"Hemos echado al niño del jardín de la infancia; le hemos convertido antes de tiempo en un pequeño adulto".
En un discurso de 1990, Vaclav Havel explicaba cómo, en la época de la dictadura comunista, los hijos de los disidentes checoslovacos, "aunque no podían estudiar y tenían que soportar los arrestos y persecuciones de sus padres, no se enojaban con ellos, al contrario, los respetaban". En esa misma intervención, el intelectual checo denunciaba la situación contraria de tantos niños, supuestamente libres, abandonados a una "pseudoprotección porque sus padres, sea de buena fe, por autoengaño o como mentira consciente, continúan actuando mal y, de hecho, los dañan más que a sí mismos".
Y eso es grave, frecuente y muy injusto. Porque a los niños les estamos acortando la infancia, robándosela, poniendo sobre sus hombros problemas que nosotros mismos no sabemos resolver, tratándolos de modo indebido como si fueran adultos chiquititos. Y, como ya advertía Novalis en el siglo XVIII, no hay camino de regreso hacia la ingenuidad, pues se va desplomando la escalera por la que se asciende hacia ella. Así es: una vez que se rompe la inocencia, ya no se puede reconstruir: ¿tienen capacidad los niños para entender que la violencia o la brutalidad sexual de una película solo pretendía una audiencia mayor o que solo intentaba contrarrestar a la competencia o que fue emitida por un error de horario?
En su libro Educar en el asombro, Catherine L'Ecuyer desvela cierta publicidad perversa en la que "los niños aparecen en las portadas de las revistas, en los anuncios, en las series, con un aire desenfadado y cínico" y en la cual "las niñas enseñan poses sensuales cuyo significado todavía no entienden y llevan prendas que no les corresponden por la edad". Y concluye: "Hemos echado al niño del jardín de la infancia. Le hemos convertido antes de tiempo en un pequeño adulto".
"Chiquillos de los tiempos modernos, sois reyes en un desierto", escribe Christian Bobin. O sea, que se les consiente todo, pero se les educa muy poco. En el mismo sentido, concreta L'Ecuyer: "Hemos perdido el pudor en nuestras conductas y conversaciones en su presencia, le hemos dejado ver lo que no debe, le hemos quitado el miedo a lo espantoso, el disgusto por lo violento y le hemos transmitido una virilidad y una exigencia malentendidas".
La falta de moral de los adultos, la influencia de la publicidad que tiraniza a los niños como fáciles objetos de consumo −para ello, los adscribe a una edad superior y les crea necesidades artificiales, sofisticadas y caras− y la falsa consideración de que limitar la conducta es reprimir la libertad −con ese criterio absurdo deberían comer sin límites, por ejemplo− son algunas muestras de las muchas injusticias que castigan a la infancia.
Por eso se necesita una verdadera revolución para terminar con los atentados contra la inocencia de un niño o una niña y para evitar que les roben sus años felices a base de adelantarles los problemas de la madurez, obligándoles a tomar decisiones cuando no están preparados: las consecuencias obligadas son el desencanto, la tristeza, el bloqueo en su desarrollo y las heridas psicoafectivas tan difíciles de restañar.
Los niños necesitan el cariño de sus padres y su confianza −"el niño no tiene fe en el Ratoncito, tiene fe en sus padres", afirma L'Ecuyer−. Requieren de la alegría familiar, que jueguen con ellos y oír cuentos de unos labios, no de un videojuego, antes de dormirse. Necesitan ingenuidad, que sus progenitores carguen con las dificultades graves y que no discutan jamás delante de ellos. Requieren su autoridad −es un derecho−, que respeten y cuiden su pudor delicado −también el familiar y ambiental−. Que sus padres les proporcionen una educación para desvelar paulatinamente los problemas vitales, las infidelidades crueles de la vida −enseñándoles a no juzgar a las personas− y que les formen moralmente, para ayudarles a limitar sus instintos y controlar sus pasiones.
Una revolución llena de dignidad: dejar a los niños ser niños.
Iván López Casanova, en eldia.es.
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