Lo que el ojo no ve

Había una sección de un popular programa de fútbol, dedicado a analizar los partidos de liga disputados la jornada precedente, que se llamaba «Lo que el ojo no ve» –ignoro si todavía existe tal sección, pero fue muy famosa en los años noventa y principios del dos mil–. En ese espacio del programa se ofrecían detalles o aspectos de la jornada que habrían pasado inadvertidos de no ser porque con una cámara los habían buscado e inmortalizado. 


Podían ser gestos de un jugador, expresiones, pero también cosas sucedidas en la grada, o una pancarta graciosa. Hoy el evangelio presenta un episodio propio de «lo que el ojo no ve». Aquel acto de una humilde viuda hubiera pasado desapercibido si no es porque Jesús hace que todos dirijan su atención hacia ello y lo convierte en ocasión de ofrecernos una valiosa enseñanza.

El Señor tiene esta capacidad para ver lo que otros pasan por alto, se fija en cosas que a ojos de la mayoría son insignificantes. Muchos sí habrían prestado atención a los donativos echados por los ricos en el tesoro del templo, ya se encargaban ellos de llamar la atención de la gente haciéndolo de manera ostensible e, incluso, tocando unas campanas. Pero, tras ese espectáculo, las miradas se irían retirando del gazofilacio –así se llamaba el lugar donde se depositaban los donativos en el templo de Jerusalén–. 

Entonces se acerca aquella pobre viuda, lejos ya de las miradas de la gente, para echar sus dos monedas (cfr. Lc 21, 1-2). Inesperadamente, Jesús llama la atención sobre lo que sucede, y dice: en verdad os digo que esa pobre viuda ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir (Lc 21, 3-4).

Las miradas atónitas de la multitud, que no entiende nada: ¿cómo es posible que aquella viuda pobre haya echado más si solo ha contribuido con dos monedillas? Ellos ven solo lo exterior, Cristo ve además lo interior. Jesús no solo ve los detalles que para otros pasan inadvertidos, sino que además ve en el interior de las acciones de los hombres su valor y su significado auténtico. 

No es una cuestión de agudeza visual física, sino espiritual. Jesucristo posee unos ojos capaces de ver en el corazón de las personas y leer su intención en cada uno de sus actos. Por eso nada se le escapa, nada permanece oculto para Él. Lo que el ojo humano no alcanza a ver, para Cristo se manifiesta con una claridad meridiana. Nadie puede engañarle, nadie ocultarle la verdad de su vida y de sus acciones.

Por eso la ofrenda no se mide por su cantidad, sino por su calidad. Lo que hace grato a los ojos de Dios lo que hace la viuda es un auténtico acto de entrega de sí a Dios, poniendo todo lo que tiene en sus manos. Eso es lo que alcanza el favor divino. Ni todas las riquezas del mundo pueden comprar lo que la viuda ha logrado con sus dos monedas. Así es el modo de ver y juzgar de Dios. No lo pases por alto, porque tú también estás obligado a presentar tu ofrenda, como lo estaban los ricos y la viuda.

Así pues, para acertar en tu ofrenda, lo primero es que sepas qué has de ofrecer, y para ello has de aprender lo que es valioso a los ojos de Dios. Dicho de otro modo, has de aprender a ver las cosas como las ve Él y a juzgarlas como las juzga Él. Pide entonces una auténtica conversión de la mente y el corazón para entender lo que es riqueza a los ojos de Dios y no quedarte deslumbrado ante riquezas humanas que nada valen a los ojos del Salvador.

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