4 de septiembre.

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Homilía para el XXIII domingo durante el año C

Al entrar en la última fase del año litúrgico, el ciclo de las lecturas bíblicas de este domingo nos señala como siempre, con mayor insistencia, ciertos aspectos fundamentales de la vida cristiana, y especialmente la necesidad de pertenecer radicalmente a Cristo.

El texto del Evangelio de Lucas se encuentra en el corazón de una larga sección (9, 51- 19, 27) cuyo tema principal es aquél de la subida de Jesús hacia Jerusalén, dónde será entregado. En este momento, grandes muchedumbres lo siguen en su subida. Lo aclamarán con ramos de olivos, el día en que entrará en Jerusalén, pero sabemos también con que rapidez las mismas muchedumbres lo abandonarán y pedirán su muerte.

Es a esta muchedumbre, y no a pocos discípulos elegidos, que Jesús traza las exigencias que se imponen a quién quiera seguirlo. Estas exigencias puden reducirse a dos: la primera es aquella que san Benito pone en su Regla con las palabras: “No preferir nada a Cristo” (RB 4, 24) “Si alguno viene a mí, dice Jesús, sin preferirme a su padre, madre, esposa, hijos, hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. La segunda exigencia, es la disposición para aceptar todos los sufrimientos, ahí entran las incomprensiones y las persecusiones que tal opción radical puede provocar. Y de esta cruz es de la que habla Jesús y no de pequeñas mortificaciones que uno se puede auto-imponer. “Aquél que no lleva su cruz para caminar detrás mío, dice Jesús, no puede ser mi discípulo”.

San Lucas refiere todavía dos logia (dichos) de Jesús, y él es el único evangelista que los ha conservado. Se trata de dos enseñanzas de prudencia humana: antes de ponerse a construir algo, es necesario detenerse a examinar si se tiene todo cuanto es necesario para conducir el proyecto a buen fin; y antes de partir a una guerra contra alguien, se debe verificar si se tienen las fuerzas necesarias para no hacerse vencer por el adversario.

Después de estas dos indicaciones de buen sentido, Jesús continúa: “del mismo modo”, y aquí la palabra “mismo” es muy importante, aquél que de entre ustedes no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Esto muestra que, en el pensamiento de Jesús, el solo comportamiento “prudente”, si se quiere ser su discípulo, consiste en el desprenderse de todo lo que no es Él. Y el comportamiento “prudente” posible, porque de otra manera no se puede ser feliz, estando divididos entre dos señores. Es  en este desprendimiento: dónde esté tu tesoro, también estará tu corazón. Y allá dónde esté tu corazón estará tu felicidad. Si nuestro corazón está dividido entre Jesús y cualquier otro, no podemos ser felices, porque no vivimos más que divisiones internas e insatisfacción.

En la segunda lectura tenemos un bello ejemplo de alguien que ha sabido abandonar todo para seguir a Cristo, es el apóstol Pablo. Cuando Pablo hizo su opción total por Cristo, significó un corte rotundo con su pasado y sus realizaciones anteriores. Esto también significó la prisión, es propiamente desde la prisión que escribe a Filemón. Exhorta a Filemón a obrar también él contra corriente, por fidelidad a Cristo, recibiendo su esclavo Onésimo no más como esclavo, sino como un hermano muy amado. Las exigencias del seguimiento de Jesús son muchas veces imprevisibles.

Recordando el llamado del Papa Francisco a orar, y a hacer penitencia por la paz, tengamos presente esta enseñanza de Jesús y vivamos en la prudencia del desprendimiento y la entrega. Que María, nuestra Madre, nos ayude, pues parece difícil el camino, pero así sólo nos realizaremos y encontraremos nuestro lugar, y nuestra felicidad.

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Una homilía del Papa emérito sobre este Evangelio.

VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A AUSTRIA
CON OCASIÓN DEL 850 ANIVERSARIO
DE LA FUNDACIÓN DEL SANTUARIO DE MARIAZELL
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DE SAN ESTEBAN
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Viena, domingo 9 de septiembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

“Sine dominico non possumus!” Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no  podemos vivir:  así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la  actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que  estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían  celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba  con la muerte. “Sine dominico non possumus”.  En la palabra dominicum / dominico se encuentran entrelazados indisolublemente  dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante  todo el don del Señor. Este don es él mismo, el Resucitado, cuyo contacto y  cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo, no se  trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se  inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en  nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un  centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su  conjunto. Para aquellos cristianos la celebración eucarística dominical no era un  precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida  misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su  fundamento, su dignidad interior y su belleza.  Esa actitud de los cristianos de entonces, ¿tiene importancia también para nosotros,  los cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros, que necesitamos una  relación que nos sostenga y dé orientación y contenido a nuestra vida. También  nosotros necesitamos el contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la  muerte. Necesitamos este encuentro que nos reúne, que nos da un espacio de  libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor  creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.  Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al Señor, que en él  nos habla, nos asustamos. “Quien no renuncia a todas sus propiedades y no deja

 también todos sus lazos familiares, no puede ser mi discípulo”. Quisiéramos  objetar:  pero, ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene precisamente  necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del  amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos  necesidad del amor de la vida, de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también  personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos  ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos  ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus  bienes?  Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el conjunto de  todo lo que nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige a todos lo  mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para  él. En el evangelio de hoy Jesús habla directamente de algo que no es tarea de las  numerosas personas que se habían unido a él durante la peregrinación hacia  Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce. Estos, ante todo,  deben superar el escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar  verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los  confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de  presunta erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo  especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su camino a lo  largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera persona el martirio,  para dar así testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado.  Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va acompañado por una  gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante todo a los Doce, su llamada  naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos  los tiempos llama a las personas a contar exclusivamente con él, a dejar todo lo  demás y a estar totalmente a su disposición, para estar así a disposición de los  otros; a crear oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces  parecen contar solamente el poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en  todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a él han dejado  todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta pensar en  personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de Asís, como Isabel de  Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, hasta la  madre Teresa de Calcuta y el padre Pío. Estas personas, con toda su vida, han sido  una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y  comprensiva para nosotros. Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo  conceda a muchas personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a  disposición de todos.  Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente  de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En  otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva:  “Quien  quiera salvar su  vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le  sirve al hombre  haber  ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se  arruina?” (Lc 9, 24-25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí  mismo, la perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: sólo

 quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere  olvidarse de sí mismo.  Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente  para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este  más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy  no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. “Quien pierda su vida por mí…”, dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es  posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor  eterno. Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar  verdaderamente la vida.  Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje  evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su palabra nos da la  certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre.  Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy. También  vale aquí aquello de que de nada sirve todo el saber del mundo si no aprendemos a  vivir, si no aprendemos qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.  “Sine dominico non possumus!”. Sin el Señor y el día que le pertenece no se realiza  una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo se ha transformado  en un fin de semana, en tiempo libre. Ciertamente, el tiempo libre, especialmente  con la prisa del mundo moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos.  Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación  para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos recrea. El  tiempo libre necesita un centro:  el encuentro con Aquel que es nuestro origen y  nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el  cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de la siguiente manera:  “Da al  alma su domingo, da al domingo su alma”.  Precisamente porque, en su sentido profundo, en el domingo se trata del  encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con Cristo resucitado, el rayo de este  día abarca toda la realidad. Los primeros cristianos celebraban el primer día de la  semana como día del Señor porque era el día de la Resurrección. Sin embargo, muy  pronto la Iglesia tomó conciencia también del hecho de que el primer día de la  semana es el día de la mañana de la creación, el día en que Dios dijo:  “Hágase la  luz” (Gn 1, 3). Por eso, en la Iglesia el domingo es también la fiesta semanal de la  creación, la fiesta de la acción de gracias y de la alegría por la creación de Dios.  En una época, en la que, a causa de nuestras intervenciones humanas, la creación  parece expuesta a múltiples peligros, deberíamos acoger conscientemente también  esta dimensión del domingo. Más tarde, para la Iglesia primitiva, el primer día  asimiló progresivamente también la herencia del séptimo día, del sabbat.  Participamos en el descanso de Dios, un descanso que abraza a todos los hombres.  Así percibimos en este día algo de la libertad y de la igualdad de todas las criaturas  de Dios.

 En la oración de este domingo recordamos ante todo que Dios, mediante su Hijo,  nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le pedimos que mire con  benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos conceda la verdadera libertad y la  vida eterna. Pedimos a Dios que nos mire con bondad. Nosotros mismos  necesitamos esa mirada de bondad, no sólo el domingo, sino también en la vida de  cada día. Al orar sabemos que esa mirada ya nos ha sido donada; más aún,  sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en  la comunión con él mismo.  Ser hijo significa —lo sabía muy bien la Iglesia primitiva— ser una persona libre; no  un esclavo, sino un miembro de la familia. Y significa ser heredero. Si  pertenecemos al Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tenemos  miedo y somos libres; entonces somos herederos. La herencia que él nos ha dejado  es él mismo, su amor.  ¡Sí, Señor, haz que este conocimiento penetre profundamente en nuestra alma,  para que así aprendamos el gozo de los redimidos! Amén.

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