25 de septiembre.

En Santiago de Compostela, Galica, España octubre 2011.

Homilía para el XXVI Domingo durante el año C

La mayoría de las parábolas de Jesús, como ya hemos dicho varias veces, son enseñanzas sobre Dios, en las cuales Jesús quiere mostrarnos quien es su Padre, la enseñanza moral es consecuencia de haber entendido el mensaje principal. Pero otras parábolas, como es el caso de este domingo, traen esencialmente una enseñanza moral. La técnica de la parábola, como también lo hemos comentado, consiste en animar a los que escuchan a que se identifiquen con un personaje y a sacar de esta identificación todas las consecuencias o todas las enseñanzas que seamos capaces. Es entonces el caso de la parábola proclamada este domingo, llamada tradicionalmente: «Parábola del rico epulón y del pobre Lázaro». Aquí Dios no es mencionado.

¿Cuál es el personaje con el que nos tenemos que identificar en este relato? Ciertamente no el hombre rico, ni Abraham. ¿Será, entonces, el pobre Lázaro? No. El, o más bien, los personajes más importantes de esta parábola, para nuestro cometido, son los cinco hermanos del hombre rico, Abraham le dice al rico que ellos «tienen a Moisés y los profetas», estos cinco hermanos están aquí abajo, entre los vivos, somos todos nosotros.

Retomemos un poco los detalles de esta parábola. Había un hombre rico y uno pobre. No dice si se trata de un rico bueno o malo, o, de un pobre bueno o malo. No. Simplemente el Evangelio nos dice: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro.» que no tenía nada para comer. El pobre bien quería comer las migas que caían de la mesa del rico, no dice que él las había pedido y que le fueran negadas. Estos hombres vivían uno al lado de otro y simplemente se ignoraban sin malicia y sin celos. La única nota de intimidad es un perro que lame las llagas del pobre (una vez leí que un político americano dijo: «si quieres tener un amigo en Washington, cómprate un perro» se podría reemplazar fácilmente Washington por cualquier capital política del mundo, por lo demás hay muchas personas que por defectos de los otros, o incapacidad propia, llegaron a esta conclusión: «mientras más conozco a las personas más quiero a los animales», claro: los animales no son personas, en el sentido que no me discuten, no las puedo enviar a hacer algún trabajo, los formo a mi manera y con mis mañas, etc.).

El rico no tiene nombre. Algunos confunden el sustantivo común epulón del título de la parábola con el nombre. Epulón en el diccionario de la Real Academia viene definido como: «hombre que come y se regala mucho». Este rico representa a todos los que se dejan alienar por el tener. El pobre tiene un nombre cuya etimología es «“Él” Azar» y que quiere decir «Dios socorre». Lo que parecería un poco irónico, por lo menos, no lo socorre aquí abajo. Cuando los dos llegan al otro lado, o «el seno de Abraham» (aquí no se trata del cielo porque Jesús, hablando a los Fariseos, uliza sus categorías), cambian los roles. El pobre, que yacía en el suelo, es llevado por los ángeles al seno de Abraham, es decir al Paraiso; y el rico que, aquí abajo, reposó en los divanes elevados, fue enterrado. Él estaba hasta tal punto ligado a las realidades de este mundo, que permanece encadenado aún después de su muerte.

Este rico no era malo, simplemente inconsciente, a lo largo de toda su vida. Ahora sufre terriblemente y como tiene un buen corazón, quisiera ahorrarle la misma suerte a sus hermanos, y querría que Abraham les envíe a Lázaro para sacarlos de su letargo. Es cuando Abraham responde: «“Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”».

Como dije antes, estos cinco hermanos del hombre rico, nos representan a nosotros. Y nosotros no tenemos solamente a Moisés y los Profetas para escuchar, sino a la Palabra definitiva del Padre: Jesús y su Evangelio. Seguramente entre nosotros muy pocos vivirán fastos parecidos a los del rico de la parábola, y seguramente no serán tantos los que vivan una miseria parecida a la de Lázaro. Pero el hecho es que, hoy como en la época de Jesús , y quizás aún más, existe una brecha entre los ricos y los pobres. Desde hace varios años, especialmente desde el rápido avance de la economía global neoliberal, sin moral, a escala mundial, esta brecha es cada vez mayor, tanto dentro de los países como entre los países. De acuerdo con información del Banco Mundial, de hace unos años, había más de mil millones de personas que viven por debajo del nivel de pobreza absoluta (con menos de un dólar al día). En Argentina la lucha contra la pobreza debe preocuparnos más, y más podríamos hacer, cuando pensamos en los demás pueblos de latinoamérica, en África, Asia, tal vez no sentimos más sensación que una encuesta.

¿Somo inconscientes, como el rico del Evangelio de hoy, o bien somos conscientes de todas las desigualdades en las que vivimos y seguro disfrutamos. Hacemos algo para remediarlo? San Juan Pablo II, hablando a la Tribuna de las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, hizo alusión a esta parábola del rico y del pobre Lázaro y concluyó que «es urgente traducir en términos económicos y políticos y en términos de derechos humanos, de relación entre el primer, el segundo y el tercer Mundo el contenido de esta parábola.» Magisterio semejante fue realizado por Benedicto XVI y contemporáneamente por el papa Francisco quien frecuentemente alude a esta parte esencial de la Buena Noticia. Que la Virgen nos ayude con su intercesión para que nosotros seamos capaces de traducir en nuestra vida diaria la enseñanza de Jesús: no ser inconscientes con la necesidad del que tenemos al lado, espero que este año de la Misericordia nos haya ayudado en este camino. Recordar que la vida, que no se acaba, se define en base a esta conciencia de no ignorar al otro, vivir el Evangelio es un saber y un obrar que no es mecánico, es fruto de una relación y se alimenta de la gracia de Dios; dice la conocida copla española:

La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquél que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada.

En esta vida emprestada,
do bien obrar es la llave,
aquel que se salva sabe;
el otro no sabe nada.

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