Alrededor de los cincuenta años “uno se da cuenta que ya ha doblado de Cabo de Hornos de historia personal. Que la vida pasa. Que te quedan menos años y que quieres apurar algunas oportunidades perdidas, exprimir nuevas experiencias… y asoman los sentimientos y se lleva a cabo una revisión afectiva, que muchas veces no se produce de forma clara, sino soterrada, zigzagueante, intermitente… y es como si se abriera a nuevos vientos exteriores y emerge con cierta frecuencia el llamado síndrome del penúltimo tren”.
En las mujeres se lleva a cabo un repaso de cómo ha funcionado la familia. La mujer hace el hogar. Ella es la que transmite la afectividad y todo lo que se ahí se deriva (…) En Occidente la mujer sabe mucho más de los sentimientos que el hombre. Y ella tiene un termómetro más fino para captar cómo se han sucedido los hechos. En mi experiencia de psiquiatra, que me meto en tantas vidas con el objeto de intentar hacer algo por ayudarles, he observado muchas veces el doble rasero sobre este punto. Bastantes hombres no se plantean como va su vida conyugal en profundidad, pero la mujer sí.
Hay cuatro formas de construir una casa: sobre roca, sobre arena, en una superficie líquida y una última, en donde uno está preparado para corregir y reconstruirse. La primera es sólida y tiene unos cimientos firmes. La segunda es endeble, frágil y cuando vienen las dificultades y problemas importantes, aquello se derrumba porque la base no tenía consistencia. La tercera es cambiante y todo depende más o menos de las modas o de lo que se lleve en ese momento y el resultado no suele ser bueno. La cuarta es clave, porque antes o después la vida personal necesitará renovarse, cambiar, pulir, limar lo que no va bien y volver a empezar con nuevas ilusiones.
En los hombres se pasa revista a lo que uno ha hecho con su vida profesional. Este es uno de los grandes argumentos de la vida. Y vemos la distancia que puede haber habido entre lo que uno ha deseado y lo que uno ha conseguido. Por eso debemos aprender a perdonarnos, a ser condescendientes con nosotros mismos. Se aprende a vivir, viviendo. La vida es la gran maestra, enseña más que muchos libros. La vocación profesional es escrutada y se estudian parcelas de la misma y acontecimientos que nos han sucedido y cómo hemos ido siendo capaces de superar adversidades, contratiempos, rachas malas y un largo etcétera. Y se sacan lecciones, para aplicarlas en el futuro.
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