“Estaba Juan con dos de sus discípulos y, y fijándose en Jesús que pasaba, dice: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que le seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?” Ellos le contestaron: “Maestro, ¿dónde vives?” “Venid y lo veréis”.
(Jn 1,35-42)
Un camino curioso que aún sigue y que nos espera a todos.
Todo comienza porque alguien miró y vio.
Todo comienza porque un dedo señaló al que pasaba.
Todo comienza porque dos decidieron seguirle por curiosidad.
Todo comienza porque uno pregunta: “¿Qué buscáis?”
Todo comienza porque alguien pregunta: “Maestro, ¿Dónde vives?”
Todo comienza porque los dos pasan el día con El.
Todo comienza porque Andrés se encuentra con su hermano Simón.
Todo comienza porque le ha mirado y le cambia de nombre: “Tú eres Simón, pero te llamarás Cefas, es decir, Pedro”.
Resulta curioso este itinerario en cadena: Juan-Jesús-Andrés-Simón o Pedro.
Con frecuencia, los grandes acontecimientos comienzan por algo tan sencillo como un dedo que señala a alguien que pasa.
Es algo parecido a la gran cosecha.
Todo comienza por unos granos tirados por la mano en los surcos de la tierra y terminan en la gran cosecha de trigo, que abre otra nueva cadena: trigo-siega-molino-harina-pan-eucaristía.
Y hasta pienso que los caminos de Dios se parecen a esas tuberías que por debajo de las casas nos traen el agua a casa.
Si se rompe la cadena en alguna parte, se pierde la continuidad.
Si se rompe la tubería nos quedamos sin agua en casa.
Dios siempre cuenta con los hombres para revelarse y manifestarse.
En la vida siempre se necesita:
De alguien que vea primero.
De alguien que señale primero el camino.
De alguien que se decida a aventurarse hacia lo desconocido.
De alguien que pregunte primero.
Es ahí donde comienza la cadena.
Luego vendrán los siguientes eslabones.
Por eso, de alguna manera, todos vamos dependiendo unos de otros.
Nadie cree solo para sí mismo.
De nuestra fe depende la fe de los demás.
Alguien tiene que ser el primero.
Alguien tiene que abrir el camino.
Y ese puede ser el problema de la fe hoy.
Todos hemos recibido la corriente de la fe de nuestros padres.
Pero ¿qué sucede cuando la familia comienza a perder la fe?
Los padres ya no creen o, si dicen creer, ya no viven de ella.
¿Cómo retransmitirla a los hijos si nosotros ya no creemos?
Alguien habla ya de que se “ha roto la cadena de retransmisión”.
Yo quisiera ser más optimista y pensar:
Que aún queda mucho de fe en los hogares.
Tal vez la estemos viviendo en el túnel de la crisis.
Pero el túnel no es algo definitivo, siempre tiene una salida donde de nuevo aparece la luz.
El invierno da la impresión de que los árboles se han muerto, porque quedan sin hojas.
Y sin embargo es el tiempo en el que se fortalecen las raíces.
La fe, tanto personal como de la misma Iglesia, está hecha a “golpes de inviernos”, pero también a “golpes de primaveras del Espiritu”.
Es posible, como escribe Benedicto XVI, que tantos siglos de historia hayan dejado demasiada ceniza encima, pero que debajo de esa ceniza, todavía tienen vida y arden unas brasas. Basta un poco de viento del Espíritu para que se lleve las cenizas y el mismo viento que se las avienta, sople y encienda una nueva llama en las escondidas brasas.
Y por ahí, tal vez entre tanta hojarasca de incredulidad, suene también hoy la voz de Dios: “Hombre, ¿qué buscas?” Y querámoslo o no, en el fondo del corazón humano, sigue viva la pregunta: “Dios, ¿dónde vives?”
Clemente Sobrado C.P.
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