Pensamientos de San Agustín (XXX)


Proseguimos con la serie de "Pensamientos de San Agustín", convencidos de que es un verdadero maestro y, como tal, siempre es actual. Sus palabras tienen fuerza, fuego, luz.



Tal vez, cuando oímos hablar de "los Padres de la Iglesia", hayamos tenido la tentación de verlos lejanos, difíciles, incluso enrevesados. Un sencillo acercamiento a un gran Padre, como es san Agustín, desmontará ese tipo de ideas, que son falsas, para abrirnos un panorama fascinante: la Tradición es algo vivo, los Padres de la Iglesia siguen siendo maestros indiscutibles para hoy y lo que nos toca es leerlos, reflexionarlos, acogerlos. Aquí, y en este caso, seguimos a san Agustín.


Un consejo para educadores y discípulos: la suavidad y la caridad han de ser conjugadas hábilmente:



Aprender debe invitarnos a la suavidad de la verdad; en cambio, enseñar nos debe obligar la necesidad de la caridad. Es más deseable que pase esta necesidad por la cual el hombre enseña algo al hombre, para que todos nos dejemos enseñar por Dios (Respuesta a las ocho preguntas de Dulquicio 3,6).


Un punto de lógica y sentido común nos señala san Agustín al hablar del juicio, el que hacemos sobre los demás y sobre cada uno a sí mismo, además del juicio, éste sí, verdadero y acertado, por parte de Dios.



¿Hasta qué punto podrán los hombres juzgar de otros hombres? El hombre, sin duda, se juzga mejor de sí mismo. Pero Dios juzga mejor del hombre, que el hombre de sí mismo (Enar. in Ps. 147,13).


El hombre tiene en su corazón el deseo de la Verdad. La mentira le repugna, le deja frustrado, con una profunda insatisfacción. Pero, ¿acaso podemos poseer la Verdad? Más bien es la Verdad la que nos alcanza, la que sale a nuestro paso, la que nos posee a nosotros y nos abraza.



El bien del hombre no consiste en vencer al hombre, sino en que la verdad venza al hombre y éste lo acepte gustoso. Malo es que la verdad lo venza a su pesar. Preciso es que la verdad lo venza, sea que el hombre la confiese, sea que la niegue (S. Agustín, Carta 238,5.29).


De nuevo subraya san Agustín la importancia de la fe para las obras buenas. ¿Cómo? Encauzando la intención de manera que lo que hagamos es bueno por sí mismo, buscando el bien -y no por otros motivos- y al servicio de la Gloria de Dios.

Nadie tenga en cuenta sus obras antes de la fe. En donde no hay fe no hay obra buena. La intención forja la buena obra, la fe encauza la intención (San Agustín, Enar. in Ps. 31,2,4).


La caridad se ha derramado en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Está de manera germinal en nosotros, infundida gratuitamente por la vida sobrenatural. Ahora es el tiempo, con la gracia de Dios, de acrecentar esa caridad en nosotros, para que cuanto más amemos, más subamos a Dios.



Os exhorto, pues, a esa caridad; mas no os exhortaría a la caridad si no tuvierais alguna caridad. Os exhorto, pues, a la plenitud de lo que ya está en principio; os exhorto a la perfección de lo comenzado (San Agustín, Serm. 142,14).


¡Cantad al Señor un cántico nuevo! ¿Y qué es este cántico nuevo? La alabanza propia de quienes participan de la novedad de Cristo, del nuevo Testamento, de la nueva y definitiva Alianza y redención. Así hemos de cantar con la voz (en la liturgia), con las costumbres (en la vida), con el corazón (en todo).



Desnudaos de la vejez, pues conocisteis el cántico nuevo. Nuevo hombre, nuevo Testamento, nuevo cántico. No pertenece a los hombres viejos el cántico nuevo; éste sólo lo aprenden los hombres nuevos que han sido renovados de la vejez por la gracia, y que pertenecen ya al Nuevo Testamento, el cual es el reino de los cielos (San Agustín, Enar. in Ps. 32,2,s.1,8).


Amar a los buenos es algo fácil, porque el bien es atrayente; lo difícil es amar a los malos, a los que nos odian, humillan o persiguen; pero amarlos no significa disculpar o aprobar el mal que realizan, sino odiando el pecado, amar al pecador.



Es cosa fácil e inclinación natural odiar a los malos porque son malos; es raro y piadoso el amarlos porque son hombres; de modo que en un mismo hombre has de condenar la culpa y aprobar la naturaleza y, por eso, es justo que odies la culpa porque afea a esa naturaleza que amas (San Agustín, Carta 153,1.3).



Sabiendo que en nosotros está la carne -la carnalidad- y el espíritu -guiados por el Espíritu Santo-, hemos de tender a obrar según el espíritu, aunque sus obras queden ocultas a los ojos de los hombres, pero son bien visibles a los ojos de Dios.



Lo que obramos en la carne está patente a todos; lo que obramos en el espíritu queda oculto. Obrar en la carne y no obrar en el espíritu, aunque parezca algo bueno, no es útil (San Agustín, Serm. 37,6).


Un criterio moral muy práctico: somos cómplices cuando escuchando la maldad (llámese crítica o difamación de alguien) callamos por cobardía, o no desviamos la conversación, o nos complacemos en aquello que oímos aunque no pronunciemos palabra alguna.



Llama, hermanos, maldad y mentira a la de ciertos hombres que por adulación, aunque sepan que son cosas malas las que oyen, no obstante, por no disgustar a aquellos de quienes las oyen, no sólo consienten no corrigiendo, sino también callando (San Agustín, Enar. in Ps. 49,26).


Entender es algo necesario y debemos tenerlo en alta estima. La inteligencia del hombre busca entender, busca el logos propio de todas las cosas sin desechar lo que no entienda o creer que sólo puede existir como verdadero lo que entienda (eso es el racionalismo).



Ama intensamente el entender. Ni siquiera las Sagradas Escrituras (que imponen la fe en grandes misterios antes de que podamos entenderlos) podrán serte útiles si no las entiendes rectamente (San Agustín, Carta 120,3.13).


"Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado", reza el salmo 50. Siempre hemos de ser nosotros los primeros acusadores de nosotros mismos, reconociendo el pecado, y dejándole a Dios la tarea de ser el que nos libere de ese pecado; no vaya a ser que callando nosotros, Dios deba ser el acusador.



Desdeñada la confesión, no habrá lugar para la misericordia. Si tú te haces defensor de tu pecado, ¿cómo será Dios libertador? Para que El sea libertador, sé tú acusador (San Agustín, Enar. in Ps. 68,1,19).



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