No sé. He llegado a un momento de mi vida, en el que toda liturgia se me hace enteramente insuficiente. Es como si ninguna liturgia estuviera a la altura de Dios. Como si todo nuestro culto, por magnificente y grandioso que sea, fuera paja y vacío frente a la dignidad de Dios.
Lo mismo puedo decir de mi trabajo literario. Laboro en mis libros con alegría. Pero con la certeza de la posterior labor destructora del tiempo. O de la acumulación ingente que equivale al olvido.
Respecto a mi vida espiritual, a menudo pienso que lo mejor hubiera sido que me hubiera muerto dos años después de salir del seminario.
Lo extraño es que soy feliz en mi poquedad. No vivo precisamente amargado. Es como si hubiera acomodado mis perspectivas a una cierta rutina con moderación de deseos. Incluso esto me parece mucho. Quizá deseos, deseos, lo que se dice deseos, no los albergo. Desde hace años, mi único deseo es el mantenimiento del statu quo.
No veáis esto como una especie de ánimo pesimista. Al contrario, es la felicidad del ahora. La convicción de que el presente tiene una sublimidad casi suprema, aun a pesar de todas sus imperfecciones. Me imagino que éste es un post que sólo lo entenderán algunos ancianos. Tampoco aspiro a más. Me conformo con que me entiendan algunos vejetes con un pie ya en la tumba.
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