Proseguimos con la serie de "Pensamientos de San Agustín", convencidos de que es un verdadero maestro y, como tal, siempre es actual. Sus palabras tienen fuerza, fuego, luz.
Tal vez, cuando oímos hablar de "los Padres de la Iglesia", hayamos tenido la tentación de verlos lejanos, difíciles, incluso enrevesados. Un sencillo acercamiento a un gran Padre, como es san Agustín, desmontará ese tipo de ideas, que son falsas, para abrirnos un panorama fascinante: la Tradición es algo vivo, los Padres de la Iglesia siguen siendo maestros indiscutibles para hoy y lo que nos toca es leerlos, reflexionarlos, acogerlos. Aquí, y en este caso, seguimos a san Agustín.
Un consejo para educadores y discípulos: la suavidad y la caridad han de ser conjugadas hábilmente:
Un punto de lógica y sentido común nos señala san Agustín al hablar del juicio, el que hacemos sobre los demás y sobre cada uno a sí mismo, además del juicio, éste sí, verdadero y acertado, por parte de Dios.
El hombre tiene en su corazón el deseo de la Verdad. La mentira le repugna, le deja frustrado, con una profunda insatisfacción. Pero, ¿acaso podemos poseer la Verdad? Más bien es la Verdad la que nos alcanza, la que sale a nuestro paso, la que nos posee a nosotros y nos abraza.
De nuevo subraya san Agustín la importancia de la fe para las obras buenas. ¿Cómo? Encauzando la intención de manera que lo que hagamos es bueno por sí mismo, buscando el bien -y no por otros motivos- y al servicio de la Gloria de Dios.
La caridad se ha derramado en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Está de manera germinal en nosotros, infundida gratuitamente por la vida sobrenatural. Ahora es el tiempo, con la gracia de Dios, de acrecentar esa caridad en nosotros, para que cuanto más amemos, más subamos a Dios.
¡Cantad al Señor un cántico nuevo! ¿Y qué es este cántico nuevo? La alabanza propia de quienes participan de la novedad de Cristo, del nuevo Testamento, de la nueva y definitiva Alianza y redención. Así hemos de cantar con la voz (en la liturgia), con las costumbres (en la vida), con el corazón (en todo).
Amar a los buenos es algo fácil, porque el bien es atrayente; lo difícil es amar a los malos, a los que nos odian, humillan o persiguen; pero amarlos no significa disculpar o aprobar el mal que realizan, sino odiando el pecado, amar al pecador.
Sabiendo que en nosotros está la carne -la carnalidad- y el espíritu -guiados por el Espíritu Santo-, hemos de tender a obrar según el espíritu, aunque sus obras queden ocultas a los ojos de los hombres, pero son bien visibles a los ojos de Dios.
Un criterio moral muy práctico: somos cómplices cuando escuchando la maldad (llámese crítica o difamación de alguien) callamos por cobardía, o no desviamos la conversación, o nos complacemos en aquello que oímos aunque no pronunciemos palabra alguna.
Entender es algo necesario y debemos tenerlo en alta estima. La inteligencia del hombre busca entender, busca el logos propio de todas las cosas sin desechar lo que no entienda o creer que sólo puede existir como verdadero lo que entienda (eso es el racionalismo).
"Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado", reza el salmo 50. Siempre hemos de ser nosotros los primeros acusadores de nosotros mismos, reconociendo el pecado, y dejándole a Dios la tarea de ser el que nos libere de ese pecado; no vaya a ser que callando nosotros, Dios deba ser el acusador.
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