28 de abril.

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1. Hechos 15, 7-21.

a) Las deliberaciones del «concilio de Jerusalén» fueron tensas, como leemos hoy, porque entraban de por medio convicciones opuestas de parte de unos y de otros. Fue un momento de «crisis», o sea de juicio, de discernimiento.

Ante todo toma la palabra Pedro, con una postura claramente aperturista, basada en la «aprobación del Espíritu Santo» en la admisión del pagano Cornelio a la fe. La lectura de aquel episodio es decisiva: «no hizo distinción entre ellos y nosotros», «lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús».

A continuación, después de que todos escuchan atentamente lo que Pablo y Bernabé cuentan sobre «los signos y prodigios que habían hecho entre los gentiles con la ayuda de Dios», habla el que parece tener la palabra decisiva, como responsable de la iglesia de Jerusalén, Santiago. Da la razón a Pedro, y refuerza su postura universalista con citas del AT: «todos los gentiles llevarán mi nombre». Concluye reconociendo que «no hay que molestar a los gentiles que se convierten», o como había dicho Pedro, no hay que ponerles más cargas que las necesarias.

La reunión, por tanto, desautoriza a aquellos que habían ido a Antioquía a inquietar a los hermanos de allí.

Eso sí. Hay algunos aspectos que creyeron razonable exigir a todos: evitar la idolatría y la fornicación, y también mantener la norma -de los judíos y de otros pueblos, entonces y ahora- de no comer sangre ni animales estrangulados, por el carácter sagrado que se atribuye a la sangre.

b) La asamblea que se reunió en Jerusalén, a pesar de las fuertes discusiones, dio la imagen de una comunidad capaz de escuchar, de valorar pros y centras, de saber reconocer los pasos de apertura que el Espíritu les está inspirando, aunque fueran incómodos, por la formación cultural y religiosa recibida.

Si nosotros, ante los varios conflictos que van surgiendo en la historia, imitáramos este talante dialogador, si supiéramos discernir con seriedad y a la vez con apertura los diversos movimientos que van surgiendo en la Iglesia, sabiendo ver sus valores además de sus inconvenientes, si nos dejáramos guiar por el Espíritu, discerniendo lealmente, a la luz de la fe y de la experiencia de los demás, lo que Dios quiere en cada momento: seríamos una comunidad más cristiana, más del Espíritu.

El Concilio Vaticano II ¿no ha sido de nuevo una llamada a la apertura de la Iglesia al mundo de hoy, siguiendo la inspiración del Espíritu, sobre todo con la Gaudium et Spes?

Eso puede interpelar a un consejo presbiteral, parroquial o pastoral, a una comunidad religiosa, a un capítulo general, a un concilio provincial, a una asamblea diocesana. Y también a cada uno de nosotros, en nuestro comportamiento de diálogo con los demás. La democracia es antes una actitud personal que un sistema político. Una actitud más tolerante nos ayuda no sólo a ser mejores ciudadanos, sino también mejores cristianos, porque el punto de referencia no deben ser nuestras convicciones, sino la voluntad de Cristo y su Espíritu.

2. Juan 15, 9-11

a) Con la metáfora de la vid y los sarmientos Jesús invitaba a «permanecer en él», para poder dar fruto. Hoy continúa el mismo tema, pero avanzando cíclicamente y concretando en qué consiste este «permanecer» en Cristo: se trata de «permanecer en su amor, guardando sus mandamientos».

Se establece una misteriosa y admirable relación triple. La fuente de todo es el Padre. El Padre ama a Jesús y Jesús al Padre. Jesús, a su vez, ama a los discípulos, y éstos deben amar a Jesús y permanecer en su amor, guardando sus mandamientos, lo mismo que Jesús permanece en el amor al Padre, cumpliendo su voluntad.

Y esto lleva a la alegría plena: «que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». La alegría brota del amor y de la fidelidad con que se guardan en la vida concreta las leyes del amor.

b) Uno de los frutos más característicos de la Pascua debe ser la alegría. Y es la que Cristo Jesús quiere para los suyos. Una alegría plena. Una alegría recia, no superficial ni blanda. La misma alegría que llena el corazón de Jesús, porque se siente amado por el Padre, cuya voluntad está cumpliendo, aunque no sea nada fácil, para la salvación del mundo. Ahora nos quiere comunicar esta alegría a nosotros.

Esta alegría la sentiremos en la medida en que «permanecemos en el amor» a Jesús, «guardando sus mandamientos», siguiendo su estilo de vida, aunque resulte contra corriente. Es como la alegría de los amigos o de los esposos, que muchas veces supone renuncias y sacrificios. O la alegría de una mujer que da a luz: lo hace en el dolor, pero siente una alegría insuperable por haber traído una nueva vida al mundo (es la comparación que pronto leeremos que trae el mismo Jesús, explicando qué alegría promete a sus seguidores).

Popularmente decimos que «obras son amores», y es lo que Jesús nos recuerda. La Pascua que estamos celebrando nos hará crecer en alegría si la celebramos no meramente como una conmemoración histórica -en tal primavera como esta resucitó Jesús- sino como una sintonía con el amor y la fidelidad del Resucitado. Entonces podremos cantar Aleluyas no sólo con los labios, sino desde dentro de nuestra vida.


22:36
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