Hola Pablo:
En el día de tu conversión no quiero olvidarme a ti, ni pienses que voy a pasar por alto este día. Sé que fue importante para ti y no deja de serlo para nosotros.
Hablando entre nosotros, tú fuiste bravo. Te creías dueño del mundo, dueño de la verdad, dueño de la ley. Pero te metiste con alguien que te pudo. Cuando pediste cartas para Damasco, no sabías en que lío te metías.
Eras un buen israelita y un buen fariseo. De eso no hay duda.
Pero, hermano, eras muy mal jinete. A propósito, ¿qué pasó con tu caballo? ¿Quién se quedó con él? Porque, a partir de entonces, nunca más te hemos visto a caballo.
Fuiste por lana, y como dicen en mi tierra, volviste trasquilado.
Ibas con rabia en tu corazón.
Ibas con orgullo de raza y de religión en tu cabeza.
Y ya ves. Bastó un rayo de luz y te viniste a tierra.
Y te quedaste ciego sin saber donde estabas ni ver el camino.
Te tuvieron que llevar como en silla de ruedas.
Ahí aprendiste que para ver de nuevo y ver bien, antes hay que quedar ciego.
Perseguías a los discípulos y te encontraste con el Maestro.
Perseguías a sus seguidores y te atraparon a ti en el camino.
Nos perseguías a nosotros, y resulta que le estabas persiguiendo a El.
En un instante, descubriste lo más maravilloso de tu vida.
Descubriste que el que tú creías muerto estaba bien vivo.
Descubriste que él estaba en cada uno de los que tú perseguías.
Terminaste sin conocerte a ti mismo.
Sabías muy bien lo que eras hasta entonces.
Y ahora terminas sin saber quien es el nuevo Saulo.
Porque sentías que por dentro eras otro.
Porque sentías que, el fariseo se había hecho también discípulo.
Porque sentías que el pequeño mundo de tu raza ya quedaba corto para tu corazón.
Porque sentías que lo que para ti había sido siempre título de orgullo y vanidad, ya no te decía nada.
Todo tu pasado te parecía tiempo perdido.
Y volviste a enamorarte, pero esta vez, no de la ley, sino de aquel mismo por el que sentías tanta rabia y por el que ahora estabas dispuesto a todo, incluso a dar tu propia vida.
¿Verdad que nunca te imaginaste que, en un instante, tu vida podía cambiar?
¿Verdad que nunca te imaginaste que, algún día, también tú podías ser uno de los suyos?
¿Verdad que nunca te imaginaste que tu vida pudiera cambiar tan radicalmente?
Tú eres el mejor ejemplo de lo que la gracia puede hacer en el corazón humano.
Claro que tú te creías un imposible para Dios.
Claro que tú te creías un imposible para la gracia.
Claro que tú te creías que era imposible cambiar.
Claro que tú te creías un imposible para el Evangelio.
Y ya lo ves.
Cuando menos lo pensabas, la gracia te tiró del caballo.
Te dejó como un niño perdido en el camino.
Y tu bravura se hizo docilidad para dejarte llevar.
Ibas a Damasco para traer presos a todo el mundo.
Y terminaste quedándote preso tú mismo de aquel a quien perseguías.
Antes tu mundo era pequeño.
Ahora tu mundo es enorme.
Antes, en tu corazón, sólo cabían los tuyos, los de tu raza.
Ahora, tu corazón se ha agrandado tanto, que a todos los ves como hermanos.
Antes vivías esclavo de la Ley.
Ahora vives libre en la libertad del amor.
Antes tú, el Saulo orgulloso de ti mismo.
Ahora ya no eres tú mismo. “Ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí”.
Bueno, Pablo, no te voy a pedir que me regales tu caballo.
Pero sí te pido que también yo caiga del mío, me quede, como tú, ciego.
Pero para que pueda ver lo que tú viste cuando se te volvieron a abrir los ojos,
Clemente Sobrado C.P.
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