Querido Jacques, aún conservo en el cajón de mi escritorio el periódico del 27 de julio, que dio la noticia de tu muerte. Tu fotografía ocupa por completo la portada. Llevas los ornamentos litúrgicos para la celebración de la Eucaristía: el alba, la estola, la casulla. Tu rostro, sereno y cercano, invita a confiar en ti. Eras un anciano de 89 años que no se resignaba a abandonar la tarea para la que Dios le había llamado.
—Los sacerdotes no se jubilan —respondiste en cierta ocasión—. Por eso, cuando te relevaron de tu de tu cargo pastoral por exigencias de la edad, seguiste colaborando con un nuevo párroco y sustituyéndolo siempre que fue necesario.
El día de tu martirio te levantaste temprano para abrir las puertas de la iglesia. El titular de la parroquia estaba ausente y te tocó decir la Santa Misa. Se celebraba la memoria de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María y patronos de los abuelos. Quizá pensaste que tú también eras una especie de abuelo; era tu día y tenías derecho a festejarlo.
Poco antes de las diez te revestiste para renovar sobre el altar el Sacrificio de la Cruz. Al ponerte el alba tal vez recitaste la antigua oración que se recomienda a los sacerdotes para ese momento:
—Dealba me, Domine, et munda cor meum…, "purifícame, Señor, y limpia mi corazón, para que, lavado por la Sangre del Cordero, pueda gozar de las delicias eternas".
Los mismos gestos de siempre, quizá cada día más pausados. Aún no sabías que "la Sangre del Cordero"—de Cristo Redentor— se derramaría con la tuya en el presbiterio de la iglesia y que aquellas vestiduras blancas iban a ser tu mortaja.
Un conocido columnista escribió hace años que los mártires siempre lo son "por casualidad" ya que ninguno busca voluntariamente ese final para su vida. Tenía razón; pero también se equivocaba cuando añadió que, en realidad, todos los santos alcanzan la santidad sin pretenderlo. Los santos deben ser humildes —afirmaba— y proponerse una meta tan alta implicaría un grado de soberbia incompatible con la propia santidad.
El autor de aquel artículo seguramente pensaba que la santidad es una suerte de "culturismo espiritual" como la de esos presuntos atletas que se pasan la vida en el gimnasio hasta lograr un cuerpo pluscuamperfecto y unos músculos lustrosos para exhibirse ante el espejo.
Tú sabes muy bien, querido Jacques, que la santidad es algo bien distinto. San Josemaría Escrivá lo expresaba así en un punto de Camino: "Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor".
Los santos son eso: almas enamoradas de Dios. Y en esta olimpiada en busca del amor más grande ninguno se conforma con la medalla de plata. También luchan por crecer en virtudes y por combatir sus defectos, pero cuanto más cerca están de Dios, más pequeños se ven y más necesitados de su misericordia. Y es que, como escribió Benedicto XVI, la santidad consiste en hacerse amigo de Dios y dejar que Él obre en el alma.
Eso es lo que tú buscabas desde aquel 30 de junio de 1958 en que recibiste la ordenación sacerdotal; casi sesenta años "desviviéndote", para vivir otra vida, la de Cristo, presente en cada una de las personas que acudían a ti: jóvenes y viejos; católicos y no católicos; cristianos y musulmanes…
Luchabas por "desvivirte" gota a gota, minuto a minuto, hasta el final de tus días, porque del amor uno nunca se jubila. Era tu deseo, y Dios te lo ha premiado con la medalla de oro del martirio. ¡Enhorabuena! Ya puedes hacer tuyas las palabras que escribió San Pablo a Timoteo, su mejor discípulo, antes de ser ejecutado:
—"He peleado un buen combate, he terminado la carrera, he sido fiel. Sólo me espera la corona del triunfo que Dios me otorgará como justo juez."
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