Lo de estudiar historia de la Iglesia, leerse el catecismo, no digamos aprender un poquito de teología de la buena, consultar el Denzinger o los textos de los padres de la Iglesia supone esfuerzo y una buena dosis de humildad para reconocer que uno puede estar equivocado.
En esta Iglesia nuestra gente hay tan llena del Espíritu de Dios, tan agraciada con sus dones, tan privilegiada en las revelaciones recibidas, que de vez en cuando baja de sus alturas místico espirituales para solventar cualquier cuestión con una frase tan inteligente, teológicamente precisa y moralmente exacta ante la cual el mismo doctor angélico caería mudo de asombro: “¿Tú crees que a Dios le importa mucho?”, que desemboca impepinablemente en el corolario “lo que a Dios le importa es…”
Espantado y atónito se queda uno ante tamaña realidad. Uno que es más bien cortito y en consecuencia se fía de sí mismo lo justo y menos, se siente incapaz de conocer por sí mismo lo que a Dios le gusta, no le gusta, le importa o le deja de importar. A lo más que uno llega es a una cosa trasnochada, conservadora, limitada y a todas luces insuficiente como es leerse la Dei Verbum, porque aquí lo primero es ser conciliar, eso sobre todo, para aprender que Dios se revela en la naturaleza, que cuando llegó el tiempo se reveló en su propio Hijo, que la revelación de Dios se nos transmite por la escritura y la tradición y que es el magisterio auténtico de la Iglesia quien tiene el poder de interpretarla correctamente.
A partir de aquí, y con el concilio en la mano, el Vaticano II, el chachi guay, el fetén, no como esa antigualla de Trento, lo que a Dios le importa, le deja de importar, le gusta o le disgusta, una forma de hablar y sin entrar en lo de su impasibilidad, que eso sería leer más y la gente no está por la labor, está en la escritura, en la tradición, sancionado por el magisterio y, en definitiva, recogido en la doctrina de la Iglesia.
Pero claro, aquí te llegan Maripuri, Paco, Teresina y fray Gaudencio y mira por dónde se ciscan en el concilio, la doctrina sobre la revelación y el valor del magisterio, para construir una nueva teología que tiene como base lo que a Dios le importa según la libérrima interpretación de la Biblia de los cuatro referidos. Más aún, los cuatro susodichos, que desde su infinita superioridad intelectual y moral se han carcajeado solemnemente de todo documento del magisterio, de toda aparición, revelación privada y similar, no tienen empacho en proclamar públicamente que ellos sí saben perfectamente lo que Dios quiere, que normalmente suelen ser cosas disparatadas, insostenibles con la doctrina te pongas como te pongas, y que no hay otra manera de apalancar que no sea apelando a lo que a Dios le importa, según ellos, claro.
Vamos, que veinte siglos de vida eclesial, los padres de la iglesia, los concilios, los grandes santos, la mejor espiritualidad son papel mojado. Menos mal que en estos últimos tiempos el Señor nos envió a los últimos profetas, Maripuri, Paco, Teresina y fray Gaudencio, para rectificar la vida eclesial de veinte siglos y conducirnos definitivamente a la verdad.
Lo curioso es la cantidad de gente encantada con las doctrinas de los referidos y otros como ellos y mira que abundan. Es lo que se lleva: una religiosidad sin Dios, sin profundidad, sin más norma que mi apetencia personal, que no lleva a la santidad, pero entretiene y además es una cosa muy de ahora.
P.D. Me dicen que santa Teresa de Calcuta era mucho más partidaria de lo que decía San Juan Pablo II que de las cosas de las Maripuris. Pero ya saben lo carca que era…
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