1. (año I) Hebreos 4,1-5.11
a) La lectura de hoy habla mucho del «descanso» o el reposo.
En un primer sentido se refiere a la historia de Israel en el desierto: Dios les destinaba a la tierra prometida, donde encontrarían el reposo después de cuarenta años de peregrinación por el desierto. Pero por haber sido infieles a Dios, no merecieron entrar en ese descanso: la generación que salió de Egipto no entró en Canaán, (Moisés tampoco).
En otras ocasiones se habla del descanso del sábado, imitación del descanso de Dios el séptimo día de la creación. Y también del descanso de Cristo Jesús en el sepulcro, después de llevar a cumplimiento la misión que el Padre le había encomendado: el reposo del Sábado Santo.
El autor de la carta atribuye la no entrada al descanso de los antiguos a su desobediencia y quiere que los cristianos aprendan la lección y no caigan en la misma trampa que los israelitas en el desierto. Tienen que ser perseverantes en su fidelidad a Dios y así conseguir que el Señor les admita al descanso verdadero, el descanso de Dios, el que nos consiguió Cristo con su entrega pascual. Por eso les recomienda encarecidamente: «Empeñémonos en entrar en aquel descanso, para que nadie caiga siguiendo aquel ejemplo de desobediencia».
El descanso verdadero no es el de una tierra prometida: ése es un descanso efímero. El verdadero es llegar a gozar de la vida y la felicidad total con Dios, en la escatología: y aquí es Cristo Jesús el que, como nuevo Moisés, sí nos quiere introducir en ese descanso definitivo, al que él ya ha llegado.
b) Cada uno de nosotros es invitado hoy a perseverar en la fidelidad, para merecer ese descanso último y perpetuo, el que nos prepara Dios. El del domingo último, ¡el domingo sin lunes! Caminamos hacia delante. El reposo está en el Reino que Cristo nos prepara. El reposo está en Dios. Mejor: nuestro reposo es Dios.
Pero somos conscientes de que sentimos las mismas tentaciones de distracción y desconfianza y hasta de rebeldía. Como los israelitas merecieron el castigo, también nosotros podemos, por desgracia, desperdiciar la gracia que Dios nos ofrece: «También nosotros hemos recibido la buena noticia, igual que ellos: pero de nada les sirvió porque no se adhirieron por la fe a lo que habían escuchado».
Los creyentes sí entraron en el descanso. Los incrédulos y rebeldes, no. ¿Nos sentimos acaso nosotros asegurados contra el fracaso y la posibilidad de desperdiciar la gracia de Dios? Cuando rezamos este salmo: «no olviden las acciones de Dios, sino que guarden sus mandamientos, para que no imiten a sus padres, generación rebelde y pertinaz», ¿lo aplicamos fácilmente a los judíos, o nos sentimos amonestados nosotros mismos ahora? Ser buenos un día, o una temporada, es relativamente fácil. Lo difícil es la perseverancia. El haber empezado bien no es garantía de llegar a la meta. Por estar bautizados o rezar algo no funciona automáticamente nuestra salvación y nuestra entrada en el reposo último. Escuchamos la Palabra, celebramos los Sacramentos y decimos oraciones: pero lo hemos de hacer bien, con fe, y llevando a nuestra existencia el estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Es lo que nos invita a hacer la carta a los Hebreos.
2. Marcos 2,1-12
a) Es simpático y lleno de intención teológica el episodio del paralítico a quien le bajan por un boquete en el tejado y a quien Jesús cura y perdona.
Es de admirar, ante todo, la fe y la amabilidad de los que echan una mano al enfermo y le llevan ante Jesús, sin desanimarse ante la dificultad de la empresa.
A esta fe responde la acogida de Jesús y su prontitud en curarle y también en perdonarle. Le da una doble salud: la corporal y la espiritual. Así aparece como el que cura el mal en su manifestación exterior y también en su raíz interior. A eso ha venido el Mestas: a perdonar. Cristo ataca el mal en sus propias raíces.
La reacción de los presentes es variada. Unos quedan atónitos y dan gloria a Dios.
Otros no: ya empiezan las contradicciones. Es la primera vez, en el evangelio de Marcos, que los letrados se oponen a Jesús. Se escandalizan de que alguien diga que puede perdonar los pecados, si no es Dios. Y como no pueden aceptar la divinidad de Jesús, en cierto modo es lógica su oposición.
Marcos va a contarnos a partir de hoy cinco escenas de controversia de Jesús con los fariseos: no tanto porque sucedieran seguidas, sino agrupadas por él con una intención catequética.
b) Lo primero que tendríamos que aplicarnos es la iniciativa de los que llevaron al enfermo ante Jesús. ¿A quién ayudamos nosotros? ¿a quién llevamos para que se encuentre con Jesús y le libere de su enfermedad, sea cual sea? ¿o nos desentendemos, con la excusa de que no es nuestro problema, o que es difícil de resolver?
Además, nos tenemos que alegrar de que también a nosotros Cristo nos quiere curar de todos nuestros males, sobre todo del pecado, que está en la raíz de todo mal. La afirmación categórica de que «el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados» tiene ahora su continuidad y su expresión sacramental en el sacramento de la Reconciliación. Por mediación de la Iglesia, a la que él ha encomendado este perdón, es él mismo, Cristo, lleno de misericordia, como en el caso del paralítico, quien sigue ejercitando su misión de perdonar. Tendríamos que mirar a este sacramento con alegría. No nos gusta confesar nuestras culpas. En el fondo, no nos gusta convertirnos. Pero aquí tenemos el más gozoso de los dones de Dios, su perdón y su paz.
¿En qué personaje de la escena nos sentimos retratados? ¿en el enfermo que acude confiado a Jesús, el perdonador? ¿en las buenas personas que saben ayudar a los demás? ¿en los escribas que, cómodamente sentados, sin echar una mano para colaborar, sí son rápidos en criticar a Jesús por todo lo que hace y dice? ¿o en el mismo Jesús, que tiene buen corazón y libera del mal al que lo necesita?
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