La consideración conjunta de las tres lecturas que la Iglesia ha seleccionado para la celebración de la solemnidad de Todos los Santos responde a tres preguntas que podemos hacernos: ¿Quiénes están en el cielo?, ¿qué es el cielo? y ¿cómo se va al cielo?
Lo más importante, creo yo, es desear el cielo. Lo que no se desea no despierta curiosidad ni tampoco se busca. Aspiraremos al cielo si el cielo nos resulta deseable, apetecible. El deseo es movimiento, acción e impulso. Un dinamismo bueno si el objeto de ese anhelo es bueno.
¿Quiénes están en el cielo? Responde la palabra de Dios en el libro del Apocalipsis: “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”. Los que han llegado ya a la meta son muchos; son muchedumbre, una multitud inmensa de personas. Tantas que son imposibles de contar. Tantas que proceden de la universalidad del tiempo y del espacio: de ayer y de hoy, de cerca y de lejos. Tantas que superan las estrecheces que nos acechan y que nos dividen en la vida presente: “de toda nación, raza, pueblo y lengua”.
Yo espero que, entre tantos, estarán muchos a quienes hemos conocido y amado en esta vida. Dentro de pocos meses tendremos la certeza de que, entre ellos, estará, por ejemplo, el beato Juan Pablo II, a quien hemos conocido y amado en esta vida. Y, como él, tantos otros: familiares, amigos, seres queridos… Una muchedumbre inmensa.
La segunda pregunta es: ¿Qué es el cielo?. Y viene a contestarnos la primera carta del Apóstol San Juan: “lo veremos tal cual es”. El cielo es “ver” a Dios. Sin intermediarios, o con la sola mediación de quien es Dios y hombre, Jesucristo. No se puede ver a Dios sin morir, pero en el cielo ya no hay muerte y la comunicación con Dios será todo lo directa que pueda ser. Dios nos ha “divinizado” por la gracia para que podamos verle a Él. El cielo no es tanto un “que” como un “quien”. El cielo es Dios. Ahora vivimos ya en comunión con Dios en el claroscuro de la fe; pero la fe pertenece a la provisionalidad del camino de esta vida. La fe se verá culminada, coronada, en la visión.
La tercera pregunta es: ¿Cómo se va al cielo? Jesús nos lo dice con las bienaventuranzas: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Las bienaventuranzas constituyen el retrato de Jesús. Ser bienaventurado es ser como Jesús, parecerse a Él, dejándonos modelar por el Espíritu Santo.
No es imposible ser bienaventurado. Muchos lo son, incluso muchos cercanos a nosotros. Y, además, no es una tarea que podamos emprender solo con nuestros esfuerzos. Podemos llegar a ser bienaventurados si nos abrimos a la acción de la gracia de Dios.
¿Quiénes están en el cielo? ¿Qué es el cielo? ¿Cómo se va al cielo? La fe, que se transmite sacramentalmente en la Liturgia (cf Lumen fidei, 40) nos da una respuesta que aviva el deseo, el ansia de Dios.
Celebrar la fe es la mejor manera de profesarla y de dejarse guiar por la energía enorme que despliega. Una energía que hace posible el amor y la esperanza.
Guillermo Juan Morado.
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