan Morado, Guillermo

ISBN : 978-84-9805-608-2

PVP : 7,21 € (s/iva) 7,50(c/iva)



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Solemnidad DE TODOS LOS SANTOS


El otoño litúrgico, del otro hemisferio, dónde nacieron las fiestas litúrgicas, avanza en nuestra primavera, tiernamente ungido de melancolía, por el paisaje desolado de noviembre. Ya no hay verdor, ni golondrinas, ni rosas. Bajo un cielo absoluto, la tierra levanta los árboles desnudos, como a esqueletos descarnados, para una danza con la muerte; y gime, cuando el labrador le hunde, sin piedad, el arado, en una maravillosa geometría de sementeras y de surcos. Yo no sé, cómo los vendimiadores tienen alientos para cantar al amor pagano un madrigal de racimos, ahora que la naturaleza pena, ante la venida de las nieves, que han de sepultarle, como en el mármol frío de una tumba.


Caminamos por este otoño espiritual con miedo, con fatiga, con nostalgia. El ciclo durante el año, en su largura, nos alejó de los gozos pascuales del Resucitado, cuando prometían al alma las eternas primaveras de Cristo. Y ahora todo se hace incierto, breve como el día, penitencial, sin luz. Los evangelios de estos domingos escriben sobre nuestro corazón, con aquella misma misteriosa mano que helaba la risa sacrílega, en la cena de Baltasar. Es tiempo de rendir cuentas, porque el reino de Dios es semejante a aquel rey que puso en juicio las contabilidades de sus siervos. No se puede servir a Dios y al César sino dando a cada uno lo que le corresponde, porque al entrar en ese festín de las bodas celestes, que es el reino, nuestras vestiduras deben resplandecer de virtudes y de merecimientos: estremece pensar cómo al invitado que se presenta con su túnica mal cosida y sucia, se le arroja a las tinieblas, donde hay llanto y rechinar de dientes. Invitan a pensar estas domínicas de noviembre que cierran el ciclo litúrgico en el drama del apocalipsis de todas las cosas.


Pero aún tiene un respiro de gozo nuestro corazón con esta fiesta de Todos los Santos. Miren al cielo, extremadamente limpio, en el punto de la amanecida de nuestra primevera. Aún arden las estrellas, innumerables como los descendientes prometidos al padre Abraham. ¿No serán esos pequeños mundos de luz los tronos de gloria para cada uno de todos los santos? Pues les diría que, en la hora del alba, palpitan tan vertiginosamente todas las estrellas, que parecen campanas de luz repicando su gloria, en homenaje del sol, que se alza sobre el horizonte jubiloso para engalanar de aureolas a todos los santos. Sí. En la liturgia, el sol es imagen augusta y reverberante de Jesucristo. La luna silenciosa, blanca y humilde, es la Virgen María, espejo claro donde se mira Dios complacido. Y las constelaciones de luceros, como infinitas, todos los santos de la celeste corte.


Vamos a gozar espiritualmente de este día entrañable… que ya descenderá el crepúsculo con la incertidumbre de sus tinieblas…, porque este Sol, Jesucristo, ha de volver al mundo, sobre un escabel de nubes, a juzgar a los vivos y a los muertos. cuando las aguas embravecidas de los mares caigan, como las del Diluvio, para anegar la tierra; y se bamboleen las constelaciones: y los hombres, secos de angustia, sin lágrimas en sus ojos dilatados, le vean llegar en vestiduras de juez. Aún es tiempo de poner un orden sacro en nuestras vidas y de ajustarlas al patrón de los santos.


La investigación especializada de la historia encuentra muy inciertos los orígenes de esta conmemoración litúrgica de la Iglesia. Hay que descender a ese “laberinto de Dios” que son las catacumbas de Roma, para encontrar, en sus minúsculos oratorios la presencia de un culto tributado a los apóstoles y a los mártires por las primitivas comunidades. Aquellos cristianos puros vivieron todas las dimensiones de la resurrección de Jesucristo, como un esquema luminoso de esperanza en la propia resurrección. Habían oído a San Pablo. Y sabían que el Cristo total del cielo se completaría con el número desconocido de todos los hombres que conquistaran la corona. Los mártires habían triunfado ya, rotos en las bocas de los leones, o iluminando, con las llamas de su carne encendida, las orgías de los césares. Eran ya un ejemplo, muy exigente, de vida, y una intercesión poderosa delante del Altísimo. Al concepto pagano de vida y muerte, opuso el cristianismo un sentido de trascendencia, que hacia estimar la misma carne como sacra envoltura del alma y templo del espíritu, según lo predicaba el Apóstol. Era nuestro cuerpo un hermano menor—consentido, rebelde, tenebroso—, pero que nos acompañaba, como contraste de prueba y santificación, por las andaduras del destierro. De ahí que la Iglesia prohibiese incinerar los cadáveres o arrojarlos, sin honra ni oraciones en los “puticuli” funerales, edificando, en las catacumbas los cementerios.


En el principio, se trató sólo de una liturgia funeral sin rango de culto verdadero. Pero muy pronto, los grandes nombres de los “atletas de Cristo” aparecieron en los lóculos mortuorios, orlados de emocionadas grafías. Inés, con sangre en sus vellones de dulce cordera, apacentada por el Pastor bueno; Cecilia, al brazo del ángel de su virginidad, que le cubre de azucenas y de rosas: Lucía recogiendo en un cáliz de oro los borbotones de la sangre de su garganta: Sebastián, traspasado de saetas, como en una crucifixión olímpica, y Lorenzo, ardiente de amor y de perdones, entre las brasas que le tuestan, para el banquete de su propia inmortalidad. Así, el sentido militante de la vida cristiana cobra un realismo de ejemplaridad que arrastra, con la luz de estos valientes triunfadores.


Entonces nace, primero, el culto martirial. Cada aniversario del natalicio para la patria del cielo, se celebraba, según atestigua el Líber Pontificalis, una misa sobre sus mismos sepulcros, orlados de flores y de perfumes, que iba, con frecuencia, acompañada por una “vigilia” nocturna de cánticos y de rezos, clausurando la ceremonia las “libaciones” o “comidas funerales” como un signo de fraternidad con los fieles necesitados. La adhesión fervorosa a determinados mártires, y la certeza de su poder celeste, introdujo la costumbre, entre los fieles, de preparar sus enterramientos junto a esos santos sepulcros, con lápidas donde se pide al mártir la intercesión para el tremendo juicio.


Pero hasta el siglo IV no aparece una liturgia colectiva consagrada a “todos los mártires”. Por los Carmina de San Efrén y las Epistulae Syriacae de San Atanasio sabemos que las Iglesias orientales celebraban esta festividad el día 13 de mayo. San Juan Crisóstomo asigna para la Iglesia antioquense la octava de Pentecostés, fecha que aún respetan las comunidades de rito bizantino.


Esta liturgia martirial pasa de Oriente a Roma con el papa San Bonifacio IV—608-15—. Quiso el Pontífice conservar y desenvolver la obra reformadora litúrgica de San Gregorio el Grande. El Líber Pontificalis escribe en su elogio que “alcanzó, del emperador Focas, el templo que lleva por nombre “Panteón”, e hizo de él la iglesia de “Santa María y de Todos los Mártires”. El suceso es trascendente porque se trata del primer templo pagano consagrado al culto de la comunidad cristiana. fue construido el “Panteón” en honra de Júpiter, por Marco Vespasiano Agripa, el 25 a. de Jesucristo, como una dependencia más de las termas imperiales. Después se entronizaron a Marte y Venus, con un sinfín de otras deidades menores, que le definieron como “Templo de las Estatuas”. Es de una suntuosa arquitectura circular, rica en granito, mármoles y oros, con un atrio impresionante por su grandeza y sencillaz. El papa Bonifacio recogió de las catacumbas, las sagradas reliquias de los mártires, que en veinticuatro carrozas fueron portadas procesionalmente con himnos triunfales, y expuestas, en fervor de multitud, a la veneración publica. Pero aún no puede hablarse de una fiesta de Todos los Santos. Se atribuyó a este Pontífice la instauración de la misma, incluso con la fecha del 1 de noviembre, como ahora la celebramos, pero Dom Quentin demostró, a principios de nuestro siglo, que se habían interpretado erróneamente algunos escritos de Beda el Venerable y de Rabano Mauro. Esta fiesta de Todos los Mártires quedó fijada por San Bonifacio, para el día 13 de mayo, ya que las témporas de Pentecostés—fecha heredada de Oriente— impedían, con su ayuno y vigilias penitenciales en San Pedro, el gozo y los esplendores del triunfo de los mártires


Pero cada vez se imponía más el anhelo de festejar a todos los santos: no sólo a los que dieron testimonio con su sangre, sino también a los confesores y doctores, a las vírgenes y a los anacoretas, que ya iban mencionados en el canon de la santa misa, con la fórmula: “los que duermen en el signo de la fe“. El vandalismo de los iconoclastas precipitó el augusto acontecimiento. Gregorio III—731-74l—convoca un concilio el día 1 de noviembre del 731, y sobre la confesión de San Pedro Vaticano excomulga ‘a todos los que, despreciando el uso fiel de la Iglesia, retiren, destruyan o profanen las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, de su gloriosa madre María, siempre Virgen inmaculada; de los apóstoles y de los santos’. Y, como una reparación de aquellas bárbaras mutilaciones de las santas esculturas, erige, en San Pedro, un oratorio a la memoria y culto de todos los santos, muertos por todo el orbe. Una comunidad benedictina celebraba diariamente la liturgia coral, con especiales conmemoraciones de todos los santos, cuyo natalicio honraban las iglesias particulares. Pero aún corren cerca de cien años más, hasta Gregorio IV —827-844—que la fija el día 1.° de noviembre, a instancias del emperador Ludovico Pio y de los obispos de las Galias. Finalmente Sixto IV enriquecía la festividad con una octava solemne y muy amplias indulgencias.


Penetremos ahora en la teología litúrgica de la fiesta. Desde luego, se apoya en la revelación de las Sagradas Escrituras, San Juan, en sus visiones de Patmos, nos dice: “Vi una muchedumbre grande, que nadie podría contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, revestidos con túnicas blancas y con palmas en las manos. Clamaban, con grandes voces, diciendo: Salud a nuestro Dios, al que está sentado sobre el trono y el Cordero. Y todos los ángeles estaban, en pie, alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro videntes. Y cayeron sobre sus rostros y adoraron al Señor, clamando: Amén. Bendición, gloria, sabiduría, acciones de gracias, honor y poder a nuestro Dios por los siglos de los siglos, Amén“.


En esa muchedumbre sanjuanista están todos los santos. No sólo los que la Iglesia canonizó, al catalogarles en su martirologio con un doble signo comunitario de intercesión y ejemplaridad, sino todos los justos, que mueren en gracia, y después de bruñidos en el crisol del purgatorio, acceden a la eterna beatitud de Dios: los santos anónimos, sin aureola, también.


San Pablo concibe el reino de Cristo en un horizonte escatológico: está en el mundo, pero no es de este mundo, según la respuesta misteriosa que Jesús diera a Pilato, en aquel acoso incierto de preguntas, la mañana del viernes, en el Pretorio. Dice a sus corresponsales de Corinto, en la primera carta: “Entonces será el fin, cuando Jesucristo entregue a su Dios y a su Padre el reino. Pero es necesario que Él impere en este mundo, hasta poner a todos sus adversarios como escabel de sus plantas”. Para el Apóstol, el reino no es otra cosa que el “pleroma de Cristo’: Jesús, como cabeza de todo el cuerpo místico, completado en ese número desconocido de miembros santos, que coincide con la gloriosa turba vista por San Juan en su Apocalipsis.


Pues aquí lo entrañable de la fiesta. Pensar, con toda ortodoxia, que asisten a esas adoraciones del Cordero gentes de nuestra sangre y apellidos, nuestros familiares, los que vivieron cerca de nosotros la misma problemática de los pequeños gozos, las mismas horas grises de ceniza y miserias que tejen el misterio de cada vida. ¡Cuántos afectuosos cuidados nos dispensará, desde su gloria, la que fue nuestra madre, la hermana, el esposo o el hijo que consagramos al Señor, muerto en la primera trinchera de la conquista de las almas!


Y después un espoleo agudo, penetrante, a nuestra condición de viadores—¡tantas veces lacios y vencidos!— para injertarnos una decisión, una temperatura de santidad. Nos agobia la “santidad extraordinaria”, el ejerclcio de virtudes, en ese grado heroico que la Iglesia exige de sus santos canonizados para levantarles a la g]oria del Bernini. Leemos sus vidas maravillosas y sencillas. Nos arrebatan y nos asombran. Pero a la hora de imitarles, su psicología personal no casa con nuestro temperamento y nuestros contornos sociales de incertidumbre y angustia tampoco nos ayudan.


No fue así a los principios de la cristiandad. Pablo consagra en sus epístolas una manera de saludo para dirigirse a todos y cada uno de los fieles de las comunidades. Y les llama “santos”: “A los santos de Corinto, de Efeso, de Roma’. Se vivía, entonces, el gran mandamiento de la caridad, en una tensión entera y fragante. Eran un corazón, un alma sólo, con todos los bienes materiales y espirituales comunes, unidos por el sacramento de la fracción del Pan. Podemos estimarles como santos de cuerpo entero. Y aunque la Iglesia no haya recogido sus nombres en el martirologio, les honra en este día, porque supieron moldear su existencia según la imagen de Jesucristo, en el cumplimiento exacto de los deberes de su profesión, en las humildes faenas diarias sin brillo, pero ungidas de la caridad y del amor.


¿Ha cambiado, con los tiempos, el módulo de la santidad cristiana? Guardini tiene una respuesta admirable y aguda. La paz de Constantino abrió, para la Iglesia, todas las calzadas imperiales de Roma. Una expansión como de milagro. Pero un grave peligro también. El cristianismo se hace religión oficial. Y aquellas células puras de las catacumbas se ven como asaltadas por una muchedumbre que sólo busca patentes para el forcejeo burocrático, o un camino seguro para el logro de dignidades de gobierno. ¡Y cómo se repite la historia impura en nuestro tiempo! Semejantes cristianos no viven, en su profundidad santificadora, el código del reino de Dios, predicado por Jesús sobre la Montaña de las Bienaventuranzas, ni se sienten capaces de cargar con las pequeñas cruces domésticas para seguir a Jesucristo, porque su corazón está en la avaricia del oro, en las locuras de la carne, en el orgullo de la vida. Un gran viento helado apaga las lámparas de la fe, mientras la vida cristiana discurre sin gloria y sin pena. Pues, muy lógico que, en estas condiciones, la Iglesia exija de sus santos un comportamiento fuera de serie, virtudes extraordinarias, que les distinga de la plebe civil y espesa.


Entonces el Santo busca la soledad para una más sosegada conversación con su Dios, adelgazando la carne con flagelaciones y ayunos. Y se abren los desiertos, como palestras candentes, para los atletas del silencio. Semejante evasión del mundo puede considerarse egoísta. Pablo de Tebas huye de las persecuciones porque le falta la fortaleza del mártir para dar testimonio entre las bocas de los leones, en los circos. Pero Pablo y Antón, con todos los millares de solitarios que les siguen, se topan en la soledad con el demonio. Y éste es el bárbaro contraste de su santidad. ¡Qué diabluras tan estremecedoras! Pelean a brazo partido con la fiebre de la propia carne, con el zarandeo del demonio, que les turba toda oración, que les veja y les acogota, subiéndose sin respeto a las barbas venerables, mientras sus risas conmueven los infinitos arenales y soplan un siroco abrasador de infierno. Pues cuando triunfan de tan terrible adversario, bien merecen que la áureola de la santidad engalane sus ancianas frentes, amigadas y angélicas.


Otros combaten al demonio de la herejía, cuando la Iglesia desenvuelve los dogmas nuevos, contenidos en la revelación de las Escrituras; y se santifican, quemando la propia existencia en la contemplación y en el estudio: Agustín, Alberto Magno, Tomás de Aquino. Y las vírgenes abren el nardo de su alma para que embalsame de celestes perfumes la cloaca de nuestro mundo: Clara, la pobre de Asís; Matilde la Grande; Gertrudis de Helfta; y nuestra Teresa de Avila, peregrinando para edificarle al Esposo palomares de monjas, entre éxtasis y transverberaciones, trampas del maligno y febriles baldaduras de su pobre cuerpo. La Iglesia exige de sus santos, un resplandor en vida, que destaque e ilumine el chato discurrir espiritual de los fieles cristianos. Naturalmente. A las dictaduras del feudalismo, las Fraternidades mendicantes de Guzmán y Asís oponen el amor del Evangelio, hasta romper una lanza en defensa del hermano lobo. Y Loyola funde en el horno de sus “Ejercicios” un hombre verdadero, y distinto de aquel rebelde, carnal, orgulloso, que había engendrado la falsa reforma luterana. Así, las miserias espirituales y materiales de cada siglo encuentran en los santos de Dios medicina, y un ejemplo de acicate para elevar las vidas vulgares de los fieles cristianos.


Pero vean. Las convulsiones guerreras y revolucionarias de nuestro tiempo han metido a todo el hombre en un trance de crisis profunda. Lo comunitario prima sobre la individualidad, en el ámbito de la vida religiosa y civil. Apunto el hecho solamente, sin ánimo de especulaciones, sobre una filosofía de la historia. Entonces ¿tienen que proyectarse los cánones de la santificación sobre este hombre-masa? Se nos ha propuesto un esquema a nuestro alcance, con Teresa de Lisieux: una santidad pequeña, doméstica, asequible. Pero resulta que el corazón de la joven y humilde carmelita se dilata tanto, en profundidad y anchura. que cabe en él todo el Evangelio vivo, y la teología de San Pablo, la fortaleza de los mártires, el ansia misionera de Javier y una gran pasión por la cruz. ¿Quién posee un corazón de tan enormes latidos? Pero hay un instante clave en su vida, que se nos acerca tan graciosamente, que la podemos erigir como ejemplo de santificación para todos los individuos, estados. profesiones. Cuando, a los filos de su agonía, unas hermanitas comentan junto a su ventana, los apuros de la superiora para redactar la carta de elogio fúnebre de Teresa. Nada extraordinario y visible, hay en su existencia breve. Pero Teresa de Lisieux obra sencillamente todas las realidades de su vida, por amor a Dios y al prójimo. Y así es el toque y la aureola de su santidad que ha conmovido al mundo: y muy acorde con nuestra psicología moderna. En los campos, en el taller y en la fábrica—que también tramita la Iglesia procesos de canonización de “cargadores de puerto”—; en el mundo trepidante y anónimo de las oficinas mecanizadas; en el ejercicio de las profesiones libres; en la espiritualidad de los esposos, debe resplandecer este amor a Jesucristo, hecha práctica diaria, que ajuste nuestra vida entera de relación, y refleje un contorno suave de luz que guíe y consuele a nuestros hermanos. Así alcanzaremos ciertamente la corona para el gozo infinito del cielo. En el ofertorio de esta fiesta, el sacerdote implora, con la Sabiduría: ‘ Señor: las almas de los santos están ya en tu mano, y no las salpica el fermento de la muerte eterna. A los ojos del mundo, pareció que morían, pero ahora viven en tu paz”. Aunque parezca increíble, este vivir y obrar por el amor de Dios suena, en nuestro tiempo, a locura, porque se sirve idolátricamente a la fuerza del odio, del rencor y de la envidia; y se adoran, con estudio refinado, los placeres de la venganza. Pues la paz del mundo no puede amanecer, si éstos santos anónimos, sin aureolas, no cambian con su ejemplo los rumbos satánicos de la sociedad.


Fiesta de Todos los Santos. Otoño, primavera. Recogimiento del alma, trascendida a dulces conversaciones con el cielo. Celebradla en lo íntimo de vuestro hogar, pensando en los santos familiares, junto a la misma mesa donde el padre y la madre nos partían el pan, la doctrina cristiana y el consejo; las flores, los cuadros, las costumbres que amaron; este lecho donde el dolor largo iba calladamente haciéndoles imagen viva de Jesucristo en su cruz… y ellos sonreían para no turbar nuestro gozo. Asomaos a la ventana, a los mismos pasajes que hicieron descanso, contemplación del Señor y alegría de sus almas. Y si las lágrimas os ciegan, ya vendrá desde lo alto una música callada, nunca oída, el salmo que todos los santos—nuestro padre, nuestra madre, la hermana, el esposo, el hijo—cantan al Cordero. Y entonces tendréis la gloria celeste dentro del corazón.






Termina el tercer día de curso de retiro. Sobre Trapiche sigue instalada la nube negra tan habitual en esta parte de la Isla. Yo sé que a veinte minutos de aquí hay un sol esplendoroso y unas playas tentadoras, pero, para predicar, prefiero la nube. La temperatura no baja de los veintidós grados y apenas sube en los momentos centrales del día. Se está bien aquí, en el patio reservado al sacerdote, aunque ya no haya huerto ni lagarto.




Estoy desconectado del mundo, y, a pesar de todo, necesito escribir algo cada tarde. ¿Qué diré? Me temo que sólo puedo hablar de mí, y bien sabe Dios que me da vergüenza dejar al descubierto determinados rincones del alma.




Hoy, por ejemplo, estoy contento. He hablado ya de las “verdades eternas”, que son eternas porque son verdades y también porque se refieren a nuestro destino eterno. Luego he comenzado a contemplar en voz alta la vida de Jesús. Tenía miedo de repetirme, de decir las cosas de siempre; idénticas imágenes, las mismas anécdotas… ¿Predicaré con el piloto automático mientras el corazón se me escapa detrás de los pájaros?




No hay peligro. El Señor me está llevando de la mano y me hace descubrir colores nuevos, luces inesperadas, en Belén, en Nazaret, en el Jordán. No puedo repetirme.




Estoy contento. De mí mismo, no; de lo que el Señor pone en mi boca algunas veces.




―No sigas, colega, que te pierdes ―me advierte Kloster―.




¿Quién puede ser? ¿Qué debe hacer? Preguntas que están en la cabeza de quienes están leyendo esta página. Trataremos de responderlas de acuerdo a lo que enseña la Iglesia y no a la opinión personal de tal o cual cura o teólogo. Para eso sólo citaremos sus documentos oficiales.


La Confirmación


Lo primero que debemos tener en claro para ser buenos padrinos o madrinas es qué es el Sacramento de la Confirmación. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica :



“Con el Bautismo y la Eucaristía, el sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los “sacramentos de la iniciación cristiana“, cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal. En efecto, a los bautizados “el sacramento de la Confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma quedan obligados aún más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras”” (CIC 1285)



El signo principal que se utiliza para la Confirmación es la unción con el aceite. ¿Qué sentido tiene?



“En el rito de este sacramento conviene considerar el signo de la unción y lo que la unción designa e imprime: el sello espiritual.


La unción, en el simbolismo bíblico y antiguo, posee numerosas significaciones: el aceite es signo de abundancia (cf Dt 11,14, etc.) y de alegría (cf Sal 23,5; 104,15); purifica (unción antes y después del baño) y da agilidad (la unción de los atletas y de los luchadores); es signo de curación, pues suaviza las contusiones y las heridas (cf Is 1,6; Lc 10,34) y el ungido irradia belleza, santidad y fuerza.


Todas estas significaciones de la unción con aceite se encuentran en la vida sacramental. La unción antes del Bautismo con el óleo de los catecúmenos significa purificación y fortaleza; la unción de los enfermos expresa curación y consuelo. La unción del santo crisma después del Bautismo, en la Confirmación y en la Ordenación, es el signo de una consagración. Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda “el buen olor de Cristo” (cf 2 Co 2,15).


Por medio de esta unción, el confirmando recibe “la marca”, el sello del Espíritu Santo. El sello es el símbolo de la persona (cf Gn 38,18; Ct 8,9), signo de su autoridad (cf Gn 41,42), de su propiedad sobre un objeto (cf. Dt 32,34) -por eso se marcaba a los soldados con el sello de su jefe y a los esclavos con el de su señor-; autentifica un acto jurídico (cf 1 R 21,8) o un documento (cf Jr 32,10) y lo hace, si es preciso, secreto (cf Is 29,11).


Cristo mismo se declara marcado con el sello de su Padre (cf Jn 6,27). El cristiano también está marcado con un sello: “Y es Dios el que nos conforta juntamente con ustedes en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones” (2 Cor 1,22; cf Ef 1,13; 4,30). Este sello del Espíritu Santo, marca la pertenencia total a Cristo, la puesta a su servicio para siempre, pero indica también la promesa de la protección divina en la gran prueba escatológica (cf Ap 7,2-3; 9,4; Ez 9,4-6).” (CIC 1293/6)



El desarrollo de la ceremonia


¿Cómo es el rito de la Confirmación?



“Un momento importante que precede a la celebración de la Confirmación, pero que, en cierta manera forma parte de ella, es la consagración del santo crisma. Es el obispo quien, el Jueves Santo, en el transcurso de la misa crismal, consagra el santo crisma para toda su diócesis.


Cuando la Confirmación se celebra separadamente del Bautismo la liturgia del sacramento comienza con la renovación de las promesas del Bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. Así aparece claramente que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo. Cuando es bautizado un adulto, recibe inmediatamente la Confirmación y participa en la Eucaristía.


En el rito romano, el obispo extiende las manos sobre todos los confirmandos, gesto que, desde el tiempo de los Apóstoles, es el signo del don del Espíritu. Y el obispo invoca así la efusión del Espíritu:


«Dios Todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que regeneraste, por el agua y el Espíritu Santo, a estos siervos tuyos y los libraste del pecado: escucha nuestra oración y envía sobre ellos el Espíritu Santo Paráclito; llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu santo temor. Por Jesucristo nuestro Señor».


Sigue el rito esencial del sacramento. En el rito latino, “el sacramento de la Confirmación es conferido por la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano, y con estas palabras: “Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo“.


El beso (saludo) de paz con el que concluye el rito del sacramento significa y manifiesta la comunión eclesial con el obispo y con todos los fieles.” (Cfr. CIC 1297-1301)



El padrino o madrina acompañará a su ahijado en el momento de la unción. Allí pondrá su mano derecha sobre el hombro de este, como una manera de decirle “yo te acompañaré en la vida de creyente, desde este momento y para siempre, con mi palabra mi cercanía y mi testimonio de vida católica”.


¿Para qué “sirve” un padrino o madrina?


Teniendo en claro que no es una ceremonia civil sino una celebración de los misterios de Dios que descienden a una persona concreta, entonces nos preguntamos sobre la función del padrino o la madrina en la confirmación. Las notas preliminares del Ritual de la Confirmación nos dicen:



“Habitualmente cada confirmando será asistido por un padrino que lo acompañará a recibir el Sacramento, y lo presentará al ministro de la Confirmación para la santa unción, y en el futuro lo ayudará a cumplir las promesas hechas fielmente en el Bautismo, en conformidad con el Espíritu Santo que ha recibido.”



Como podemos leer, la función del Padrino/Madrina no es solamente estar en la ceremonia. Comienza con la preocupación por la preparación previa del ahijado. Por eso la recomendación eclesial:



“Atendiendo a las circunstancias pastorales actuales conviene que el padrino del Bautismo, si está presente, sea también padrino de la Confirmación. De esta manera se significa con mayor claridad el nexo entre el Bautismo y la Confirmación, al mismo tiempo que la función y el oficio del padrino se torna más eficaz.”



Más allá de esta recomendación, cuyo fundamento tiene que ver con el compromiso que se adquirió al querer acompañar la vida de una persona desde el mismo bautismo, la costumbre en la Argentina es distinta. Es que fuimos la mayoría bautizados de bebés: es así que nos eligieron nuestros padres la madrina y el padrino. Por eso el padrino o la madrina de confirmación lo elige quién recibirá el sacramento, que ya es mayorcito para hacerlo. Así también lo preveen el mismo texto citado:



“Sin embargo, de ninguna manera se excluye la facultad de elegir el propio padrino de Confirmación. También puede suceder que los mismos padres presenten a sus niños. Corresponderá al Ordinario del lugar, teniendo en cuenta las circunstancias de cada lugar, determinar qué disposiciones se han de observar en su diócesis.”



Ahora bien, si bien el que será confirmado puede elegir a cualquiera, no cualquiera puede ser elegido para esta misión. Debe reunir ciertas características esenciales. Así dicen las prenotandas del Ritual:



“Los pastores de almas procurarán que el padrino elegido por el confirmando o por su familia, sea espiritualmente idóneo para el oficio que asume y que posea las siguientes cualidades:


a) que sea bastante maduro para cumplir con sus obligaciones de padrino;


b) que pertenezca a la Iglesia católica y que haya recibido los tres sacramentos de la iniciación: Bautismo, Confirmación y Eucaristía;


c) que no esté impedido por el derecho para desempeñar esta función.”



El Código de Derecho Canónico dice que debe tener las mismas características que el padrino del bautismo. Y esta es la enumeración que hace:



“Para que alguien sea admitido como padrino, es necesario que:


1. haya sido elegido por quien va a bautizarse o por sus padres o por quienes ocupan su lugar o, faltando éstos, por el párroco o ministro; y que tenga capacidad para esta misión e intención de desempeñarla;


2. haya cumplido dieciséis años, a no ser que el Obispo diocesano establezca otra edad, o que, por justa causa, el párroco o el ministro consideren admisible una excepción;


3. sea católico, esté confirmado, haya recibido ya el santísimo sacramento de la Eucaristía y lleve, al mismo tiempo, una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir;


4. no esté afectado por una pena canónica, legítimamente impuesta o declarada;


5. no sea el padre o la madre de quien se ha de bautizar.” (CDC 874)



Preparar el corazón…


De acuerdo a todo lo que hemos leído, debemos tener en claro que la preparación espiritual del padrino o la madrina de confirmación es muy importante. Para eso debe estar en Gracia por la previa confesión sacramental de los pecados. Y es muy importante que participe de la comunión eucarística si la ceremonia se hace dentro de la Misa: no sólo decirle a su ahijado que está presente sino, a imitación de San Pablo, enseñarle el camino: “Sigan mi ejemplo, así como yo sigo el ejemplo de Cristo.” (1 Cor 11,1 )


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¿Merecen credibilidad los Evangelios que conocemos?



—No voy a ser yo quien niegue ahora la existencia de Jesucristo. ¿Pero cómo sabemos que los Evangelios merecen credibilidad sobre lo que hizo y lo que dijo?

Un libro histórico –como son los Evangelios– merece credibilidad cuando reúne tres condiciones básicas: ser auténtico, verídico e íntegro. Es decir, cuando el libro fue escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), el autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus lectores (veracidad) y, por último, ha llegado hasta nosotros sin alteración sustancial (integridad).



Los Evangelios parecen auténticos, en primer lugar, porque solo un autor contemporáneo de Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos. Si se tiene en cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente comprobables mediante fuentes independientes de conocimiento histórico.






Respecto a la integridad de los Evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las escrituras. Gracias a ello, los testimonios documentales del Nuevo Testamento son abundantísimos. En la actualidad se conocen más de 6.000 manuscritos griegos. Hay además unos 40.000 manuscritos de traducciones antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe del texto griego que tuvieron a la vista los traductores. Nos han llegado 1.500 leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los Evangelios distribuido en lecturas a lo largo de todo el año. Y a todo ello hay que añadir las frecuentísimas citas del Evangelio en obras de escritores antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos para nosotros.



Toda esta variedad y extensión de testimonios de los Evangelios constituye una prueba históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo IX, unos 1400), Julio César (siglo X, casi 1100), y Homero (siglo XI, del orden de 1900 años después). Sin embargo, hay papiros de los Evangelios datados en fechas muy cercanas a su redacción original (gracias a los avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico, unos 200; el papiro Chester Beatty, entre 125 y 150; el Bodmer, aproximadamente 100; y el papiro Rylands, finalmente, dista tan solo 25 o 30 años.

—Pero, aunque los manuscritos sean muchos y muy antiguos, siempre los copistas pudieron hacer interpolaciones o deformar algunos pasajes. Supongo que no se puede asegurar que haya una certeza total sobre el texto que conocemos.



Ten en cuenta que, habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son decenas de miles, en varios idiomas, y encontradas en lugares y fechas muy distantes), es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto, porque difiere de las demás copias que nos han llegado. Han aparecido, de hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas, pero siempre se han detectado con facilidad gracias a la prodigiosa coincidencia del resto de las versiones.



Así se ha venido comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los diversos manuscritos. Por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que era lo más antiguo que se conocía entonces. Posteriormente se encontraron códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos textos impresos. Más adelante, se han ido encontrando cerca de cien nuevos papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto, que han resultado coincidir también de forma sorprendente con las copias que se tenían.



Teniendo en cuenta la diversísima procedencia de cada uno de esos documentos –repito que son decenas de millares, procedentes de lugares muy distintos–, cabe deducir que la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado los Evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e integridad indiscutibles. El Nuevo Testamento es, sin comparación con cualquier otra obra literaria de la antigüedad, el libro mejor y más abundantemente documentado.



¿Es verdad lo que cuentan los Evangelios?



Respecto a la veracidad de los Evangelios, podrían señalarse multitud de razones. Pascal, refiriéndose al testimonio que dieron con su vida los primeros cristianos, señala un argumento muy sencillo y convincente: creo con más facilidad las historias cuyos testigos se dejan martirizar en comprobación de su testimonio.



Haber llegado a la muerte por ser fieles a las enseñanzas de los Evangelios otorga a esas personas una fuerte garantía de veracidad. Por lo menos, se conocen pocos mentirosos que hayan muerto por defender sus mentiras.



Además, es bastante llamativo, por ejemplo, que los evangelistas no callen sus propios defectos ni las reprensiones recibidas de su maestro, así como que relaten hechos embarazosos para los cristianos, que un falsificador podría haber ocultado. ¿Por qué no se han corregido, o al menos pulido un poco, los pasajes más delicados? ¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y dramática muerte de Judas, uno de los doce apóstoles, elegido personalmente por Jesucristo? Ha habido muchas oportunidades –señala Vittorio Messori– para omitir ese episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra los cristianos (“¿Qué clase de profeta es este –ironizaba Celso–, que no sabe siquiera elegir a sus seguidores?”). Sin embargo, el pasaje ha llegado inalterado hasta nosotros. La única explicación razonable es que este hecho, por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario –y dejando margen a otros motivos–, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus contemporáneos. Los cristianos fueron en aquellos tiempos objeto de burlas, se les consideró locos, pero no se puso en discusión que lo que predicaran no correspondiera a la verdad de lo que sucedió.



Además, puestos a inventar, difícilmente los evangelistas hubieran ideado episodios como la huida de los apóstoles ante la Pasión, la triple negación de Pedro, las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), sucesos que nadie habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales, pues resultaban muy contrarios a la idea de un Mesías, victorioso y potente, tan arraigada en la mentalidad hebrea de la época. Ante contrastes de este tipo, el propio Rousseau, nada sospechoso de simpatía hacia la fe católica, solía afirmar, hablando de los Evangelios: “¿Invenciones...? Amigo, así no se inventa”.



En estos dos últimos siglos se ha pretendido innumerables veces negar la veracidad de los Evangelios. Sin embargo, los avances científicos han ido evidenciando que la mayoría de esos argumentos estaban dictados por el prejuicio ideológico. Y toda esa crítica, que en algunos momentos pareció poner en crisis la fe tratando de eliminar su base histórica, ha logrado más bien, como de rebote, fortalecerla. Un gran número de sucesivos descubrimientos ha ido barriendo poco a poco toda la nube de hipótesis que se habían formado en su contra. “Hoy –asegura Lucien Certaux–, después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con sorpresa que, posiblemente, el modo más científico de leer los Evangelios es leerlos con sencillez.”



¿Hubo realmente milagros?



—¿No es un poco infantil creer en los milagros? Mucha gente sostiene que todos tienen una explicación natural...

Efectivamente –te respondo glosando ideas de André Frossard–, muchos han buscado dar una explicación natural a los milagros del Evangelio.



Los progresos de la medicina –aseguran esas personas– sugieren hoy día posibles explicaciones naturales a los milagros de curaciones de paralíticos, sordomudos, endemoniados, etc. Por ejemplo, todas las enfermedades pasan por fases de remisión, sobre todo contando con la sugestión que podía darse en estos casos, y con que no se sabe si luego recayeron en su mal. También explican fácilmente la resurrección de muertos. Dicen que en aquella época los certificados de defunción se extendían por simples apariencias, y no es de extrañar que algunos luego se reanimaran (según estos hombres, el número de personas enterradas vivas en la antigüedad debió ser enorme). Otros milagros, como caminar sobre las aguas, o la multiplicación de los panes, los explican como efecto de espejismos, ilusiones ópticas o cosas semejantes. Y los fenómenos sobrenaturales, como modos ingenuos de explicar a los espíritus sencillos las realidades habituales difíciles de entender. Para todos los milagros, incluso para los más espectaculares, encuentran una sencilla explicación. El del paso del Mar Rojo, por ejemplo, aseguran que pudo perfectamente producirse por efecto de un movimiento sísmico o atmosférico que habría separado el mar en dos y, al cesar bruscamente el golpe de viento con el paso del último hebreo, las líquidas murallas del mar se volvieron a juntar engullendo a los soldados del faraón. Desde luego, hay explicaciones naturales de los milagros más milagrosas aún que los propios milagros.



Parece como si esas personas, que se afanan tanto por enseñarnos a leer “de una forma madura” el Evangelio, tuvieran miedo de ser tildadas de espíritus simplistas, y por eso hacen gala de un ingenio muy notable para racionalizar la fe y eliminar de ella todo fenómeno sobrenatural, sugiriendo a cambio asombrosas interpretaciones figuradas, simbólicas o alegóricas. Al final, acaban queriendo que creamos que lo único verdadero de todos los Evangelios son las notas a pie de página que ellos ponen.

Sin embargo, se les podría objetar que, desde los orígenes, todos los grandes espíritus nacidos de la fe cristiana han dado crédito a los relatos –evidentemente milagrosos– de la Anunciación, de la Ascensión o de Pentecostés, sin prestarse jamás a ese tipo de interpretaciones. Por otra parte, no se tiene noticia de que ninguno de esos expertos en enseñarnos a interpretar la Sagrada Escritura haya tenido jamás siquiera alguna de las alucinaciones o espejismos a las que tanto recurren para explicar los milagros que han sucedido a los demás. Tendrían que explicarnos cómo pudieron ser tan corrientes en aquella época, y además de modo colectivo y ante personas enormemente escépticas ante ellos. Quizá sea porque como ellos nunca han visto a un ángel, ni se han encontrado con un cuerpo glorioso –yo tampoco–, no admiten que nadie haya podido tener tan buena suerte. Acaban por parecerse a esas personas que se resisten a creer que Armstrong haya pisado la Luna por el simple hecho de no haber podido estar allí con él.



—Pero quizá cuando avance más la ciencia se encuentre explicación a esos milagros...

La creencia o increencia en los milagros –escribió Lewis– está al margen de la ciencia experimental. No importa lo que esta progrese: los milagros son reales o imposibles con independencia de ella. El incrédulo pensará siempre que se trata de espejismos o hechos naturales de causas desconocidas. Pero no por imperativos de la ciencia, sino porque de antemano ha descartado la posibilidad de lo sobrenatural.



—¿Y te parece muy importante para la fe admitir los milagros?

El Evangelio sin milagros queda reducido a una colección de amables moralejas filantrópicas. La predicación de los apóstoles y el testimonio de los mártires perdería casi todo su sentido. Por otra parte, si los milagros son imposibles, no se puede creer que Dios se hizo hombre, ni su resurrección, que son milagros centrales de la fe cristiana. «Desechados los milagros –asegura Lewis–, solo queda, aparte de la postura atea, el panteísmo o el deísmo. En cualquier caso, un Dios impersonal que no interviene en la Naturaleza, ni en la historia, ni interpela, ni manda, ni prohíbe. Este es el motivo capital por el que una divinidad imprecisa y pasiva resulta para algunos tan tentadora.»



Alfonso Aguiló, Es razonable creer. Ed. Palabra


En la víspera de la Solemnidad de Todos los Santos es una ocasión de oro para ponerme en sintonía con un sacerdote jesuita. La Iglesia Católica militante debe demostrar la unidad entre sus miembros, como anticipo del misterio de la Comunión de los Santos.


El sacerdote jesuita vive en Nicaragua, se llama Arnaldo Zenteno, ahora acaba de cumplir 50 años de su ordenación sacerdotal dentro de la Compañía de Jesús.


Con el padre Zenteno he tenido algunas discrepancias escritas en este Blog. Ha sido un par de veces, que los amigos lectores recordarán perfectamente.


Hoy, olvidando las diferencias, veo mejor lo que nos une a ambos. El lleva 50 años de cura, un servidor 40. Me ha encantado el modo cómo está celebrando su aniversario de bodas de oro, como decimos por la tierra española, de ser presbítero.


¿Qué ha hecho el padre jesuita?




He tenido acceso a dos cartas suyas dirigidas a sus feligreses y amigos. Están escritas desde el corazón. Ambas misivas han conmovido mi espíritu fraterno de ser administradores de los bienes del Señor, como habla San Pablo, cada uno en el lugar que la Iglesia Católica nos ha situado.


En la primera carta, el padre Zenteno hace un recorrido biográfico de sus años de estudiante y cuenta cómo decidió ser sacerdote y entregarse al servicio de la llamada del Señor a seguirle en la vocación al sacerdocio.


En la segunda misiva, el padre Zenteno se vuelve gratitud, acompañamiento y servicio a sus comunidades cristianas a las que lleva sirviendo nada menos que medio siglo, cuya efemérides ahora están celebrando y preparando para completar el acontecimiento junto a otros dos compañeros sacerdotes que fueron ordenados a la vez.


El padre Zenteno ha rescatado un poema que escribió en 1988, que coloco seguidamente:


“SER SACERDOTE HOY


SER SACERDOTE HOY,

COMO AYER, COMO SIEMPRE,

ES SER HOSTIA VIVA,

ES ROMPERSE EN MIL TROZOS

PARA OFRECER

Y SER OFRECIDO,

PARA COMPARTIR

Y SER COMPARTIDO,

CON CRISTO,

PAN VIVO,

ALIMENTO INAGOTABLE

DE MI PUEBLO.


SER SACERDOTE HOY,

ES VIVIR CON USTEDES,

LA MISERICORDIA DE DIOS,

SU AMOR Y SU PERDÓN,

Y UNA PASION QUE NOS QUEMA LAS ENTRAÑAS

LA JUSTICIA Y EL AMOR.


SER SACERDOTE HOY,

ES SIMPLEMENTE UN REGALO,

UNA ALEGRÍA,

UN AGRADECIMIENTO SIN MEDIDA

UN COMPARTIR LA VIDA CON USTEDES

Y OFRECERLA CON CRISTO

EN EL ALTAR DE LA VIDA


Arnaldo”


Felicito a este sacerdote jesuita por sus 50 años de cura. Le pido perdón por si en mis discrepancias de maneras de pensar fui ofensivo en algún aspecto. Le deseo una larga vida de servicio a la Iglesia Católica y a sus feligreses y amigos.


Fuentes:


La primera carta está pulsando aquí.


La segunda carta está haciendo clic aquí.


Recomendación


Invito a leer una novela y un ensayo


La novela se titula:


Cuerpos y almas


El ensayo se titula:


Ensayo sobre el agradecimiento


Pueden pinchar aquí mismo


Tomás de la Torre Lendínez



¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo sus alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: “Bendito el que viene en nombre del Señor”. (Lc 13,31-35)


Jesús expresó con frecuencia el amor y el dolor sobre Jerusalén, porque la amaba

Por algo ya Jeremías la llamó “el cariño de mi alma” (Jr 12,7)


Lucas tiene dos textos que lo dicen todo:

Uno de cariño adolorido:

“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo sus alas!”

Otro de doloroso cariño:

“Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz”. (Lc 19,41)



Flickr: Jorge Elías



La escena de la gallina cobijando a sus polluelos bajo sus alas:

Es una señal de ternura.

Es una señal de calor.

Es una señal de acogida.

Es una señal de protección.


Jesús utiliza esa imagen casera para expresar:

La ternura que tenía por Jerusalén.

La ternura que tiene por cada uno de nosotros.

Y eso, a pesar de que Jerusalén no quiso escuchar a los profetas y los mató.

Y eso, a pesar de que Jerusalén no quiso escuchar a enviado alguno de Dios.

Resulta llamativo ver a Dios como gallina clueca.

Resulta tierno sentirnos como tiernos pollitos calentados bajo las alas del corazón de Dios.


Pero resulta todavía más expresivo que, a pesar de todo:

Nos resistamos a esa ternura divina.

Nos resistamos a ese calor del amor de Dios.

Nos resistamos a esa protección de Dios.

Y que lo sigamos rechazando.

Y que lo sigamos abandonando sin hacerle caso.

Y que sigamos insensibles a ese amor.


Esta nuestra indiferencia no le es indiferente a Dios.

Es algo que le duele en el corazón.

No porque él obtenga ganancia alguna.

Sino porque somos nosotros los que le dolemos.

A Dios le duelen nuestras resistencias a su gracia.

A Dios le duelen nuestras sorderas a sus llamadas.

Por eso, el mismo Lucas dirá más adelante, repitiendo casi la misma escena:

“Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: “¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz”. (Lc 19,41)


Con qué frecuencia nosotros decimos que “los hombres no lloran”.

Que eso es del sexo débil, las mujeres.

Pues Dios no tiene reparos en “llorar”, y llorar por nosotros.

Porque las lágrimas no son signo de debilidad sino:

Signo de ternura.

Signo de sensibilidad.

Signo de amor.

Signo de solidaridad con nosotros.


Vivir nuestra fe como experiencia de la ternura de Dios.

Vivir nuestra fe como el interés de Dios por nosotros.

Vivir nuestra fe como la preocupación de Dios sobre nosotros.

Vivir cada día al calor de las alas del corazón de Dios.

Vivir cada día el gozo y la alegría de sentirnos acogidos por su corazón.

Sentirnos cada día: “el cariño del alma de Dios”.


Clemente Sobrado C. P.




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Ya hemos tenido ocasión de explicar la diferencia entre Halloween y Holy win ayer. También hemos recogido algunas fotos bien tiernas de santa Teresa y santa Teresita aquí. Hoy les presento otras encantadoras fotografías de santitos cristianos.




Madre Teresa de Calcuta






San Miguel arcángel




Santa Clara de Asís




Misa solemne de pontifical de las de antes




Virgen del Carmen




Virgencita Inmaculada




Obispillo




Ahora, donde se pongan los españoles de un tiempo, que se quiten los sucedáneos contemporáneos. Este va acompañado del "pertiguero", dos canónigos y dos acólitos con humeral para sujetarle la mitra y el báculo.



Del Vatican Insider


La violencia y el crimen organizado no respetan a nadie en México. Se abaten incluso sobre los hombres de la Iglesia, obispos y sacerdotes por igual. Tanto que la Conferencia del Episcopado debió intervenir para sumarse al reclamo de uno de sus miembros quien en una carta denunció las plagas que asolan su diócesis: levantones, secuestros y asesinatos. Flagelos que han obligado a cerrar un seminario.


Narco Firmado por su presidente, el cardenal de Guadalajara José Francisco Robles Ortega, un comunicado de los obispos -emitido hace unos días- apoyó la denuncia del pastor de Apatzingán, Miguel Patiño Velázquez. Según el clérigo, en el Estado de Michoacán (occidente mexicano), la acción de las bandas criminales se ha recrudecido obligando a familias enteras a emigrar por el miedo y la inseguridad.


Patiño apuntó el dedo contra varios grupos criminales dedicados principalmente al narcotráfico (La Familia, Los Zetas, Nueva Generación y Los Templarios), los cuales se disputan la zona y amenazan a la población, pero también cargó contra las autoridades las cuales, dijo, no han descubierto ni una de las casas de seguridad utilizadas por los malviventes.


Su clamor no es injustificado. El grado de descomposición social que padece Michoacán parece inaudito. Su territorio es teatro de una encarnizada lucha entre cárteles y grupos de autodefensa, civiles armados que se ocupan de su propia seguridad. En seis municipios las autodefensas han llegado incluso a expulsar al crimen organizado.



La situación ha llegado a tal extremo que el texto de la Conferencia del Episcopado lamentó que incluso la atención pastoral a los fieles se esté viendo afectada por las amenazas, como lo denunció públicamente Javier Navarro Rodríguez, obispo de Zamora.


“Solicitamos a las autoridades federales, estatales y municipales una acción pronta y eficaz ante la injusticia de los levantones, secuestros, asesinatos y cobro de cuotas que afectan al bien de tantas personas y comunidades, y les pedimos estrategias para favorecer la calidad de vida de los ciudadanos y su desarrollo integral", pidió la nota de la CEM.


“Asimismo, invitamos a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a sumar esfuerzos para enfrentar positiva, creativa y solidariamente toda forma de violencia, a fin de edificar una sociedad justa, pacífica y próspera", agregó.


La ingobernabilidad en vastas zonas es palpable. “Aquí mandan los narcos", confesó preocupado el ex alcalde de uno de los municipios michoacanos (La Piedad), Ricardo Guzmán Romero, a un sacerdote amigo suyo a inicios de 2011. Era un buen cristiano, ex militante de la Acción Católica. El 2 de noviembre de aquel mismo año fue asesinado por sicarios a plena luz del día.


La degradación ha llegado a amenazar la supervivencia misma de la Iglesia católica. En agosto pasado el mismo obispo Patiño Velásquez anunció el cierre del Seminario San José y Santa María de Apatzingán por causa de la inseguridad.


“Los alumnos que vienen al seminario pertenecen a los ranchos y poblados que actualmente están copados por el crimen organizado. Esto ha provocado una disminución de vocaciones, lo que nos ha obligado a cerrar”, dijo entonces al semanario Desde la Fe de la Arquidiócesis de México. Ante la escacez de vocaciones, los pocos seminaristas fueron trasladados al Seminario de la vecina diócesis de Zamora.


Ahora, tras las denuncias de Patiño, se teme por su seguridad. Por eso el mismo Desde la Fe publicó: “Tampoco se puede dejar de advertir sobre los riesgos que enfrenta el obispo mexicano tras estas denuncias, y solicitar a las autoridades implementar medidas de seguridad para salvaguardar su integridad".


Serafines susurran.- Que fue evidentemente distinta la reacción del episcopado mexicano en esta ocasión, al salir a apoyar y cerrar filas en torno al obispo de Apatzingan, que lo ocurrido en un caso similar en 2009. A mediados de abril de ese año el actual arzobispo de Durango, Héctor González, aseguró que el poderoso narcotraficante y líder del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera (alias “el Chapo"), vive en la localidad duranguense de Guanaceví, a 300 kilómetros de la capital del estado.


“Más adelante de Guanaceví, por ahí vive el Chapo. Todos lo sabemos, menos la autoridad". Una frase bastó para desatar una terrible crisis. Ante las primeras presiones el prelado no se retractó e insistió en sus dichos. Eso avivó la candela y desató una andanada de presiones contra él. Fueron días durísimos. Hasta la sede del arzobispado llegaron llamados telefónicos de personajes de diverso calibre. Todos pedían un cambio de versión, un desmentido. Eran tiempos del presidente Felipe Calderón Hinojosa, el cual había hecho de la lucha contra el narcotráfico el eje de su gestión. Los dichos del arzobispo lo pusieron en aprietos.


A tales grados llegó la presión que debió intervenir un equipo de asesores en comunicación enviados directamente de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Finalmente tocó a su portavoz salir a “corregir el tiro". Tras una semana de jaloneos terminó reconociendo que los dichos de su jefe fueron “irresponsables” y “peligrosos". Dos características que técnicamente eran verdad, pero que restaron toda la autoridad moral al arzobispo.


Lo más llamativo fue que la Conferencia del Episcopado dejó prácticamente solo a González. No hubo públicos cierres de filas. Toda la situación terminó por golpear mucho al arzobispo, incluso en el aspecto físico. Durante semanas se sumió en una depresión que logró superar a fuerza de empeño y oración. Desde aquellas polémicas declaraciones vive escoltado, ante posibles represalias.


Querubines replican.- Que este miércoles viajó a Roma desde Padua el flamante secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolin. Antes de hacerlo visitó la sede de la Prefectura de esa ciudad del norte italiano para agradecer a las autoridades locales el apoyo en seguridad que le brindaron durante su estancia en un hospital de allí.


Justo unos días antes de sun programada asunción de su nuevo cargo, el “número dos” del Vaticano debió ser trasladado al pabellón hepato biliar del nosocomio, donde fue sometido a una intervención quirúrgica. Por esta razón no pudo estar presente el 15 de octubre en la audiencia durante la cual el anterior secretario, Tarcisio Bertone, dejó su puesto. Debía ser un paso de estafeta, pero finalmente uno de los corredores estuvo ausente.


El Vaticano confirmó la operación pero no dio absolutamente ningún dato al respecto, ni siquiera la naturaleza de la dolencia. Ante tal silencio se multiplicaron las especulaciones, que fueron de la simple apendicitis al cáncer terminal. Ni una cosa ni la otra. Finalmente se supo que a Parolín le fue extirpado sí un tumor, pero que resultó ser benigno. Se le detectó a tiempo y eso fue clave para su total extirpación. Finalmente el diagnóstico fue de curación total.


Por eso algunos días después el portavoz vaticano, Federico Lombardi, emitió un comunicado para decir que todo había salido sin problemas y que la operación no tuvo mayores complicaciones. Todo verdad, aunque nunca dijo el motivo de la intervención, que -como suele pasar con demasiadas cosas en El Vaticano- quedó bajo cinco silencios.



herodes


1. (Año I) Romanos 8,31-39


a) Estamos leyendo páginas profundas y consoladoras en extremo. Hoy, Pablo entona un himno triunfal, que pone fin a la primera parte de su carta, un himno al amor que nos tiene Dios.


Con un lenguaje lleno de interrogantes retóricos y de respuestas vivas, canta la seguridad que nos da el sabernos amados por Dios: “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. No puede condenarnos ni el mismo Jesús, que se entregó por nosotros, ni ninguna de las cosas que nos puedan pasar, por malas que parezcan: ni la persecución ni los peligros ni la muerte ni los ángeles ni criatura alguna “podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”.


b) Esta confianza fue para Pablo el punto de apoyo en sus momentos difíciles, el motor de su vida, la motivación de su entrega absoluta a la tarea misionera de la evangelización.


Se sintió amado por Dios y elegido personalmente por Cristo para una misión.


Lo que nos da tanta seguridad no es el amor que nosotros tenemos a Dios: ése es bien débil, y nos lo podrían arrebatar fácilmente esas fuerzas que nombra Pablo. Es el amor que Dios nos tiene: ése sí que es firme, en ése sí que podemos confiar, “el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”. Si tuviéramos esta misma convicción del amor de Dios, nuestra vida tendría sentido mucho más optimista.


De tanto decirlo y cantarlo, tal vez no nos lo acabamos de creer: que Dios nos ama, que Cristo está de nuestra parte e intercede por nosotros. Gracias a eso, “vencemos fácilmente por aquél que nos ha amado”. Ni siquiera nuestro pecado podrá con el amor que Dios nos tiene.


Un himno que muchas comunidades cantan: “¿Quién nos separará del amor de Dios?”, nos demuestra una vez más que los cantos que se inspiran en los libros bíblicos son los que más expresivamente nos ayudan a celebrar nuestra fe. Si no lo cantamos hoy, por ejemplo después de la comunión, haríamos bien en decirlo por nuestra cuenta, despacio, saboreando la serenidad que nos infunde en lo más hondo de nuestro ser esta explosión de euforia de Pablo.


2. Lucas 13,31-35


a) No sabemos si la advertencia que hicieron a Jesús los fariseos era sincera, para que escapara a tiempo del peligro que le acechaba: “márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte”.


Herodes, el que había encarcelado y dado muerte al Bautista (como antes, su padre Herodes el Grande había mandado matar a los inocentes de Belén cuando nació Jesús), quiere deshacerse de Jesús.


Jesús responde con palabras duras, llamando “zorro” al virrey y mostrando que camina libremente hacia Jerusalén a cumplir allí su misión. No morirá a manos de Herodes: no es ése el plan de Dios.


La idea de su muerte le entristece, sobre todo por lo que supone de ingratitud por parte de Jerusalén, la capital a la que él tanto quiere. Es entrañable que se compare a sí mismo con la gallina que quiere reunir a sus pollitos bajo las alas.


b) Jesús aprovecha la amenaza de Herodes para dar sentido a su marcha hacia Jerusalén y a su muerte, que él mismo ha anunciado y que no va a depender de la voluntad de otros, sino que sucederá porque él la acepta, por solidaridad, y además cuando él considere que ha llegado “su hora”. Mientras tanto, sigue su camino con decisión y firmeza.


El lamento de Jesús -”Jerusalén, Jerusalén”- es parecido al dolor que siente luego Pablo (Rm 9-11) al ver la obstinación del pueblo judío que no ha querido aceptar, al menos en su mayoría, la fe en el Mesías Jesús.


El amor de Dios a veces se describe ya en el AT con un lenguaje parecido al de la gallina y sus pollitos: el águila que juega con sus crías y les enseña a volar (Deuteronomio 32,11), o el salmista que pide a Dios: “guárdame a la sombra de tus alas” (Ps 17,8), y otras con un lenguaje materno y femenino: “en brazos seréis llevados y sobre las rodillas seréis acariciados, como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré” (Is 66,12-13).


¿Estamos dispuestos a una entrega tan decidida como la de Jesús? ¿incluso si aquellos por los que nos entregamos se nos vuelven contra nosotros? ¿tenemos un corazón paterno o materno, un corazón bueno, lleno de misericordia y de amor, para seguir trabajando y dándonos día a día, por el bien de los demás? ¿o nos influyen los Herodes de turno para cambiar nuestro camino, por miedo o por cansancio?


“Nadie podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (1ª lectura I)


“¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas!” (evangelio)







En la Biblia, la palabra "hasta" es usada a menudo en una manera específica que implica solamente el cumplimiento de ciertas condiciones. // Autor: Carlos Caso-Rosendi | Fuente: http://voxfidei-apologetica.blogspot.com/



Muchos concluyen que José y María tuvieron relaciones matrimoniales después del nacimiento de Jesús. Para afirmar esto se apoyan en el texto de Mateo 1, 25, donde encontramos esta referencia a José y María que algunas versiones de la Biblia traducen generalmente así:



"Y no la conoció hasta que dio a luz un hijo, al cual le puso por nombre Jesús."

Sin embargo, concluir que este pasaje implica que José y María tuvieron relaciones después del nacimiento de Jesús es una seria malinterpretación del término "hasta que" en la manera en que es usado en las Escrituras. En la Biblia, la palabra "hasta" es usada a menudo en una manera específica que implica solamente el cumplimiento de ciertas condiciones. No indica nada acerca de lo que ocurre después de que esas condiciones sean cumplidas. Es evidente que San Mateo hace esta aclaración necesaria para indicar que el niño nació de María por medios divinos y no humanos. Por consiguiente, el versículo en cuestión no implica, en modo alguno, que José y María tuvieran relaciones después del nacimiento de Jesús. Los siguientes ejemplos nos ayudarán a clarificar el asunto sin lugar a dudas:

1 Corintios 15, 25 - Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies.

Claramente, Jesús reinará también después de que haya subyugado a todos sus enemigos.

Mateo 28, 18-20 - Estoy con vosotros hasta el fin del mundo.

¿Quién concluiría que Jesús no estará con nosotros después del fin del mundo? Sin embargo, deberíamos aceptar esta interpretación si también concluimos que José y María tuvieron relaciones después del nacimiento de Jesús.

2 Samuel 6, 23 - Y Mical, hija de Saúl, no tuvo hijos hasta el día de su muerte.

Difícilmente hubiera sido posible para Mical el tener hijos después del día de su muerte. No obstante, si queremos ser consistentes, deberíamos asumir que sí los tuvo si afirmamos que José y María tuvieron relaciones después de que Jesús nació, aduciendo las implicaciones de la frase "hasta que".

Deuteronomio 34, 5-6 - Allí murió Moisés, el servidor del Señor, en territorio de Moab, como el Señor lo había dispuesto. El mismo lo enterró en el Valle, en el país de Moab, frente a Bet Peor y nadie, hasta el día de hoy, conoce el lugar donde fue enterrado."

Todavía nadie sabe dónde está enterrado Moisés, por supuesto, aunque ya hayan pasado miles de años desde que se escribió este relato. Es claro que el uso de la frase "hasta el día de hoy" no implica necesariamente la cesación de lo que se afirma antes de dicha frase.

1 Macabeos 5, 53 - Durante todo el trayecto, Judas fue recogiendo a los rezagados y animando al pueblo hasta llegar a la tierra de Judá.

Resulta obvio que Judas Macabeo no cesó de animar al pueblo luego de haber llegado a la tierra de Judá.

Juan 5, 17 - Pero Jesús les replicó: "Mi Padre trabaja hasta ahora y yo también trabajo".

¿Dejó el Padre de trabajar después de que Jesús pronunció esta frase? Obviamente no.


Los amigos del anonimato en la Red están apenados pues los han dejado tuertos. Ya no entrarán millones de lectores soltando bazofia contra los protagonistas de la noticia. A partir de ahora se acaba el refocilarse con quien dice la barbaridad más grande.


El entredicho Tribunal Europeo de los Derechos Humanos ha dado la razón a Estonia y ha sentenciado que los responsables de las basuras ocultas tras un comentario anónimo en cualquier sitio digital es el dueño del portal correspondiente.


¿Qué ha ocurrido?




Están los amigos de nadar en basura de comentarios procaces y ofensivos, llenos de ira contra el Tribunal Europeo, porque les han anulado la libertad de expresión a una pandilla de Trolls a sueldo personal o corporativo para salvar la dignidad de las personas humanas protagonistas de una noticia.


En ciertos portales les han pillado in puribus, pues han vivido años creyendo que el libertinaje es el mejor modo de ser los primeros en las listas de los “millones” de lectores. De prisa se están inventando unos aparatos moderadores de los comentarios de los lectores. Mientras duran las obras han cerrado el grifo de los comentaristas y los han enviado por el carril de “facebookear”, donde también se puede pillar a los Trolls de oficio y beneficio y mandarlos a la calle o al banquillo de un tribunal, según sea la basura ofensiva soltada en la página tal o cual.


Lo que más me gusta de este embrollo es que ya, por lo menos parece, se han acabado los oficiales u oficiosos Trolls ofensivos hasta la nausea circulando por la Red. Y los amigos del libertinaje de expresión tienen que tragar una sentencia que les corta sus aires de imperios digitales donde han vivido y se han jactado de disponer a su antojo de las vidas y haciendas de los blancos o protagonistas de sus noticias y opiniones vertidas dentro de la propia Iglesia Católica.


Ahora, caídos ciertos imperios digitales, veremos las fuerzas reales que cada portal tenga, e iremos más iguales por los caminos de la información y de la opinión religiosa. Esta sentencia del Tribunal de Estrasburgo la aplaudo. Hace unos días critiqué otra absolutamente indignante para las victimas del terrorismo y de la delincuencia en general en toda España.


Creo que esta sentencia traerá más calma y juego limpio en el amplísimo mundo de Internet. Ruego al Señor que así sea.


Recomendación


Invito a leer una novela y un ensayo.


La novela se titula:


Cuerpos y almas


El ensayo se titula:


Ensayo sobre el agradecimiento


Pueden pinchar aquí mismo.


Tomás de la Torre Lendínez



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