La defensa de la vida humana, desde sus inicios hasta la muerte natural, es, así lo creo, una causa justa. Se ha avanzado mucho en la protección de los animales. No nos parece bien, en general, que, sin motivo, se haga padecer dolor a los animales.
Si esta sensibilidad se extiende a los humanos, deberíamos ser aún más exigentes. Un ser humano es alguien similar a mí. Y si yo no quiero que me traten mal, por coherencia, no desearé que se trate mal a otro ser humano, semejante a mí.
Una muestra de discriminación y de maltrato hacia los seres humanos es el aborto. Un feto humano es un ser humano, en sus primeros pasos. No es una planta ni un animal. Es un ser humano en sus iniciales etapas de desarrollo. Será muy pequeño, le faltará mucho para llegar a adulto y será muy dependiente. Pero pequeños, dependientes y necesitados de crecimiento son todos los bebés, ya nacidos, y, en general, todos los niños. Y todos los hombres y mujeres.
El aborto, la aceptación social del aborto, es un error del que, con el tiempo, todo el mundo será consciente. A mí me parece que es algo comparable a la aceptación social de la esclavitud, en su momento. Hoy, a nadie en su sano juicio, le parecerá razonable aceptar que unos han nacido para amos y otros para esclavos. Es una distinción contraria al sentido común.
Pero si se apuesta por la vida hay que hacerlo con todas las consecuencias. Hay que apostar por los niños a los que se les impide nacer, pero también por los pobres a quienes se le hace difícil vivir. Hay que apostar, al mismo tiempo, por hombres y mujeres que son víctimas de una violencia inhumana.
Hay que apostar por los ancianos y enfermos, a quienes se les desatiende, a veces, o se les “facilita”, en exceso, el paso de este mundo al otro.
Es muy exigente ser “pro-vida”. No vale cualquier cosa. Es un compromiso que, si pretende ser creíble, pide una enorme coherencia.
No obstante, cualquier paso en la buena dirección merece ser apreciado.
Guillermo Juan Morado.
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